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Don Tancredo

Se tiende a la inmovilidad porque todo cambio, toda innovación pone en peligro la estabilidad del universo cuyo curso se querría detener para destruir las posibilidades de muerte.

ROGER CAILLOIS

El hombre y lo sagrado

EN UNA OCASIÓN le preguntaron a Rafael de Paula: Usted, ¿a quién quiso parecerse? La respuesta del genial artista no pudo ser más ajustada, inteligente y desconcertante al tiempo:

“¡A Don Tancredo!”.

Pero no vayamos a creer que se trata de una salida fácil o una simple burla por parte del torero gitano, ni mucho menos. Todo matador de toros que lleve a cabo una profunda reflexión sobre la esencia última de su arte tiene, por fuerza, que llegar en algún momento a enfrentarse con esta paradoja. Don Tancredo —blanco sobre blanco, quieto a pie firme sobre su pedestal— sería la síntesis más perfecta y rematada de lo que podríamos considerar como “la perfección absoluta” en tauromaquia, el ideal por antonomasia; algo así como el “menos es más” llevado de forma literal al arte de Cúchares. Sortear la embestida del toro por medio de la inmovilidad más imperiosa y radical sería equivalente al hallazgo de la piedra filosofal del arte de torear. Para salvarse de la fatal cornada, Don Tancredo pasó a convertirse en estatua. Por su parte, Rafael de Paula, muy lejos de la estéril inmovilidad estatuaria, siempre ha sido naturaleza viva; su cuerpo, un movimiento acompasado en espiral, templando como por arte de magia la embestida del toro en su capote imposible. Nunca llegó Paula a parecerse, ni de lejos, a su fascinante modelo, aquel enigma sin resolver al que en su día dieron en llamar El Rey del Valor.

Seguro que el lector recuerda la impactante imagen de aquel joven chino parado, aguantando también a pie firme la llegada de los tanques en Tiananmen. “¿Quién habría pensado nunca —se pregunta Nuccio Ordine en un impagable ensayito— que el gesto de desafío de un muchacho chino desarmado frente a los tanques en la Plaza de Tiananmen de Pequín en 1989 daría la vuelta al mundo para ser señalado por la revista Time, casi diez años después, en 1998, como una de las empresas que han tenido mayor influencia en el siglo XX?”. Pues bien, esa “empresa” había tenido uno de sus más claros y brillantes precedentes en la performance taurómaca de Don Tancredo: de la inmovilidad frente al horror que avanza como forma de resistencia.

José Bergamín comienza su imprescindible ensayo La estatua de Don Tancredo (1934) señalando explícitamente la clara distinción de aquello en lo que iba a consistir, a grandes rasgos, la excepción de nuestra modernidad: “El siglo XX, que empezaba para los franceses con la torre Eiffel, para los españoles ha comenzado con Don Tancredo”. Apabullante el diagnóstico del agudísimo escritor que adivinó en la figura de este torero inútil la novedad de una actitud con larga tradición dentro de nuestras fronteras. “La Torre —escribe Barthes acerca del famoso icono parisino— no es nada, cumple una especie de grado cero del monumento; no participa de nada sagrado, ni siquiera del Arte”. De igual forma, esa misma inutilidad fundamental a la que hace referencia Barthes como condición inevitable para vivir en la imaginación de los hombres, también la podemos constatar en Don Tancredo. Así como la Torre no es nada, Don Tancredo tampoco es nada; grado cero de la tauromaquia, con Don Tancredo en el ruedo no hay nada que ver. Y precisamente por eso, por no ser nada, nos da que pensar. No obstante, al contrario que la Torre, Don Tancredo sí participa del arte, concretamente, del arte de la tauromaquia; arte de vanguardia a comienzos del siglo XX.

¿En qué consiste este arte del toreo? Apuntamos aquí una posible definición: Torear consiste en reconciliar la carne con la inteligencia. En la introducción a L’art de jouir, escribe Michel Onfray acerca de la experiencia de muerte: “Morir era pues tan simple. Restaba […] hacer del cuerpo un compañero de la conciencia, reconciliar la carne y la inteligencia. Toda existencia se construye sobre la arena, la muerte es la única certeza que tenemos. Se trata menos de domesticarla que de despreciarla. El hedonismo es el arte de este desprecio”. El hedonismo…, y la tauromaquia (por defecto) de Don Tancredo, añadimos nosotros. Hay toreros cuya tauromaquia consiste en domesticar la muerte; hay otros, sin embargo, para quienes su arte radica esencialmente en despreciarla. Nietzsche anota en su Zaratustra: “Hay más razón en tu cuerpo que en la esencia misma de tu sabiduría”. Juan Belmonte decía que para torear hay que olvidarse del cuerpo; pero, seguramente por descuido, dejó el Pasmo de Triana de advertir que la única razón de ser del torero radica, precisamente, en ese cuerpo del que hay que olvidarse para torear.

Las distintas motivaciones, gestos e in-acciones de tres míticos personajes literarios, Bartleby (Melville), Lord Chandos (Hoffmannsthal) y Monsieur Teste (Valéry) han influido de manera decisiva en una peculiar familia de artistas desde comienzos del siglo XX. Ese aire de familia que se va destilando en cierta deriva de las vanguardias se puede resumir en la frase del propio Valéry cuando, hablando de su criatura, dice: “Lamento hablar de él como se habla de aquellos de quienes se hacen las estatuas”. Si en materia literaria el siglo comienza con el silencio paradigmático de Lord Chandos, en tauromaquia el siglo se inaugura con la figura de nuestro Don Tancredo, que se tomó al pie de la letra el canon en tauromaquia (citar, templar y mandar), y no pudo pasar del primer mandamiento.

Fue Walter Benjamin quien, al final del “prólogo epistemocrítico” en el libro sobre el Trauerspiel, señaló la relación entre la estética barroca y el expresionismo: Manifestaciones de un arte epigonal. Lord Chandos (1902) es el portavoz visionario de una Krisis de época que toma forma en las “poéticas del silencio” que atraviesan todo el siglo XX y llegan hasta nosotros. En España, esas poéticas las inaugura Don Tancredo en 1901 con su asombrosa performance quietista. En efecto, Bartleby, Lord Chandos y Monsieur Teste van a sufrir un mal endémico en las letras y en el arte desde comienzos de siglo; un mal del que Don Tancredo va a ser su metáfora más lograda y radical. Aquí, en el ruedo, el artista primero pone el cuerpo.

Una coplilla muy conocida hacia 1900 decía: “Don Tancredo, Don Tancredo, / que en su vida tuvo miedo. / Don Tancredo es un barbián. / Hay que ver a Don Tancredo / subido en su pedestal”; o lo que es lo mismo, lo que ves es lo que ves. Sin embargo, en tauromaquia lo que ves no es sólo lo que ves. El cuerpo expuesto de Don Tancredo: Objetualización ritual de la figura del artista que, subido en una sencilla peana construida por él mismo parece decirle al toro: “Aquí me tienes, lo que ves es lo que ves”. Ese terrible instante en el que se enfrenta la cosa real ante el ojo (y que produce la inmovilidad) es clave para entender toda la estética de la tauromaquia moderna y contemporánea; un arte que tendría en Don Tancredo el epílogo lógico, la síntesis más lograda de una disciplina del cuerpo que, a fin de cuentas, persigue la quietud y la inmovilidad como paradigmas absolutos, como la quintaesencia del valor.

Pero, ¿cómo surge a comienzos del siglo XX este nuevo arte estático de no torear? ¿Cuáles son las motivaciones de este torero conceptual avant la lettre para quedarse completamente parado delante del toro? ¿Cabría establecer un paralelismo entre esta inmovilidad de Don Tancredo y algunas otras actitudes estético-estáticas dentro de las vanguardias históricas? El extravío de Don Tancredo, como en la pintura de Manet, será el síntoma más evidente de  su  radical modernidad: la detención del gesto, la suspensión de todo movimiento. “De Velázquez —escribe Ángel González García— ha aprendido Manet a burlar la muerte; a quedarse parado; a verla sin ser visto por ella”. Velázquez, pintor de pintores, anticipa con sus parcos pinceles una modernidad que aún quedaba lejos en el horizonte de su época.

Pero, ¿qué supone, a fin de cuentas, la extraña actitud de Don Tancredo? “La actitud de Lord Chandos —escribe Claudio Magris— supone una tensión confesada y exhibida sin reserva y a la vez aturdida, como él dice, por la geistige Starrnis, es decir, ‘el entumecimiento mental’, por una torpeza opaca y pasiva.

Esta abulia, a la vez obtusa y receptiva, es la actitud de la apatía aristocrática asumida por el hipersensible poeta fin de siècle frente a la repetida agresión de la vida moderna, en su caótica multiplicidad”. No va a ser Don Tancredo una excepción en el panorama europeo de comienzos de siglo, simplemente es el síntoma, digámoslo así, a la española de esa actitud señalada por Magris. Un entumecimiento mental, una torpeza opaca y pasiva, en el caso de Don Tancredo, para torear. Así pues, nuestro poeta fin de siglo no será ningún escritor; frente a la caótica multiplicidad de la vida moderna, la actitud de apatía aristocrática será la que ponga en evidencia un torero fracasado, Don Tancredo, o lo que es lo mismo, el arte de torear elevado al cubo.

Si el privilegio del gran arte (Velázquez, Melville, Hofmannsthal, Musil, Kafka, Beckett…) consiste en apagar en las figuras pintadas cualquier brillo de vida corriente para revestirlas de una solemnidad y de una inmovilidad enigmáticas, ¿acaso no pertenecería Don Tancredo por derecho propio a esta galería de mitos modernos? Ver y entender al hombre como una cosa, una estatua, un  simulacro inmóvil carente ya por  completo (como el hombre moderno  por excelencia) de cualquier atributo. La diferencia esencial, lo que dará carta de naturaleza al conocimiento poético español dentro de esta sugestiva poética moderna es que, como decía Bergamín en su ensayo Cante hondo al tratar de Andalucía: “En este paraíso […] hay algo que se yergue, altivo, poderoso, dominador, con ímpetu oscuro y sed de infernales apetencias fogosas; algo más  que la serpiente demoníaca o diabólica; algo que, porque tiene cuernos, puede parecernos también satánico: hay el toro”.

Estamos muy cerca de la emoción que nos produce el hieratismo de la escultura egipcia, o el milagro que supone la escultura griega arcaica; como sucede en el dibujo, ambas imponen a su alrededor un espacio equivalente al blanco del papel. “Un espacio —escribe Zambrano— que las aísla y que imponen el Noli me tangere de la inteligencia, de la muerte y del no-ser”. Espacio vacío en el que también Picasso representó la figura del Tancredo; es el vacío, el blanco del papel el que nos muestra, el que nos revela la figura quieta del torero inmóvil que sólo se moverá por reacción al touché mortal; como la Impatiens noli tangere, una variedad de planta de la familia de las impatiens (balsamináceas), unas plantas que reaccionan al contacto. La Impatiens noli tangere pierde su semilla cuando se la toca. De igual forma, Don Tancredo pierde su potencia de ser, su esencia torera, cuando el toro le toca, derribándolo así de su precario y frágil pedestal.

ANTONIO J- PRADEL es escritor. Nacido en Madrid, vive y trabaja en Sao Paulo.

NÚMERO UNO. FERIAS. MAYO – AGOSTO, 2017