ME CRIÉ EN UNA PLACITA DE TOROS, mi casa, una coctelera donde el cine de verano iluminaba mis noches, la escuela taurina entretenía mis mañanas y Manolete me habitaba el resto del día. Era normal, no había conversación en la cual la sombra del torero no se deslizase, de una u otra forma. Y mi insaciable curiosidad, alimentada con retales furtivamente sustraídos al palique de los taurinos (entonces a los niños se nos mantenía muy alejados del cosmos adulto), me llevó a esta patología obsesiva.
Creo que fue en torno a los ocho años cuando le pregunté a mi padre si aquel personaje existía realmente o si pertenecía al nimbo de las fantasías, como los Reyes Magos o el tío del saco. Mi padre descolgó de la pared de su despacho una foto del Califa, y me dijo: “Éste es el mejor que ha habido, con la graciosa anuencia de Pepín Martín Vázquez. Y un toro, Islero, lo mató en Linares”. Con esta concisa revelación me encontré, de pronto, ante su cadáver: fresco dieciocho años después.
Anticipo este plano de ubicación afectiva para tejer sobre él la reflexión de cuanto significó, y significa, la figura de Manuel Rodríguez más allá del limitado ámbito de los cosos donde actuó. Como Presley o Sinatra más allá del rock o el swing. En los ruedos, escrito está: barrió con la estética de una tauromaquia decimonónica que resollaba ya su agotamiento, básicamente por falta de calado en los artistas. El público necesitaba una profunda renovación. Y el revulsivo no podía ser otro: sobre la verticalidad de su cintura no sólo obligó a girar al animal, sino muchos conceptos del toreo, e incluso de la propia sociedad, en la que cuajó vertiginosamente su iconografía, que la posguerra venía abonando.
El fin de la contienda propició –entre otras urgencias– la proliferación de elementos que mitigasen la memoria de tantos horrores y violencias. Los toros constituían uno de los opiáceos más efectivos para las dolencias del pueblo, pero el de Córdoba fue más allá: su tauromaquia supuso una beatífica catarsis para tanto desgarro humano y material. Fuera, no era menos: la gente quería identificarse con cuanto rodeaba al mito, pues el glamour alfombró siempre el garbo de sus elegantes pasos. Comenzaron a hacerse famosos y envidiados sus escarceos, más tarde devenidos en querencias noctámbulas.
El asceta, cuando quebranta su vida de sacrificio, no lo hace para entregarse a míseros pecados veniales; la tentación puede ser saciada, únicamente, abrevando en un pecado tan desproporcionado como la virtud abandonada. El torero, entregado a las renuncias de su profesión, necesita del equilibrio que le reporta la trasgresión, y ésta ha de ser equiparable en inmoralidad a la austeridad mantenida en el desempeño de su arte. Es como ir de una cumbre a otra, y en esos ascensos y descensos bipolares se recluta la energía que da cauce a la creación y a la decisión consciente de poner su vida en juego.
Manolete no fue menos. El campo estaba muy bien; la vida de sacrificio y orden satisfacía a la afición y, de paso, daba una imagen admirable de responsabilidad y vocación. Pero él –sin desdeñar el campo– saltó a la ciudad, a los peligros de la noche, los alcoholes y las madrugadas flamencas con Lola, Caracol, el Príncipe Gitano o Aurelio. Prestigió las veladas de Perico Chicote, rebosantes de mujeres de ensueño, y abandonadas a lujos que tan sólo podía sufragar la generosidad del estraperlo. Y dispuestas, si se trataba del Monstruo, a brindarle una noche de beneficencia.
Se abandonó, como en la más entregada de sus tardes, al sensual maleficio de su Antoñita (Lupe Sino, amate vampiresa, tan escandalosamente bella como crepuscular). Encarnó, tal vez sin pretenderlo, la aspiración nacional; todo lo deseado por cualquier español prófugo de las miserias, los racionamientos y las limitaciones impuestas por el régimen.
Su vida y obra creó, como ocurre con los genios, escuela dentro y fuera del círculo en el cual desplegó la transparencia de su verdad. El toreo todo, aceptó los nuevos clichés impuestos por el Califa cordobés. La calle también. Hasta el punto de llamar “Manolete” al modelo de Ray-Ban que usaba; “manoletinas” a esas breves zapatillas de señorita; y “amanoletado” al corte de un terno, el aire de un novillero o un simple perfil que evocase el suyo.
¿Cómo era posible, sin haber visto jamás al torero, que conservase una fragancia tan vívida de éste, dieciocho años después de su muerte? Supe entonces, con su foto entre las manos a modo de revelación, que el carisma de ciertos artistas era parecido al rebufo que dejan determinados perfumes. Que había esencias, cuyos efluvios flotaban inmarcesibles en el éter de los tiempos. Y que mis sueños de torero estarían, desde ese instante, aromatizados por los divinos bálsamos de Manolete.
LUIS FRANCISCO ESPLÁ, matador de toros. Se retiró de los ruedos en Madrid el año 2009.
NÚMERO DOS. OTOÑO. SEPTIEMBRE – DICIEMBRE. 2017