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Elegía a los toreros muertos

Un torero ha muerto, prendido como un fruto ajeno en el asta de aquel toro.
Es un espejo roto y en él expira nuestra imagen.
Un espejo seco, grano de albero solar, blanco azogue turbio, encandilado, un espejo mudo, cruel para la sangre, donde la verdad se apaga.
Un desierto que mide lo que mide el cuerpo que en él yace, vestido de luz, cuya luz también se apaga.
Voy, aquí, ahora, a cantar sus nombres: Iván Fandiño, Renato Motta, Víctor Barrio, Rodolfo Rodríguez: Abel Iván, Renato Abel, Abel Víctor, Rodolfo Abel.
“La sangre seca pronto:/la sangre de Caín. La de Abel, la de Cristo/no cesa de fluir”, reza un verso modesto de Bergamín, iluminado en clave de música callada.
Yace el torero muerto y yace aún después de su sepulcro y de su entierro, yace el torero muerto, negro en el corazón de nuestros corazones, yace como una tragedia inconmensurable, inasimilable, y vence con su dolor al duelo, más allá del duelo.
Es Pepe-Hillo arrastrado por la noche goyesca y es el torero que no tiene nombre, símbolo en mano, espada desasida, que Eduardo Manet puso a dormir eternamente sobre el atardecer de la representación en Occidente: allí esta el muerto universal, el que ha muerto no como Cristo en la ilusión de Iglesia por nosotros, sino que ha muerto con nosotros: retrato pardo, sombrío, de nuestra propia muerte, cuya herida apenas sangra bajo la mano que la cubre, dos estrellas bermejas en el cielo del pecho, lienzo blanco que enceguece toda resonancia, cítara de Ulises que se duerme ante el grito letal de las sirenas, esas bestias.
En ese espejo nos rompemos. Nos hemos roto en ese espejo.
Esta elegía al torero muerto viene de otra edad que quiere empeñarse en no dejar la nuestra: viene de la edad de todas las edades, viene del fondo misterioso de las dormidas estrellas que aún refulgen tras su muerte, de la brutal certeza de la vida que se hace y se aniquila en imperceptibles segundos.
Esta elegía al torero muerto viene de una edad que esta edad rechaza, transida por su miedo de la muerte, que de todas la edades viene y nos abarca y nos arrastra.
Cuando el inflatón salta, como el fauno en el contorno de su siesta , y en treinta y cinco millonésimas de segundo el universo empieza su improbable expansión hacia el templado calor de la existencia, hacia la sensible certeza de los cuerpos, salta con él cuántica la muerte, salta la vida en su segundo cúantico para intentar hacer duelos con su exaltación y con su fiesta.
La fiesta de los toros, nunca mejor llamada, es ese oficio menesteroso de templar la muerte en la que respira la naturaleza desde siempre: lo que emerge, lo que brota, lo que tiembla, lo que salta, lo que muere. Ese pulso nuestro que se esconde en la distensión inconmensurable de nuestro fallecimiento eterno, continuado.
Eran tres niños con nombre de novela de André Gide: Jacques Marsal, Marcel Ravidat, Georges Agniel. Eran tres adolescentes terribles que entraron en la insondable intimidad de las cavernas una tarde de septiembre de 1940, en Montignac. En la sala del pozo, entre el ábside y la sala del albero de Lascaux está la imagen del primer hombre que cae, la imagen primera de un hombre cuando cae: toro herido, pájaro solitario que se va a lo más salto, que no sufre compañía, que pone el pico en aire, que canta suavemente mientras muere.
La primera —la más Antigua— representación de un hombre que muere es esta del que cae ante el toro herido, por él muerto. La primera muerte. La muerte universal, la muerte nuestra: toda nuestra muerte anticipada desde la bruma espesa del lugar de donde procedemos, y donde nunca hemos estado.
Pero hemos inventado los engaños para colocar entre nosotros y la muerte la fluyente posibilidad del tiempo, para templar los furores mortales hemos puesto en obra la despaciosa invención de nuestras obras.
Y cada vez que ese lento tiempo viene a ser entre nosotros es la fiesta. También, por encima de todas las fiestas, porque de ello hace su cifra y su destino, es la fiesta de los toros.
Pero cada vez que ese lento tiempo se quiebra en el ahogo de su sangre mal vertida, que la arena saturniana absorbe con sed insaciable, es entonces la noche sin fondo y sin retorno que se dibuja en nosotros como una sombría eternidad provisoria.
Por eso caemos todos cuando cae como aquel hombre de Lascaux un hombre ante el furor del toro: todos, universalmente, también los ausentes, también los enemigos, también los que ignoran que también caen, que también mueren.
Hemos muerto muchas veces. Hemos muerto en un año tantas veces. Hemos muerto en el abismo de Víctor, Iván, Renatto, Rodolfo, Francisco, Yiyo, Ramón, Manolo, Joselito, Manolete, Hillo, Granero, Pepete, Ignacio vacilando sin alma por la niebla/tropezando con miles de pezuñas/como una larga, oscura, triste lengua/para formar un charco de agonía .
“Si el problema esencial al cual se esfuerzan por responder todas las religiones —escribe Leiris en su Espejo— es la neutralización de los males y principalmente de la muerte, el problema que deben abordar los constructores de espejos —es decir, aquellos que se hacen, con la creación estética o con cualquier otro medio, artesanos lúcidos de nuestras revelaciones— consistiría más bien en la asimilación de esos males, por los cuales apenas importa dejarse aruinar o corromperse, a condición de que se opere su transmutación mítica en fermentos de exaltación” .
No voy yo a exaltar la muerte del León de Orduña. No ceso, sin embargo, con la de todos los caídos por asta de toro, de cantar el duelo de mi propia muerte, de la muerte nuestra en ella.
No voy a buscar subterfugios de redención en la muerte del torero. Esta elegía no tiene atajos para la sublimación: cada vez que un torero cae prendido por un asta primal es la muerte toda y absoluta que nos cierne, porque allí también muere el toreo, que es la celebración de nuestra madrigal venida al laberinto de la vida.
El torero fue nuestro primer héroe. Y, cada vez que muere en su combate, es el último, el que se lleva en su vuelo el aire, que nos mantiene en el lugar donde estábamos. No se da el salto sin consecuencias. No se lanza Boutès al agua impunemente. No cae al ruedo quien allí cae sin riesgos letales o bienaventurada apuesta.
Un torero ha muerto, prendido como un fruto ajeno en el asta de aquel toro.
Es un espejo roto y en él expira nuestra imagen.
Un espejo seco, grano de albero solar, blanco azogue turbio, encandilado, un espejo mudo, cruel para la sangre donde la verdad se apaga.
Un desierto que mide lo que mide el cuerpo que en él yace, vestido de luz, cuya luz también se apaga.
Queda flotando esta pregunta como un trapo desgarrado entre nosotros, como flotaban los engaños cuando aún no habían sucumbido a la brutal indiferencia del pulso letal, ciego del toro. Queda esta música de birlibirloque anegada para un epitafio que no quiere encontrar ni su sepulcro ni su piedra: “¿Es verdad o no es verdad/que cuando la luz se apaga/se aclara la oscuridad?” .

LUIS PÉREZ-ORAMAS, escritor. Es curator de arte latinoamericano.

SEGUNDO AÑO. NUMERO CINCO. FERIAS. SEPTIEMBRE – DICIEMBRE. 2018