Después de tres años de andadura, llegamos al número 10 de Minotauro justo el mismo año en que se conmemora el centenario de la trágica muerte de Joselito el Gallo, la figura más emblemática y trascendental en toda la historia de la tauromaquia. Paradojas de la vida, tan significativa efeméride se ha de llevar a cabo en una temporada en la que muy probablemente, salvo que se puedan celebrar corridas en el otoño próximo, no habrá toros como consecuencia de la pandemia de la covid-19. Una macabra mueca del destino ha hecho coincidir, justo con un siglo de distancia, dos hitos trascendentales para la historia del toreo moderno y contemporáneo.
También este año —como todos los años desde 1920—, el 16 de mayo se guardará un minuto de silencio por el rey de los toreros en todas las plazas de toros de España, pero en esta ocasión estarán los tendidos tristemente vacíos y desolados. Este no es, ni mucho menos, el homenaje que habíamos imaginado y con el que habíamos fantaseado para honrar la memoria nuestro ídolo, pero las circunstancias son las que son: nos tenemos que adaptar a este «toro» (marcado con el nº 19) que nos ha tocado lidiar entre todos.
El actual cese de la actividad taurina es el primero que se produce en nuestro país desde hace más de un siglo, en concreto desde la epidemia de gripe de 1918. Ni siquiera durante la guerra se dejaron de celebrar festejos taurinos. La última corrida de aquella temporada de 1918 se celebró el 10 de octubre en Madrid; ocasión en la que por primera vez se concedió un rabo a un matador de toros en la historia taurina de la corte. El protagonista, no podía ser otro, Gallito, tras realizar una gran faena al toro Gorrión de Guadalest. A los cien años de su desaparición, las preguntas que desata son las mismas: ¿Cómo es posible que un toro matara de una cornada al torero más sabio, largo y poderoso de la historia? ¿Qué consecuencias se derivan de esta muerte para la historia del toreo del último siglo? Lo que en realidad conmemoramos en este 2020 es el centenario de un trauma reprimido; una herida fatal de la que la Fiesta no ha llegado a recuperarse nunca del todo. «Se acabaron los toros», le escribió Rafael Guerra a Rafael el Gallo en el impresionante telegrama de pésame por el hermano muerto. Y, de alguna forma, el Guerra llevaba razón. A partir de ese momento, la tauromaquia posterior no ha sido más que el retorno de lo reprimido desde Talavera. A partir de este momento, la tauromaquia posterior no ha sido más que el retorno de lo reprimido desde Talavera.
Tuvo que ser Gallito(el sabio, el apolíneo, el dominador absoluto de la Fiesta, la luz y guía del toreo) el que muriera de una cornada, cuando el que parecía destinado a tan trágico final era, justamente, la otra cara de la moneda: Juan Belmonte (el genio intuitivo, el dionisíaco, el heterodoxo y revolucionario, la sombra). A partir de este insospechado cambio de papeles, la tauromaquia del último siglo es el resultado deslumbrante de esta paradoja fundacional en el arte de torear. Como reconoció Belmonte, Joselito le ganó definitivamente la partida en Talavera, pero a qué precio.
Un siglo después de su muerte, Gallito sigue representando el paradigma, el espejo ideal, la expresión más terminada y cabal de lo que debió ser el arte de lidiar toros. Hoy, en plena incertidumbre ante el futuro de la Fiesta, no deja de asaltarnos la duda: ¿Cómo será la tauromaquia a partir de este Año Cero?