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Quizá lo etéreo es eterno

Hay un cierto alivio al contar con esas viejas películas donde se le ve sin colores y esas fotografías –ya coloreadas o no–, pero sobre todo, alivian las crónicas de buena prosa en caliente. Contamos con ello, mas qué triste es que ya no caminan por el mundo quienes pueden contar que lo vieron en vivo. Es tan enigmática su grandeza y leyenda que a menudo confundo su rostro si la imagen no lo toma de frente y me desconciertan mucho las fotografías donde no parece niño, allí donde se asoma un rostro que podría insinuar que José Gómez Gallito pudo haber llegado a viejo.

La buena literatura suele debatirse entre lo inverosímil y lo inverificable. A diferencia de eso que llaman no-ficción, es materia de novelas algo parecido a los sueños y con Joselito sucede algo similar: aunque consta que no es ficción, es etéreo y su eternidad se finca en una cadena de hubieras. Supongo que esa condición emana de la increíble noticia de su muerte en Talavera de la Reina, que así pasen más siglos seguirá llegando ardiente a los oídos siempre incrédulos, así como se escurren siempre entre los dedos la imaginación la narración en el vacío de quien llegó a presenciar una larga cordobesa que sólo conocemos como pintura de cartel antiguo.

Por ahí me quiero ir y dejar constancia de los asombros pendientes, de lo no pudo ser: verlo de viejo como llegamos a ver a Juan Belmonte o haberlo visto en México, como también vimos al de Triana, pero así como en el fondo no deseo imaginar la ancianidad de Marilyn Monroe es probable que no toleraría las arrugas en la imagen del joven sabio que llegó a encarnar el toreo. Nada menos y nada más.

Así como quedó pendiente el viaje imposible de Federico García Lorca en un buque que lo llevase de Granada al puerto de Veracruz y así como Antonio Muñoz Molina dedicó su ingreso a la Real Academia de la Lengua con una joya de discurso en honor de todos los muertos en el exilio que conforman la Irreal Academia, esa que no se ve ni participa en los diccionarios, así también queda el antojo de imaginar una tanda de naturales de José Gómez Ortega en el ruedo del viejo ruedo de El Toreo en la colonia Condesa de la Ciudad de México e imaginarlo todo: su cara ante la comida y la música, su lento caminar entre tanta gente y pienso entonces en un par al quiebro, no el que se puede ver en una vieja película donde Joselito sale andando como si no hubiese pasado por la faja un pequeño ferrocarril en berrendo, sino en un quiebro donde ejecuta el cambio en el instante de la reunión y levanta los brazos como Nureyev, pero no pone el par, deja pasar al toro y ese instante inasible se multiplica en la estética. Incluso, en la ética: pues al no herir con los arpones el lomo del burel, hasta los animalistas podrían aplaudir el instante indescriptible y el donaire con el que cambia el destino de la embestida ubica perfectamente a quienes reconocen el innegable valor eléctrico de los llamados Recortadores, mas olvidan que en el arte del birlibirloque se privilegia la gracia por encima de la atlética voluntad.

De haber ido a México, José Gómez Ortega quizá se habría sorprendido de escuchar en el son jarocho los palos del flamenco convertidos en fauna y quizá se habría embelesado con esa rara cornucopia de colores que son comida, y quizá también se habría hipnotizado con unos ojos tapatíos o la jerigonza enrevesada y cantinflesca, pero sobre todo nos habría ayudado a apuntalar la universalidad de su legado. Rodolfo Gaona por encima de todos sus posibles anfitriones alternantes se crecería en la memoria taurina donde a menudo se le soslaya, aunque soy de los aficionados que se alivian con la anécdota del día que ambos salieron por la puerta de arrastre de la vieja plaza de Madrid, mientras Belmonte era izado en hombros; “Los dos solos” había gritado el tendido cuando bañaban al de Triana en Banderillas y así, “Los dos solos” salieron andando sin clamores cuando Belmonte decidió alargar la quijada en un faenón al sexto de la tarde.

Los artistas suelen guardar en secreto ese instante de grandeza suprema que no se puede compartir con nadie. El grande de veras dirá que el mejor pase que logró ejecutar en una tanda fue precisamente el que no se dio, sustituido por un improvisado forzado de pecho como remate o simplemente porque no se hilaron las estrellas como para trazarlo. Así sucede con Gallito, que de tan grande se volvió estatua y al mismo tiempo, etéreo. Quizá por ello, es eterno.

 

Jorge F. Hernández es escritor