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Lidiar al behemot

En las biblias –lo mismo en la hebrea que en los Evangelios– hay toros. No demasiados, hay que decirlo. En la biblia cristiana se consiguen, si acaso, apenas cuatro o cinco pasajes en los que se menciona alguno. Todos ellos, en contextos sacrificiales. Nada de toros reinando en el prado, ni de bestias prodigiosas dominando la tierra à la Altamira, ni de becerros sagrados que recuerden a Apis, el toro divino menfita, concebido en el vientre de su madre Hathor gracias a un rayo de luz celeste. Los toros que conseguimos en los Evangelios y en la literatura paulina son todos ellos criaturas conducidas dócilmente a la muerte, al modo paradigmático del cordero. En la Carta a los Hebreos, por ejemplo, Pablo menciona «la sangre de los toros y las cenizas de la ternera» (Cf. Heb. 9, 13-15), refiriéndose a las ofrendas de sangre y carne en el templo de Jerusalén. Sacerdotes, que no matadores, están invariablemente a cargo de rociar, con la sangre de los bueyes sacrificados, los cuernos –claramente bovinos– del altar de Dios. En abierto contraste con la mansedumbre del buey sacrificado, la biblia hebrea, de cuando en cuando –tímidamente, como tratando de separarse del culto zoomorfo, sorteando becerros de oro con metáforas por capotes–, compara a Dios con un toro: «Dios los sacó de Egipto con la fuerza de un toro salvaje»; esto es, de un re’em, como se lee en el hebreo original (Núm. 23, 22). La bravura no sólo existe en el ruedo, sino que en la biblia hebrea también es un atributo divino.

 

El texto original griego de la Carta a los Hebreos usa la palabra tauros para referirse al animal sacrificado. Pero es claro que el autor –sea Pablo o Apolos– no está invocando al toro salvaje (re’em) del libro de los Números. Varios autores han señalado que el re’em bíblico es un auroch, un uro eurasiático, el bos primigenius primigenius. La Carta a los Hebreos refiere no a esta bestia legendaria –tan legendaria que en algunas traducciones es confundida con un unicornio–, sino a un buey, tan sacrificable como la cabra en las culturas mediterráneas. Esta, tauros, es la misma palabra que utiliza Mateo (Cf. Mt. 22, 4) para hablar del animal muerto y consumido en la popular parábola de las bodas, en la que vemos a un rey preparando la celebración de las nupcias de su hijo: «Digan a los invitados que ya tengo preparado el banquete. He hecho matar mis toros (tauroi) y reses cebadas (sitista) y está todo a punto». Lo mismo sucede en los Hechos de los Apóstoles, que recuerda las procesiones y sacrificios comúnmente celebrados en Listra: «El sacerdote de Zeus», cuenta Lucas, «cuyo templo estaba a la entrada de la ciudad, llevó ante las puertas toros (taurous) adornados con guirnaldas». Todas estas bestias, a pesar de que el griego bíblico insista en llamarlos «toros» –como ignorando por completo el bous con el que el griego clásico se refiere siempre al buey– no son toros. Lejos de ser tauroi, estos animales no son sino bueyes, bestias domésticas cuya mansedumbre los ubica en las antípodas del toro bravo, criaturas destinadas al trabajo doméstico y a la ocasional hecatombe.

 

En la biblia hebrea los bueyes no escasean. Son, además, objeto de algunas de las más sofisticadas codificaciones jurídicas del mundo antiguo. El libro del Éxodo, por ejemplo, sobreabunda en detalles a propósito de qué hacer con un buey que, por algún milagro, quizá atribuible a la memoria filogenética de la bestia –una especie de destello súbito, inesperado, del re’em primigenio–, se atreva a cornear a alguien. Esto es, que el espíritu de la ley bíblica –contrario a lo que indica el Reglamento Taurino– castiga –en lugar de indultar– al animal que embiste divinamente. Pero, a pesar de esta tendencia jurídica a castigar al animal prodigioso y mantenerlo en los límites de la domesticidad, en la biblia hebrea hay también toros bravos. Cuando abandona el ideal legal, la Escritura permite a la justicia imponerse por la fuerza, como manifestación desnuda de poder. No sólo confiesa el salmista su angustia cuando dice estar rodeado por los «toros fuertes de Basán» (Cf. Sal. 22, 12) sino que el libro de Job cierra con una escena que podríamos imaginar como una especie de lidia primigenia, en la que Dios responde a la solicitud de justicia de Job con un despliegue de poder que casi podríamos describir como puro, bruto. Lejos de hacerle justicia, y en lugar de explicar por qué los justos también caen en desgracia, Dios muestra a Job cómo sólo él es capaz de domeñar al Behemot, el arquetipo del bos primigenius primigenius, como si se tratase de un buey más. En el texto, Dios «taladra con ganchos la nariz» de la bestia (Cf. Job. 40, 24). Dios –y sólo él– anilla al uro primero. Este es su única respuesta ante la angustia de Job.

 

El libro de Job se refiere al dios bíblico usando uno de sus nombres ancestrales: El-Shaddai. Se trata de un nombre casi preisraelita que sugiere que los sucesos narrados en el libro transcurren en el alba de los tiempos, precisamente el tiempo primordial que evoca la lidia, el tiempo predoméstico en el que el hombre se enfrenta inevitablemente a los poderes desnudos de la bestia y de lo divino –de lo bestial como divino, y de lo divino como bestial– por igual. Más aún, en el texto, El-Shaddai describe a este re’em, a este primer auroch que es Behemot, como si fuese un toro paciendo en la dehesa, a la espera de la faena por venir: «Ahí tienes a Behemot», dice Dios a Job, «a quien creé, igual que a ti; come hierba, lo mismo que el buey. Es primicia de las obras de Dios, su hacedor lo amenazó con la espada. Los montes le pagan tributo, junto a él retozan las bestias. Se tumba arropado por los lotos, oculto en los carrizos de la marisma; los lotos le proporcionan sombra, los sauces del río lo protegen».

 

En Lo abierto, un libro dedicado a lo humano y lo animal, Giorgio Agamben describe una biblia hebrea del siglo xiii, conservada en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, que dice contiene miniaturas preciosas. La última página de uno de los códices está ilustrada con tres imágenes correspondientes a las tres bestias primigenias: el ave-grifo Ziz (mencionada una sola vez en toda la Biblia, en el salmo 50), el pez-serpiente-marina Leviatán, y el toro-auroch-unicornio Behemot («Bégimo», en algunas transliteraciones). La literatura rabínica señala que en los días del Mesías los justos, que han respetado las prescripciones de la Torá durante toda su vida, comerán de la carne de estas tres bestias magníficas sin preocuparse de si han sido muertas y preparadas para la ingesta de acuerdo a las leyes dietéticas del Kashrut o no. La pregunta es, desde luego, quién sería lo suficientemente poderoso y diestro como para poder matarlas. La respuesta, claro, es «Dios». Así, Dios aparece en la tradición bíblica no sólo como el criador primigenio de la res –«ahí tienes a Behemot, a quien creé, igual que a ti»—, sino también como su matador, que le enfrentaría y daría muerte en el ruedo cósmico al final de los tiempos.

 

Es famoso el pésame que Guerrita dio a Rafael Gómez al enterarse de la muerte de su hermano menor, el niño prodigio del toreo, Joselito el Gallo, en la plaza de toros de Talavera: «¡Se acabaron los toros!». La muerte de Joselito es para Guerrita la señal no sólo del fin de la Edad de Oro del toreo sino, tanto más gravemente, del tiempo de los toros. Pero si el toro ha estado ahí desde el día primero, el fin del tiempo de los toros es el fin de los tiempos, sin más. «Se acabaron los toros» es lo mismo que decir que Dios ha matado al Behemot para servirlo en el banquete del fin de los días. Quizá haya que reconocer en Bailaor, el negro burriciego capaz de matar al más completo de los toreros, al Behemot de la fiesta brava. No en vano estaba el animal marcado, como un anuncio, con el número siete –el número del séptimo día de la semana, del sabbat, del día que prefigura el descanso eterno y definitivo, el fin del tiempo.

 

Daniel R. Esparza es filósofo

CUARTO AÑO. NÚMERO ONCE. OTOÑO. SEPTIEMBRE – DICIEMBRE. 2020