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¿Acabará Urtasun con los toros?

¿Una escena taurina en La casa de papel? Las interrogaciones identifican el revuelo con que el abstracto movimiento antitaurino ha denunciado el desenlace de la última entrega de la serie española más popular y más idolatrada entre las generaciones de jóvenes de ultramar.

 

Y no es que aparezca una faena como tal o un toro ensangrentado, pero el protagonista de Berlín —así se llama el spin off del serial viral— aparece conversando con un colega en los tendidos de la plaza de Aranjuez mientras un matador anónimo torea de salón sobre la candente arena.

 

Suficiente para haberse provocado la indignación antitaurina en el hedor de las redes sociales, aunque la variante más atractiva de la polémica concierne a la naturalidad con que una serie comercial alude a la tauromaquia. No en sentido transgresor ni provocador, sino como un pasaje costumbrista que describe en sí mismo la normalización de los toros, hasta el extremo de preguntarnos si está sucumbiendo el acoso prohibicionista y si el histerismo animalista ha perdido la beligerancia de antaño.

 

Se ha propuesto el ministro Urtasun recalentar el debate abusando de sus opiniones personales y convirtiendo la tauromaquia en una batalla megalómana y providencialista, entre otras razones porque la escasez de responsabilidades específicas en la cartera de Cultura predispone la tentación de las medidas paternalistas y las iniciativas ideológicas, incluida la exhumación de la leyenda negra en nombre del honor indigenista.

 

Conviene recordar que el ministro Iceta votó contra la prohibición de los toros en Cataluña por mucho que la promoviera el socialista Montilla. Y que Urtasun se adhirió a la causa abolicionista, no tanto por la conciencia animalista como por las connotaciones identitarias de la españolada.

 

Es el contexto embrionario en que se ha arraigado el plan de acoso a los toros, aunque no va a resultarle sencillo a Urtasun perpetrar la ejecución, por mucho que resida en la Moncloa un presidente explícitamente antitaurino.

 

El primer motivo consiste en las obligaciones institucionales. Los toros dependen del Ministerio de Cultura no para exterminarlos, sino para protegerlos y fomentarlos. Sabemos que la izquierda los ha degradado al cuarto oscuro y que los ha boicoteado de todas las maneras posibles, pero resulta extravagante que Urtasun incurra en una prevaricación política y que él mismo fomente la implosión en lugar se sujetarse a las formalidades.

 

El segundo motivo radica en la ley animalista que Unidas Podemos y los socialistas aprobaron en el desenlace de la pasada legislatura. Hubiera sido la ocasión más propicia a la aplicación de la doctrina abolicionista, pero Sánchez no se atrevió a presionar el botón rojo. Se lo podían restregar en las urnas los votantes de las comunidades más taurinas, aunque la prudencia del patrón monclovense también respondía a un cierto escrúpulo institucional: los toros son un bien cultural reconocido, un patrimonio inmaterial homologado y hasta un derecho constitucional sancionado por las eminencias del Tribunal Constitucional.

 

El tercer motivo es la precariedad del puesto que ocupa el propio Urtasun. No se le ha concedido la cartera por su espesor cultural ni por la amplitud de su intelecto, sino por el reparto y asignación de ministerios menores. Sumar se ha resignado a la pedrea que conlleva la cohabitación del sanchismo. Y Cultura es un premio de consolación secundario cuya precariedad se identifica en la «okupación» efímera del cargo. La estadística de cinco ministros en cinco años demuestra que Ernest Urtasun ya tiene cara de exministro, por mucho revuelo que provoquen sus declaraciones y se postule en las expectativas incendiarias de un activista.

 

Y el cuarto motivo es el estado de ánimo de la sociedad respecto al expediente de la tauromaquia. No hace falta una encuesta de Tezanos para percatarse de ciertas novedades socioculturales. Es una evidencia la afluencia del público joven a las plazas de toros en la devoción a la figura de Roca Rey y en la rebeldía que connota la reputación contracultural de la tauromaquia. La propia incomodidad que suscitan los toros ha contribuido a fortalecerlos en su capacidad escandalizadora y corrosiva, como se desprende de la adhesión de unas cuantas personalidades iconoclastas —Angélica Liddell, Albert Serra, Miquel Barceló…— cuya idiosincrasia vanguardista discrepa de la horrorosa defensa patriotera de Vox.

 

Ha sido una desgracia para los toros que Abascal se haya puesto a defenderlos con su pectoral de legionario. Y que los haya convertido en munición identitaria y en españolada cañí, cuando la personalidad de la tauromaquia se reconoce en la transgresión, en la radicalidad estética y en la liturgia compartida del Mediterráneo, lejos de la orilla del casticismo.

 

Quizá convendría recordarle al nuevo ministro Urtasun el reciente centenario del nacimiento de Jorge Semprún; no sólo porque fue un ilustre ministro de Cultura cuando la Cultura no era un cliché de la izquierda, sino porque el escritor pudo esconderse en su día de la persecución franquista gracias, precisamente, al refugio de la calle Ferraz que le habilitaron los toreros de la familia Dominguín.

 

Los taurinos nos hemos convertido en una minoría. Una minoría aguerrida cuya mala reputación resulta atractiva y cuyas reacciones hostiles parecen encontrarse más aletargadas. Se diría que el tabú de la tauromaquia está en situación de desmoronarse. Que la boda fallida de Juan Ortega ha puesto de luces la actualidad. Y que las alusiones a la tauromaquia en La casa de papel sólo han escandalizado a los activistas y los hooligans.

 

Ruben Amón es escritor y curador de arte