El 5 de mayo de 1884, encontrándose Friedrich Nietzsche (1844-1900) en la ciudad francesa de Niza, invita a Resa von Schirnhofer, reconocida activista del feminismo, vegetariana y defensora de los animales, a presenciar una corrida de toros en dicha localidad de la Costa Azul. Será la única ocasión en que el autor de El nacimiento de la tragedia tenga la oportunidad de presenciar una tarde de toros.
Por desgracia, la corrida resulta ser incruenta, es decir, sin muerte ni caballos, lo cual provoca en ambos cierta hilaridad al ser aquel un espectáculo tan alejado de lo que esperaban. La compañera de Nietzsche en aquella ocasión lo describe así: «Pronto, sin embargo, esa mansa escaramuza nos pareció una caricatura de la corrida de toros». Cabe destacar que en un escrito posterior la propia Resa dejará constancia de su sorpresa al sentir «en profundidades inconscientes, un fuerte deseo de ver una auténtica corrida de toros española con todo su impresionante esplendor y grandeza».
Ocurre a su vez un hecho reseñable: durante la corrida, la banda de música toca el preludio e intermezzo de la ópera Carmen. Según cuenta posteriormente Resa, en ese momento Nietzsche entra en un estado casi de éxtasis escuchando los acordes de la obra maestra de Bizet. Con posterioridad, será precisamente esta obra la que le sirva como ejemplo opuesto a la música de Wagner. Cabe recordar que en la ópera Carmen dos de los protagonistas principales son un «toreador» y una gitana; que el tercer acto transcurre íntegramente en una plaza de toros; y que acaba con el triunfo entre vítores del torero, mientras asesinan a su amada.
Dos días después de asistir a la corrida de toros en Niza, se publica la segunda parte de Así habló Zaratustra, donde encontramos la primera referencia explícita de Nietzsche a las corridas de toros: «El hombre es, en efecto, el más cruel de todos los animales. Como más a gusto se ha sentido hasta ahora el hombre en la tierra ha sido asistiendo a tragedias, corridas de toros y crucifixiones; y cuando inventó el infierno, he aquí que éste fue su cielo en la tierra». Pocas líneas después afirma: «Yo mismo ¿quiero ser con esto el acusador del hombre? Ay, animales míos, esto es lo único que he aprendido hasta ahora, el hombre necesita, para sus mejores cosas, de lo peor que hay en él».
No será ésta su única referencia al mundo de los toros. En Mas allá del bien y del mal afirma lo siguiente: «Tenemos que cambiar de ideas acerca de la crueldad y abrir los ojos. Casi todo lo que nosotros denominamos “cultura superior” se basa en la espiritualización y profundización de la crueldad. Lo que constituye la dolorosa voluptuosidad de la tragedia es crueldad; lo que produce un efecto agradable en la llamada compasión trágica y, en el fondo, incluso en todo lo sublime, hasta llegar a los más altos y delicados estremecimientos de la metafísica, eso recibe su dulzura únicamente del ingrediente de crueldad que lleva mezclado. Lo que disfrutaba el romano en el circo, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español ante las hogueras o en las corridas de toros, el japonés de hoy que se aglomera para ver la tragedia, el trabajador del suburbio de París que tiene nostalgia de revoluciones sangrientas, la wagneriana que “aguanta”, con la voluntad en vilo, Tristán e Isolda, lo que todos esos disfrutan y aspiran a beber con un ardor misterioso son los brebajes aromáticos de la gran Circe llamada “Crueldad”».
Según Nietzsche, para que surja lo trágico han de fundirse lo apolíneo, que simboliza la belleza, la medida, lo racional, con lo dionisíaco, que representa la embriaguez, el éxtasis, lo cruel. Se trata de una lucha de contrarios en la que, tal y como afirmaba el propio Nietzsche, «la difícil relación entre ambos se podría simbolizar mediante un vínculo fraternal de las dos deidades: Dionisio habla el lenguaje de Apolo; pero Apolo al final habla el lenguaje de Dionisio, con lo que se ha alcanzado el fin supremo de la tragedia y del arte en general». El arte trágico no oculta la realidad, sino que la celebra en toda su terrible crudeza, abrazando así lo dionisíaco.
Trasladando esta idea a lo taurino, el toro, salvaje y bravo, debe ser sometido con poder por el torero, es decir, por la razón. Es entonces cuando en ocasiones surge el «misterio»: el toro embiste con belleza, sometido a cada muletazo, mientras que lo dionisíaco se apodera del torero que se abandona entregándose a lo mistérico, en una danza casi imposible en la que toro y torero se funden en un solo cuerpo. Y así se llega al acto final, la muerte, presente siempre durante toda la corrida. Porque sólo con la muerte puede haber verdad. Como bien decía Nietzsche, sólo la muerte puede afirmar la vida
A este abandono de sí mismo, a este acontecer dionisíaco, en España lo llamamos «duende». Federico García Lorca, gran admirador de Nietzsche, en su famosa conferencia Juego y teoría del duende (Buenos Aires, 1933) afirma lo siguiente: «El espíritu de la Tierra, el mismo duende que abrasó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente de Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misterios griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la seguidilla de Silverio». Y es que, como bien sabemos, donde resulta más fácil encontrar el duende es en un tablao flamenco o en una plaza de toros.
Pero, ¿qué es el duende? Aquello que Goethe definió como «poder misterioso que todos sienten y ningún filósofo explica», o como dice García Lorca «el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar». En definitiva, lucha de contrarios y voluntad de poder, conceptos clave en el pensamiento de Nietzsche.
Cuando el torero se abandona frente al toro y hace su fugitiva aparición el duende, buscará volver a sentir ese arrebato, aceptando así el eterno retorno del que hablaba Nietzsche. A pesar del dolor y del fracaso, cada tarde el torero repite el paseíllo, la liturgia, el rito que siempre es igual, lo mismo cada nueva corrida, en busca de revivir ese instante, de volver a encontrarse con Dionisos. Y por ese mismo motivo los aficionados acudimos a las plazas, para volver a sentir ese pellizco que provoca los olés, ese éxtasis colectivo que resulta sobrecogedor. En ese instante todo es afirmación; aceptamos la vida entera por poder vivir ese momento una vez más. El mundo, la vida, toda la realidad cobra sentido. Y qué decir del causante de todo ello, es decir, del torero. Ya nada es lo mismo después de haber sido capaz de crear una obra de arte poniendo en riesgo su propia vida. Ha bailado con la muerte y ha salido victorioso. Y sale de la plaza distinto, transformado; ha superado sus límites, ha vencido sus miedos, su mirada es diferente, sus gestos, hasta los andares son distintos. Ya es un héroe trágico, ha aceptado el eterno retorno, es un Ubermesch.
En palabras de Nietzsch, «el hombre irradia un brillo sobrenatural: se siente como un dios, incluso marcha con el arrobo y la sublimidad de los dioses que ha visto en sus sueños; el hombre deja de ser artista, él mismo se convierte en obra de arte; para supremo deleite de la unidad originaria, el poder estético de la naturaleza toda se manifiesta aquí bajo el estremecimiento de esta embriaguez».
A su vez, Nietzsche receta «vivir en peligro»; no hay mejor ejemplo que el torero para representar esta máxima. Ningún otro oficio ni arte actual puede resultar más cercano al peligro, más expuesto a la muerte que el de aquel que se viste de luces. Pero para eso el maestro debe actuar sin trampas, con naturalidad y dejando que el peligro le roce en todo momento. Ningún acto representa mejor La voluntad de poder que el del hombre enfrentándose a un toro bravo. La voluntad de poder como instinto creador.
Dentro de la plaza de toros se produce el arte que Nietzsche ansiaba. El bello arte que nos ocupa, la tauromaquia, es un arte de creación y aniquilación: hay crueldad, hay sangre, hay dolor, pero también infinita belleza, una belleza que traspasa los sentidos rompiéndonos el alma. Un arte que nos acerca a lo más auténtico del ser humano, a sus instintos Un arte que nos eriza la piel, nos encoge el estómago y en ocasiones nos llega a provocar el delirio más allá del bien y del mal.
Tal y como sentenció Nietzsche, «sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo».
CÉSAR USÁN, aficionado. Actualmente está rodando un documental sobre el torero Rubén Sanz