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No se puede hacer más lento

Tenía pendiente la buena reputación de Ortega una faena de consagración. Cuajar un toro en Madrid. O en Sevilla. Y lo hizo el pasado 15 de abril en la arena de La Maestranza con todos los síntomas y honores de un acontecimiento que sacude los cimientos del escalafón.

 

Juan Ortega se ha convertido en la mayor atracción de la temporada por razones puramente taurinas. Las puramente antitaurinas se fueron consumiendo después de haberse aletargado el culebrón de la espantada nupcial en Jerez de la Frontera. Decidió el maestro ausentarse del altar mayor in extremis, el pasado mes de diciembre, y el revuelo de la noticia dio lugar a un inesperado debate nacional que no desaprovecharon los medios del corazón ni los programas de mayor audiencia.

 

Y no es que Ortega fuera un matador desconocido. Había adquirido cartel y prestigio entre los aficionados cabales, pero nunca hasta el extremo de convertirse en una referencia del escalafón. Torero de minorías. Exquisito. Y titular de una ejecutoria titubeante que necesitaba la repercusión de un salto cualitativo. Ortega ya había conmovido La Maestranza con el pasmo de su capote. Y volvió a prodigarlo el 15A en un quite por tafalleras, pero el acontecimiento sobrevino con la muleta.

 

Se desmayaba el maestro con la mano izquierda. Toreaba con poder y hondura en estado de genuflexión. Hilvanaba y ligaba los derechazos con una asombrosa despaciosidad. Inspiración, personalidad, estética, naturalidad. La forma y el fondo conjugaron una faena de época. Distinta a todas porque Ortega torea más despacio que nadie.

 

Sólo faltaba la solemnidad del pasodoble «Manolete». La percibió el maestro —la percibimos todos— como la banda sonora más idónea para la revelación. De acuerdo que Ortega nació en Triana (como Cagancho, Curro Puya y Chicuelo) hace 33 años, pero se hizo torero en el patio de los califas.

 

Y fue también en Córdoba donde amanecieron sus condiciones. Se las advirtieron a los nueve años sus profesores en la Escuela de Tauromaquia, pero la carrera de altibajos Ortega no es la de un niño prodigio, sino la de un prodigio adulto que se ha reivindicado en la madurez.

 

Porque estaba más o menos desahuciado. La alternativa en Pozoblanco de manos de Enrique Ponce (2014) no le concedió demasiada continuidad. Hizo bien en terminar los estudios de ingeniero agrónomo y en aceptar una oportunidad desesperada en Las Ventas el 15 de agosto de 2018. La oreja que arrancó al toro de Valdefresno le puso en órbita, tanto como lo hizo una faena excepcional cobrada en Linares en la anomalía de la pandemia (2020). Las cámaras de Movistar documentaron el acontecimiento. Y sirvieron de pretexto al relanzamiento de una carrera que parecía condenada a la marginalidad o la condescendencia del buen ambiente.

 

De hecho, la explosión mayúscula de Ortega se ha precipitado diez años después de haber tomado la alternativa. La hegemonía del morantismo abrumaba a los toreros de arte, pero el delfín de Triana ha conseguido postularse a la sucesión. Estuvo en el ruedo de La Maestranza cuando Morante cortó el rabo el pasado año. Y fue Morante esta vez quien asistió desde el callejón a la insolencia creativa del colega sevillano, compañero de cartel también en esta ocasión. La pureza de los muletazos se correspondía con la inverosímil despaciosidad. Cuestión de ritmo, de cadencia. De mucho valor (nada más peligroso que embraguetarse al ralentí). Y de sentido de la medida, incluido el estoconazo con el que remató su obra.

 

Resulta que Ortega también ha aprendido a resolver el trance de la suerte suprema. No se le escapan los toros que cuaja. El pragmatismo le distingue de los colegas artistas. Y lleva gente a las plazas. No tanta como Roca Rey, pero mucha más de la que arrastran los toreros de su estirpe.

 

Se ha puesto las cosas difíciles a sí mismo Juan Ortega, pero la cuna de Triana y la forja cordobesa sobrentienden una aleación de desgarro y senequismo que el maestro somatiza en muletazos eternos, evocando el estribillo que el mago argentino René Lavand —puesto que de magia hablamos— mencionaba en todas sus proezas: «No se puede hacer más lento».