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Seis propuestas para el próximo milenio

La versión cinematográfica de Dune (2021), dirigida por el francés Denis Villeneuve, sorprendió en su día a muchos espectadores al incluir distintos elementos relacionados con la tauromaquia. La película de ciencia ficción, basada en una novela de Frank Herbert y ambientada en un futuro lejano con un anacronismo deslumbrante, muestra un cuadro en el que aparece un personaje ataviado con un vestido de luces. La pintura —que recuerda ligeramente, aunque en versión barata y torpe, al maravilloso retrato del Papa Negro pintado por Baldomero Moreno Ressendi— aparece en los primeros minutos del largometraje, cuando Paul (Timothée Chalamet) se encuentra en el planeta Caladan.

 

Corre el año 10191. También salen en pantalla una estatuilla de líneas geométricas que representa a un torero dándole un derechazo a un morlaco descomunal y la cabeza disecada de un toro colgada en una pared. Más allá de las implicaciones de la tauromaquia en Dune, resulta enormemente llamativa (y atractiva) la hipótesis de que el arte de la tauromaquia pudiera llegar a los años diez mil ciento y pico tan fresco, lozano, bizarro, extemporáneo y anacrónico como siempre. De ahí la necesidad de proponer, siguiendo la estela del gran Italo Calvino, seis propuestas para el próximo milenio, pero en este caso pensando en el futuro de la Fiesta.

 

  1. Levedad

 

Con el ánimo de liberar a la tauromaquia del peso (tanto en el ámbito subjetivo como objetivo) y alejarla de la pesadez del relato escrito al hilo de la actualidad, del lenguaje tan cursi y sobado utilizado por la mayoría de los críticos taurinos, de lo rotundo y grave en la argumentación de ciertos defensores de unas supuestas esencias taurómacas que, en realidad, nunca existieron, de lo serio y denso del viejo aficionado que siempre está con la misma monserga de que «esto ya no es lo que era», de lo frívolo, lo vago y lo impreciso de esos comentaristas cuyo entusiasmo ante los micrófonos acaba resultando tan empalagoso como irritante, y de la vacuidad en las formas argumentativas de todos ellos, se trata de reivindicar la levedad como un valor, como reacción al peso de vivir, asociada con la precisión, la exactitud y la determinación, no con la vaguedad y el abandonarse al azar de los tópicos más manidos.

 

Rasgo de capital importancia, por tanto, para que la tauromaquia se revitalice y renueve, pudiendo emprender así un vuelo seguro con las alas de la ligereza para ingresar y sostenerse en un presente confundido por el exceso de información, la algarabía parlanchina de lo pragmático y lo utilitario, así como por las promesas de la inteligencia artificial aplicada al arte y la creación. Los últimos artistas en ser sustituidos por la IA serán, si duda alguna, los toreros. Todos somos contingentes, pero, al menos por el momento, ellos siguen siendo necesarios para poder echar a volar la imaginación.

 

  1. Rapidez

 

Italo Calvino recomienda: «Apresúrate despacio». En tauromaquia nos remitimos a aquellas «prisas muy sosegadas» con las que José Daza (Precisos manejos, 1777) recomendaba ya en el siglo xviii ejecutar algunas suertes. La rapidez (que no desconoce la dilación, el retardo y la demora), concebida como relación entre velocidad física y velocidad mental, y que involucra conceptos como movimiento, brevedad, tiempo, sucesión rápida de hechos, discurrir, razonamiento, rapidez y concisión de estilo, rapidez de pensamiento, agilidad, movilidad y desenvoltura (matizados de divagaciones o digresiones delante de la cara del toro, ya que éstas permiten aplazar la conclusión antes del espadazo final). Preferencia por las formas breves y concisas, pero esenciales. Un sentido económico en los movimientos es característico de los buenos toreros. Valores todos ellos que debe animar la tauromaquia del presente milenio, igual que lo hicieron en el anterior. Recuperemos para el futuro el arte del temple. El tiempo de la imaginación —no el tiempo que miden los relojes, ni tampoco el tiempo que nos da vida y nos la quita—, es el tiempo propicio para la Fiesta por antonomasia, o sea, la fiesta de los toros, y el tiempo propicio para la tertulia, o sea, la reunión para compartir nuestras distintas imaginaciones. Tanto a los toros como a la tertulia posterior vamos con todas las consecuencias, es decir, a sabiendas de que estamos allí para perder el tiempo. No cabe mayor acto de resistencia y hecho contracultural dentro del actual estado de cosas.

 

  1. Exactitud

 

Diseño bien definido y calculado de la obra. La corrida de toros como evocación de imágenes nítidas, cristalinas, incisivas, memorables; el lenguaje taurino más preciso posible como léxico y como expresión de los matices del pensamiento y de la imaginación. La exactitud implica una predilección por las formas geométricas, por las simetrías, por las series, por la combinatoria, por las proporciones numéricas. El toreo ha de darse de forma natural y en la mayor de las igualdades posibles entre toro y torero. Cuanto más se respeta la norma, más belleza. Todos estos conceptos se pueden valorar perfectamente atendiendo a una cuestión técnica esencial: la geometría. Aquí cobra todo el sentido que Ortega y Gasset dijera en su día aquello de que a una plaza de toros «el que no sepa geometría no puede entrar». Para Paul Válery («poeta del rigor impasible de la mente», en palabras de Calvino) el espíritu humano puede «realizarse en la forma más exacta y rigurosa». El poeta francés pone frente al dolor a uno de sus personajes, «haciéndole combatir el sufrimiento físico mediante un ejercicio de abstracción geométrica». Eso es justamente el toreo: un ejercicio de abstracción geométrica… en el que el ejecutante se juega la vida. La tauromaquia que conlleve este ideal de abstracción y exactitud geométrica será el paraíso donde el arte del toreo llegue a ser lo que debe ser en el próximo milenio. Un ideal que, por otra parte, no es nuevo. En su Manual de tauromaquia (1882) ya lo advirtió Juan Sánchez Lozano: «Consistiendo todas las reglas del arte de torear en hacer a tiempo los correspondientes movimientos para librarse del toro». Ni más ni menos.

 

  1. Visibilidad

 

La visibilidad nos advierte del peligro que implica perder la facultad de pensar, enfocar y describir imágenes visuales, de perder el poder de la imaginación. La visibilidad es un valor que se ha de salvar porque es una llamada de alerta para evitar la pérdida de las imágenes visuales internas, propias, producto de nuestra alta fantasía, y con ello impedir que sigamos siendo contaminados con las imágenes prefabricadas que pretende imponernos el contexto mediocre y banal exterior al círculo mágico de la plaza. El cultivo y fortalecimiento de las imágenes íntimas que acaba poblando la imaginación del aficionado después de muchos años viendo corridas de toros requiere de una pedagogía sobre uno mismo, una autopedagogía de la imaginación para controlar la visión interior, evitando que se enmarañe, procurando que esas imágenes cristalicen en una forma bien definida, memorable, autosuficiente. En el pensamiento chino, el Ser no es más que su propio aparecer inestable, huidizo, frágil y precario, deslizándose entre el «hay» y el «ya no hay». Lo decía José Bergamín en relación al toreo, un arte que siempre se resuelve y verifica finalmente en un «visto y no visto». A veces lo escuchamos en los tendidos: «¡Que se vea!», grita el aficionado vocinglero y anónimo. Pero, ¿qué es exactamente lo que hay que ver?, ¿qué es aquello que el matador de toros ha de mostrar con su faena?, ¿qué es, a fin de cuentas, lo que espera ver la muchedumbre expectante? Un repertorio de imágenes que acabarán cristalizando en la memoria.

 

  1. Multiplicidad

 

A lo largo de su historia, el arte del toreo se destila a través de una medida del tiempo única, nueva y vieja a la vez. Anacronismo hecho cuerpo: esta es la auténtica materia y memoria del arte del toreo. En algunos momentos fulgurantes —esos que los aficionados siempre andan buscando cuando acuden a una plaza de toros— asistimos fascinados a la superposición de diferentes estratos temporales: en un solo gesto de deslumbrante fugacidad, el matador (Morante, pongamos por caso) es capaz de sintetizar con gracia y naturalidad los últimos ciento y pico años de evolución de la tauromaquia. La modernidad del toreo en el próximo milenio deberá ser, utilizando una expresión de Georges Didi-Huberman, una «modernidad anacrónica», lo que posibilitará ese encuentro de tiempos heterogéneos que siempre andamos buscando los aficionados. Superposición de distintas temporalidades, de épocas variadas, como aromas superpuestos para crear una nueva fragancia; torear, en fin, con un nuevo aire. Se hace necesario insistir en lo relativo a la figura anacrónica del matador de toros en estos tiempos de metaverso y realidad virtual. El torero es un ser desplazado en el tiempo y, a la vez, un ser con tiempo incorporado dentro de sí. En la plaza de toros asistimos a la múltiple superposición de temporalidades diferentes. Los mejores toreros son aquellos que consiguen superponer en un solo gesto cuajado de torería distintos tiempos históricos, provenientes de todo ese amplio imaginario en que se basa la tauromaquia entendida como arte. Multiplicidad: esta es la razón por la cual algunos matadores se nos pueden aparecer al mismo tiempo como el más viejo, el más anticuado, el más rancio y, a la vez, el más nuevo, el más fresco, el más contemporáneo de todos los modelos de artista que perviven en la actualidad.

 

  1. El arte de empezar y el arte de acabar

 

All’s Well That Ends Well es una obra de teatro de William Shakespeare traducida al español como «A buen fin, no hay mal principio» o «Bien está lo que bien acaba». Mejorando lo presente, en los toros tenemos nuestro oráculo particular. Rafael el Gallo, que prácticamente lo ignoraba todo menos lo suyo, dijo aquello de: «Perfecto es lo que está bien arrematao (sic)». Pues eso.