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Cultura contra pedagogía

En 2010, una distinguida representación de lo más granado de la torería del momento logró concertar una reunión al máximo nivel con la ministra de Cultura. Encabezados por Enrique Ponce, el selecto grupo de matadores se entrevistó con Ángeles González-Sinde para trasladarle en primera persona su histórica petición: que los toros —dependientes entonces del Ministerio de Interior— pasasen a depender de Cultura. Fueron varios los motivos aducidos, pero el principal de todos fue: «Los toros son cultura». Viejo anhelo que venía de lejos. Los toros, desde su institucionalización como espectáculo de masas a comienzos del siglo xix, eran, antes que nada, una cuestión de orden público. En consecuencia, acabaron dependiendo de Interior. Hasta no hace mucho tiempo, un comisario presidía las corridas y era el responsable de que aquello no se saliera de los márgenes establecidos por la policía, garante de la seguridad y el buen gobierno en cualquier aglomeración humana susceptible de desmadrarse. Históricamente, había costado muchos años a la autoridad encerrar al pueblo y a los toros en un mismo recinto, donde poder controlar todos aquellos desmanes que se producían en las fiestas que tenían como protagonista y eje principal al toro. Un vez ordenado y reglado el ancestral impulso del pueblo por acercarse al toro para burlarle, es decir, una vez institucionalizada la corrida tal y como la conocemos hoy, era el Ministerio de Interior el que fijaba y ponía negro sobre blanco los distintos reglamentos taurinos, siendo la autoridad (supuestamente competente) la que tenía la última palabra en todo lo concerniente a lo que ocurría en las plazas de toros. Al parecer, los toreros nunca se acabaron de sentir muy cómodos con este estatus que les obligaba por ley a ser dependientes de una autoridad ajena a su oficio. A lo largo del siglo xix la tauromaquia va pasando por distintas etapas que, junto con la evolución del toro bravo y su comportamiento durante la lidia, acaban por convertir el toreo en un arte. La reivindicación de los toreros no tardará en surgir cada vez con mayor fuerza: si los toros son un arte (como así son considerados ya plenamente en época de Joselito y Belmonte), lo lógico es pensar que los toros deben pasar a depender de Cultura. Palabra fetiche en la modernidad: el concepto de ‘cultura’ —como el de ‘progreso’, ‘naturaleza’ o ‘democracia’, entre otros— tiene en nuestras sociedades una connotación indefectiblemente positiva. Todo lo que se vincula con la cultura adquiere de inmediato un cierto halo de legitimidad, incluso de prestigio social.

Así entendida, la cultura funciona como una especie de barniz que abrillanta la imagen que la sociedad se hace de una figura pública, una institución o, como es el caso que nos ocupa, una fiesta popular que hasta épocas muy recientes no había sentido nunca la necesidad de reivindicarse como cultura. Dicha necesidad surge de un complejo de inferioridad por parte de los principales protagonistas del rito taurino. Justamente, de este error de percepción vienen todos los malentendidos posteriores que han acabado desembocando en la reciente decisión del actual ministro de Cultura a la hora de retirar un premio —paupérrimo, eso sí— para la tauromaquia. ¿No será que, en el fondo, lo que realmente les molesta a los actuales burócratas de la cultura institucional es esta consideración «popular» de la Fiesta por excelencia? ¿No será que, en el fondo, desprecian instintivamente a esa parte del pueblo que sigue disfrutando de la fiesta taurina? ¿No será que, en el fondo, desprecian algunas de las señas de identidad más reconocibles del pueblo al que pretenden gobernar? Como ya decía el crítico de arte Santiago Amón en los años ochenta del siglo pasado, la fiesta de los toros está en peligro porque «están en peligro todas las fiestas, y ésta de los toros lo está especialmente por ser la Fiesta por antonomasia, una fiesta paradigmática». En plena crisis económica del 2008, cuando una gran parte del sector taurino comenzó a darse cuenta del peligro cierto de desaparición, intentó por todos los medios vincularse al mundo de la cultura como única forma (pensaron entonces) de salvarse de la quema.

La cultura como tabla de salvación. ¿Cómo salvar a la Fiesta de su desaparición? Protegiéndola como Bien de Interés Cultural. ¿Y cómo reivindicar la Fiesta como bien de interés cultural si ni siguiera pertenecía al Ministerio de Cultura? Y así fue como la cultura institucional acudió «en auxilio» de la Fiesta. Craso error. En un esclarecedor artículo escrito por Joaquín Vidal titulado «Los toros y el Ministerio de Cultura y Bienestar» (El País, verano de 1977) se anticipaban ya algunas de estas cuestiones de plena actualidad en nuestros días: «El Ministerio de Interior controla el espectáculo, pero no lo puede promocionar; vigila el cumplimiento exacto de cuanto está reglamentado, pero nada puede hacer por conservar los muchos valores que tiene la Fiesta, ni revalorizarla; todos los problemas técnicos, profesionales, sociales —incluso— que se plantean a los toreros no tienen acomodo alguno en dicho departamento; ni esa riqueza que es la casta del toro de lidia encuentra en el mismo,marco para su mantenimiento ni para su mejora; ni siquiera para plantear la cuestión a nivel de simple declaración de propósitos». Esto justamente, una declaración de propósitos, es lo que aquel grupo de matadores encabezados por Enrique Ponce se proponían plantearle a la ministra González- Sinde en su reunión conjunta en el 2010. En aquella ocasión los toreros atravesaron a pie la plaza del Rey de Madrid muy decididos hasta llegar a las puertas del Ministerio, en cuyo interior les esperaba la ministra para escuchar sus demandas y propuestas. Según contaron después, la reunión fue positiva y transcurrió con total cordialidad.

Sin embargo, González-Sinde no quiso hacerse la correspondiente foto con la crema de la torería andante, quienes —humillados una vez más en los centros del poder institucional— tuvieron que dar su rueda de prensa fuera del edificio del ministerio una vez terminada la reunión. A pesar del desplante de la ministra, justo un año después el Consejo de Ministros aprobaba un real decreto que ratificaba el paso de los toros de Interior al departamento de González- Sinde. El antiguo sueño de los toreros se vio por fin cumplido. El Consejo de Ministros de un Gobierno socialista aprobó que, en lo sucesivo, el Ministerio de Cultura asumiera «todas las cuestiones relacionadas con la promoción y fomento de esa disciplina artística, los estudios, estadísticas y análisis sobre la materia y también el registro de profesionales del sector».

Y de aquellos polvos… Entendida, por tanto, la tauromaquia como una disciplina artística y un producto cultural, se consideró entonces que las competencias del Estado en orden a su fomento y protección tendrían a partir de ese momento su correcta ubicación en Cultura. Así, el concepto comodín, la palabra mágica que todo lo camufla con su reputación social adquirida, llegaba por fin para «salvar a la Fiesta» de su clara decadencia en cuanto a repercusión fuera del reducido grupo de afines a la causa: en efecto, los toros ya pertenecían a Cultura no sólo por ser cultura, sino porque así había sido reconocido a nivel institucional. La pregunta que cabe hacerse al cabo de estos catorce años es la misma que pocos meses después de aquel traspaso interministerial lanzaba a la opinión pública el empresario taurino Simón Casas, en una entrevista publicada en El Mundo: «Los toros son cultura, pero… ¿quién coño es culto?». Pregunta que sigue siendo pertinente a día de hoy, aunque también siga siendo una pregunta sin respuesta. Aun así, da que pensar. Recordemos una vez más —y todas las que haga falta, por más que les pese a algunos fans del poeta granadino— las palabras de García Lorca: «El toreo es probablemente la riqueza poética y vital de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas, debido principalmente a una falsa educación pedagógica que nos han dado y que hemos sido los hombres de mi generación los primeros en rechazar.

Creo que los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo». En nuestro país la palabra ‘Lorca’ —al igual que la palabra ‘cultura’, ‘progreso’, ‘naturaleza’ o ‘democracia’— se han utilizado y se siguen utilizando como comodín: sirven para casi todo a la hora de cubrir con cierto halo de prestigio o legitimidad prácticamente cualquier cosa, pero ciñámonos, aunque sólo sea por una vez, al pie de la letra y veamos lo que dice Lorca al respecto del arte del toreo y, algo aún más interesante, lo que dice al respecto de esa «falsa educación pedagógica» recibida. Efectivamente, los poetas de la Generación del 27 rechazaron aquella pedagogía; fruto de ese mismo rechazo es el ensayo de José Bergamín titulado La decadencia del analfabetismo.

Muy lejos de lo que en su día propugnaron autores como Lorca o Bergamín, hoy la Cultura oficial ya no es más que eso: pura y dura pedagogía. Por eso tenemos actualmente un ministro de Cultura que, con un sentido pedagógico del cargo que ocupa, pretende acabar con los toros. ¿Cómo? Educando al pueblo desde las instituciones. Si acabamos por entender de una vez por todas que cultura oral y cultura alfabetizada no son cosas de contenidos diferentes, sino de sistemas cognitivos o modos de funcionar distintos, si entendemos que lo que está en juego actualmente es un conflicto entre dos culturas —la medioambientalista antitaurina frente a la tradicional que considera la tauromaquia como una manifestación cultural—, dos formas de ver el mundo, dos cosmogonías antagónicas, quizás se pueda resolver por fin esta esquizofrenia latente: ¿se puede ser culto y gustarte los toros? Si el pueblo es lo contrario de la masa, la cultura es (o al menos debería ser) lo contrario de la pedagogía. Justo lo que son los toros: la fiesta más culta —por lo tanto, antipedagógica— que sigue habiendo hoy en el mundo.