
En origen, Conrado. Mi sentido inicio en el toro bravo, principio y fin de mi infancia. En Vitigudino (Salamanca) era Conrado Puñales, licenciado en romanticismo y penuria, para qué poeta. Descaminado, en un antiguo hospicio se rindió por última y primera vez, el 9 de noviembre pasado. En todo lo alto su ser hondo honesto honorable. J. M. de Cossío define el término maleta como «aquel que practica con torpeza o desacierto la profesión que ejerce. Dícese principalmente de los malos toreros». Conrado no obedecía a esta descripción. De principiante pasó a icono después, legendaria estrella perenne del toreo popular pueblerino, en las capeas, antes de la era de recortadores o cortadores, recortada la palabra y las hierbas.
Natural de Castrocontrigo (León), destetado en Molezuelas de la Carballeda (Zamora), cumplió a rajatabla aquello de partimos cuando nacemos / andamos mientras vivimos / y llegamos…; adulto a los 16 años, emprendió camino al oeste de la provincia de Salamanca y de la linde con Portugal en el concejo de Sabugal, afincándose en el corazón del campo charro, en las tierras bañadas por el Huebra y el Yeltes. Fijó residencia deambulante en Ciudad Rodrigo, donde aprendió a pitonazos. En 1963 ganó el prestigioso Bolsín Taurino más antiguo del mundo. Iba para figura y no llegó a matador de alternativa ni a espontáneo. Llegó más lejos, a ser profundamente lo que se es. A una vida lograda que no conoció ley ninguna.
Descalzo carmelita, su apellido civil Abad, de monje y trotaconventos. De humilde en todas las acepciones, sin enseres ni altares ni afectaciones. Sin maleta, su inventario de pertenencias: un petate en hatillo y una muleta de guardar como las fiestas. Y de diario, otra muleta como único avío que armaba con un estoque simulado de fresno auténtico. Ni se abría de capa ni toreaba con la voz y metía más susto que el portón abierto. Deán en los ruedos villorrios, por las venas le corría la fe ciega y la embestida ceñida. Consagrado al andar, si no pasaba el toro, pasaba él.
Su cuerpo de batallas, cosido a puntazos, tuvo siempre la misma figura enjuta que le permitía adelantar la pierna contraria a la par que la otra, resolviendo así el palmo en el que la vaca se revolvía. Conrado —más corraleado que el toro— al morucho lo observaba acodado en tablas pie en el estribo. Tragando quina, popularizó la conradina: pase de muleta con la pierna de salida en la entrada, vaciando la embestida de la vida por arriba. Por alto no tenía igual. Con el noble se echaba de rodillas a rezar afarolados. El pase de pecho lo dibujaba de pitón a pitón, la muleta aventando las moscas. Virtuoso con el bronco pregonao, al mansurrón macheteaba por la cara y cera en los costados. Su estilo visceral y campero, su toreo adversativo y de vicisitudes, tanteaba la adversidad sin adversario posible, entregando su vida debida al toro, al que le diera relevancia genuina. Inimitable, jamás se adornó ni le vi un solo desplante.
Los maletillas paseaban en la vuelta al ruedo la manta de tiras de debajo del colchón a la que tirábamos reales, pesetas y algún que otro duro. Conrado contaba las monedas de una en una, sin echar cuentas, con el saber y la nobleza de las gentes de aldea que no pisaron la escuela obligatoria: carnero fuera, duro a la montera; carnero fuera, duro a la montera; carnero fuera, duro a la montera…
Hacía lunas llenas en cerrados de Campocerrado o Hernandinos; de Galache o Dionisio Rodríguez; con los atanasios de Sepúlveda o en Sánchez-Arjona y Sánchez-Fabrés, con los coquillas de Pedro Llen. También llamado Pechoduro, Conrado se presentaba a pecho descubierto para salvar la camisa. En su torso lucía las puñaladas limpias de alguna cornada de «Coquillas, picantes como guindillas y otras, dulces como rosquillas». Con aspecto patricio y pelo blanco de nube, muleteaba haciendo el avión, con los brazos en cruz, a toracos ojos de perdiz avisados de cara por las nubes que huían de su sombra sarda. Con el andar del tiempo reconocí en él a Pina Bausch, en ese mirar ausente del desplazamiento elegante y la delgadez en la que ya no cabe vida de tanto darla.
En olor a tomillo de junio llegaba Conrado peregrinando a la comarca del Abadengo mientras los mozos cantaban: «Ya van llegando los Corpus… y ¡Puñales!, son las fiestas de mi pueblo, ¡aúpa!» El vitigudinense Cenizo costeaba su estancia en la pensión El Trinquete. Fondaco, de Villavieja de Yeltes, amigo de andanzas, llegó a novillero y se jubiló bancario. Conrado fue capitalista, su estelar aupar en hombros a Santiago, el hijo de doña Filomena y don Baltasar el carretero, antes de ser leyenda El Viti: Santiago Martín, Su Majestad. En 1958, Conrado prestó su muleta a aquel decidido chaval que bajó al ruedo sin trastos; cuando éste ya acumulaba salidas a hombros en plazas de relumbrón y en Las Ventas de Madrid, le ofreció una muleta dedicada. Conrado guardó la muleta de El Viti como oro en paño y con ella quiso ser amortajado.
En 1952 vio cornear mortalmente en Masueco de la Ribera al novillero puntero de Alcalá de Guadaira (Sevilla), Antonio del Castillo, sepultado en Vitigudino e inmortalizado por Concha Piquer en la copla Romance de valentía. Ahí comprendió Conrado el andar revuelto de la muerte con su vida. La primera oportunidad se la dio Alipio Pérez Tabarnero en Robliza de Cojos. Tomó la alternativa en un tentadero de carros. Apoderado de sí mismo, no quiso saber de sociedades o compañías. Ni se cortó la coleta ni conoció la prisa ni días de fiesta.
Su comienzo en 1948; en 2008 la penúltima cornada en Torrenjoncillo (Cáceres), donde un toro en la querencia le indultó a los 82 años. Sólo se le fue uno vivo, en 1964, el novillo que toreó por el murciano Julio Cánovas Torres, que el día anterior, a consecuencia de fatal cornada, fallecía en el Hospital de la Pasión mirobrigense. Sin redes ni vidas sociales, Conrado sumó admiradores y seguidores hasta el último suspiro. Alternó con El Nono antes de ser Andrés Vázquez y con El Renco antes de ser El Cordobés. Disfrutó de amistad crepuscular con los matadores contemporáneos César Jiménez y Juan del Álamo.
Mito y ángel custodio de un mundo que acaba con él. Las caminatas en soledad fueron umbral y salida de su puerta grande y larga vida: al tiempo que fenecemos; / así que cuando morimos / descansamos.
Hacer del toreo nuestras vidas es a lo máximo que podemos aspirar.
Honrado el toro, se hizo eterno Conrado Abad.
MARÍA JOSÉ GARCÍA, aficionada y escritora