
El pasado mes de septiembre, mi hija y yo acudimos al Festival de San Sebastián para ser testigos del estreno de Tardes de soledad. La ocasión lo merecía. Albert Serra, el cineasta español más brillante del panorama actual, autor de joyas cinematográficas como Pacifiction, La muerte de Luis XIV o Història de la meva mort, todas ellas aclamadas en los festivales más prestigiosos del mundo, presentaba en esta ocasión un documental dedicado a la tauromaquia. Meses después, sus imágenes permanecen indelebles en mi memoria.
A la media hora de metraje, queda claro que Albert Serra ha reventado la Puerta Grande. La sensación al terminar la película es como si acabaras de ver a Morante de la Puebla lidiando un morlaco de Reta Casta Navarra y hubiera sido capaz de pegarle quince naturales y tres trincherazos. Un imposible hecho realidad. Un aluvión de imágenes de una precisión sonora y visual demoledora.
La película comienza con una imagen fascinante: un toro solitario en el campo, envuelto por la oscuridad de la noche. La respiración de la bestia se escucha de manera nítida, cargada de una gravedad que nos sobrecoge. La imagen, a su vez, adquiere una calidad hipnótica, casi mágica. Como si la misma naturaleza del animal trascendiera las barreras de lo real para ingresar en el terreno de lo místico.
En la siguiente escena se presenta al torero, llegando a la habitación del hotel, vestido de luces y cubierto de sangre. Roca Rey aparece exhausto y ausente. A pesar de los presentes que le rodean, su soledad es inmensa. Acaba de dar muerte a dos toros, es el triunfador, máxima figura del escalafón, y aún con todo, ni una palabra, apenas un gesto.
Una vez presentados los dos protagonistas, da comienzo la faena. Con el uso de planos medios y planos detalle, Serra logra introducir al espectador en el ruedo, haciéndole sentir como si fuera uno más de la cuadrilla. La suerte de varas se despliega con una intensidad sin precedentes; la pelea entre el toro y el picador se convierte en un espectáculo antológico, evocando las batallas del mejor cine bélico.
Comenzada la faena de muleta, el cineasta opta por un enfoque íntimo, cerrando el plano para centrarse en el rostro del torero y la cara del toro, los gestos sutiles, el paso del toro que arremete con toda su violencia en torno a la cintura de Roca Rey, la sangre que brota del animal, derramándose por su lomo… La colocación, las distancias, incluso el temple, apenas se adivinan en las escenas rodadas durante el trasteo de muleta. Esa información ya la encontramos en las retransmisiones televisivas. El cine de Serra trasciende esta experiencia; su mirada transforma la tauromaquia en un arte imponente, dotándola de una profundidad y una belleza que resuenan en el espectador.
Albert Serra no hace ninguna concesión al público. Su cine no es para todo el mundo. Al rodar el primer toro en la pantalla unos cuantos espectadores ya han dado la espantada. Los planos detalle de la muerte del toro, con todo su realismo y crudeza, les han dado la puntilla. Tampoco nos muestra los tendidos durante la película. Apenas algunos «olés» y abucheos se perciben de fondo. Sólo en una ocasión se menciona al público, cuando el torero pregunta en la furgoneta de regreso al hotel, tras una de sus corridas en Las Ventas, por las quejas del 7 de Madrid, incrédulo ante el rechazo que recibe por parte de algunos aficionados; Antonio Chacón, miembro de su cuadrilla, responde entonces con exabruptos hacia el tendido y alabanzas hacia su maestro. Hay que reconocer que Chacón es todo un descubrimiento como actor secundario, el contrapunto cómico en medio de lo trágico.
Hay varias secuencias nunca antes mostradas en el cine taurino, que nos revelan la parte más personal de los toreros, auténticas genialidades que profundizan en los momentos claves de cada tarde. Un ejemplo es la presencia de la cámara en el interior de la furgoneta que lleva al maestro junto a su cuadrilla a la plaza. Como si de una cámara oculta se tratase, nos permite escuchar sus conversaciones, así como los largos silencios a que el miedo obliga en determinadas circunstancias.
También resulta inédita la secuencia en la que el torero se viste de luces junto a su mozo de espadas en la habitación del hotel: una imagen muchas veces vista, pero que ahora se nos muestra con todo detalle. En esta ocasión se trata de una visión desprovista de artificios, un retrato preciso y realista del proceso.
A destacar la sonorización: tanto cuadrilla como torero llevan micrófono durante la faena, lo que permite escuchar incluso la respiración del toro, elemento que resulta fundamental para nuestra inmersión como espectadores en el ruedo. Este enfoque sonoro, lejos de ser un simple acompañamiento, se erige como un mecanismo narrativo en sí mismo, creando una sensación de presencia tan intensa que la película se convierte en una experiencia visceral.
Todas estas novedades no hubieran sido posibles sin la colaboración de Roca Rey y su predisposición a la hora de permitir la presencia de las cámaras en sus momentos más íntimos.
Como en todo rito —y la tauromaquia lo es quizá más que ningún otro—, la estructura del filme se repite una y otra vez hasta casi el agotamiento. El final nos reserva una de las escenas más reveladoras de la película y que demuestra la inmensa soledad del matador. Y es que, a pesar de la cuadrilla y sus alabanzas, a pesar del respaldo del público, lo que deja claro el documental es que todas sus tardes son tardes de soledad.
Terminada la proyección —con unos cuantos aficionados menos—, se encienden las luces del Kursaal; división de opiniones, más silencios que aplausos. El respetable se vuelve al palco donde se encuentran Serra y su equipo. La conmoción ante lo que acabamos de presenciar es generalizada. Días después el jurado le concederá la Concha de Oro, premio más que merecido.
Ningún otro espectáculo puede ofrecer la fuerza visual que encontramos en la tauromaquia y Serra, con su maestría, lo exprime hasta las últimas consecuencias, dando como resultado un largometraje de una intensidad desbordante, alcanzando una fuerza que trasciende lo meramente cinematográfico.
El estreno de la obra venía acompañado de la polémica. Como en todo lo que tiene que ver con la tauromaquia, grupos animalistas habían presionado para evitar su estreno en el festival. La polémica ha continuado con las críticas recibidas tras su proyección. No son pocos los que, en un ejercicio de interpretación reduccionista, han visto en el documental un manifiesto contra las corridas de toros, obviando las reiteradas manifestaciones de Serra sobre su admiración y respeto por el universo taurino. La crudeza con la que se muestra la muerte del animal ha proporcionado munición a los detractores. Ciertamente, nunca se ha mostrado la muerte con ese nivel de detalle, hasta el punto de resultar incómodo para algunos aficionados que se sienten en la piedra cada tarde. Pero es la sinceridad con la que la cámara recoge lo que sucede durante la corrida y la continua presencia de la muerte, lo que demuestra que la tauromaquia es un arte trágico, monumental y misterioso. Y es justamente ese misterio lo que el propio Serra considera que no ha sido capaz de desvelar. En cualquier caso, no revela el misterio, pero sí se intuye a lo largo de la película.
Tardes de soledad es lo mejor que le ha pasado a la tauromaquia en los últimos años fuera de los ruedos. Todo un acontecimiento. Casi un milagro.
CÉSAR USÁN, aficionado. Actualmente está rodando un documental sobre el torero Rubén Sanz