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Un nuevo torero de Culto

Mario Navas es un torero sin horizonte. Cuesta trabajo escribirlo, pero negarlo implicaría una confianza desmedida en la fractura del sistema. Porque no se espera a los toreros «de arte». Y porque la tiranía de «la suerte suprema» malogra a los «matadores» ineficaces con la espada. Lo demuestra la resignación de Manuel Román. Se ha retirado de los ruedos antes de tomar la alternativa. Le ha deprimido su impericia con el acero, o el dinero que le ha costado vestirse de luces en tantas ocasiones. Y tenía buenas condiciones el novillero cordobés, pero el hábitat de la tauromaquia no transige con la irregularidad ni con la heterodoxia, pese a la reputación extravagante de los toreros artistas. Morante es la religión de un solo dios, no una doctrina colectiva ni un camino de proselitismo.
Imaginemos el caso de Mario Navas, cuya alternativa en Valladolid —5 de septiembre pasado— tanto se resintió de su torpeza con el estoque, como lo hizo también por la espantada del matador sevillano. Se había comprometido Morante no ya a apadrinarlo, sino a ungirlo, a decantarlo. Y a documentar un linaje que se extingue porque el resultadismo y las bernardinas asfixian la creatividad.
Impresionaba en Valladolid la orfandad de Mario Navas. El cemento de las gradas sorprendía tanto como la contratación extemporánea de Daniel Luque. Ya sabemos que Morante es insustituible, pero podrían haberse buscado soluciones menos traumáticas. Por deferencia al aficionado cabal. Y porque el apadrinamiento de un torero militar y feroz sobrentendía que el toricantano iniciaba su carrera al mismo tiempo que la concluía.

Y era Luque su propia némesis. Que te apadrine Morante significa que accedes a un misterio, que ingresas en una vocación. Que te apadrine Luque significa que has entrado en un oficio, en una carrera administrativa. Es la distancia que transita del arte imprevisible a la abnegación del funcionariado. Morante le hubiera abierto a Navas el porvenir. Luque se lo cerraba, le restregaba en su casa la tauromaquia del sensacionalismo, del pragmatismo, del espadazo y tentetieso.
Y menos mal que Juan Ortega medió en la ceremonia con los galones de testigo. No ya para contrapesar el boicot de Morante, sino para devolver a los aficionados la sugestión del toreo del pasmo y del abandono.

Más que en una plaza de toros, parecía que Juan Ortega y Mario Navas se encontraban en un tentadero, abstraídos del público y del ambiente, ensimismados en el primor de sus faenas para adentro. No estamos hablando de terrenos, sino de la concepción de una tauromaquia introvertida que los buenos aficionados apreciaron como el eco del mejor cante jondo.
Ortega toreaba con magnetismo y extrema despaciosidad al quinto «juampedro», mientras que Navas disfrutaba a media altura de la nobleza del sexto. Hemos visto a Navas cuajarse en Las Ventas, hacerse torero a carta cabal en la arena y el cemento de Madrid, así es que veníamos desde la capital con tanta ilusión como arrogancia para homologar la alternativa del muchacho. Hubiera preferido también él recibir la muleta y el estoque de manos de Morante, pero el maestro de La Puebla se ha consentido una temporada de intermitencias y arbitrariedades. Torea cuando puede, o cuando quiere, o cuando se lo consiente su estado de salud.

Su ausencia en Valladolid repercutió en los tendidos —la plaza registró una entrada discreta—, pero no deprimió la concentración del debutante. Mario Navas disiente de los estereotipos. Ni quiso vestirse de blanco para doctorarse ni se arrebató de rodillas como acostumbran a hacerlo los toreros de ambiciones competitivas. Antepuso el toricantano la tauromaquia del pasmo y del temple. Y serenó al ejemplar de Juan Pedro Domecq —Valijero, 534 kilos, noblote— con naturales de garbo y enjundia. Los hubo de trazo largo y fueron bellísimos los que prodigó con el compás cerrado, aunque la torpeza con los aceros redujo el premio a una ovación. Le faltaron al toro la raza y el fondo. Le sobraron a Navas la torería y el desmayo, exactamente como sucedió en los muletazos por abajo que mecieron la embestida del sexto.

Necesita el escalafón de matadores como el diestro vallisoletano, pero el sistema los discrimina con los pretextos de las estadísticas. Mario Navas milita en la diferencia, en la originalidad y en la inspiración, pero toda su cualificación y toda su excepcionalidad se resienten de la precariedad con que resuelve la suerte suprema. Le sucedió lo mismo a Juan Ortega en el desenlace de la hermosa faena el quinto de la tarde. Medias embestidas tenía el toro de Juan Pedro, pero el maestro trianero las arañó con muletazos al «relentín», como decía José Antonio Campuzano tergiversando el concepto automovilístico.

Ralentizaban las muñecas de Ortega los viajes del animal en términos inverosímiles. Y le extraía naturales imposibles por su lentitud y derechazos de asombrosa enjundia. Se encuentra este torero en estado de gracia. Y en Valladolid se le notaba disfrutar, como si estuviera toreando para sí mismo en una placita de tientas.

La mala noticia de esta temporada consiste en que encontrarse con Morante en el ruedo ha supuesto un juego de azar entre frustraciones y milagros. La buena noticia es que Ortega ya parece haber resuelto la cuestión sucesoria. Y la pésima noticia radica en que Mario Navas ha ingresado en la marginalidad de los elegidos, quizá con la esperanza de convertirse en un torero de culto —y oculto— que maneja entre sus muñecas todo el misterio de la tauromaquia.
RUBÉN AMÓN es presidente de la Peña Antoñete