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La revolución francesa

Los aficionados catalanes se encuentran en la paradoja de cruzar la frontera para sobreponerse a la prohibición de la tauromaquia. El disparate se explica en el delirio identitario del soberanismo, pero también se entiende en el espacio de reserva y de vanguardia que representa Francia como patria tutelar del propio toreo.

No ya porque se multiplican las ganaderías, las plazas y hasta las figuras —Castella, Juan Bautista, Lea Vicens—, sino porque nuestros vecinos se iniciaron antes que nosotros en el acoso del fundamentalismo animalista. Y fueron creando un hábitat militante, resistente, que ahora ha adquirido la dimensión de modelo a seguir.

La prueba está en que Francia se convirtió en el primer país taurino que declaró la Fiesta patrimonio inmaterial. Lo hizo en 2011, no de manera arbitraria, sino como escrúpulo técnico, cartesiano, ponderando en un comité de sabios todos los motivos que preconiza la Unesco respecto a la estética, la creatividad, la tradición, el acervo.

Era el modo de blindar la excepción cultural. Porque los toros están prohibidos en Francia desde 1951, como las peleas de gallos, excepto en en los territorios donde pueda acreditarse una tradición continuada.

Es el caso de las grandes ferias toristas del suroeste (Bayona, Mont de Marsan, Vic…) y el privilegio que han adquirido, al abrigo de La Camarga, los imponentes anfiteatros romanos de Nimes y de Arlés. Impresiona frecuentarlos porque han recuperado veinte siglos después de haberse construido su función litúrgica y su misión eucarística. En la comunión del toro. Y en la festividad de un espacio de convivencia que predispone la abolición de las clases sociales. La única superioridad jerárquica concierne al semidiós del torero. Se le venera en Nimes, en Arlés. Y se venera al tótem del toro. Que ha echado raíces en la marisma camarguesa. Y que representa, simboliza, por idénticas razones la soberanía de la tauromaquia francesa.

No le gusta a uno un término tan prosaico como el de la autosuficiencia, pero es ilustrativo de la evolución de la tauromaquia al otro lado de los Pirineos. Las plazas francesas eran colonias españolas. A los toreros franceses se les discriminaba en su propio predicado. Y las ganaderías francesas, ninguna tan antigua como la de Hubert Yonnet, se maltrataban como desecho de carnicería.

Fue Simón Casas quien transformó el toreo en Francia. Quien fundó junto a Nimeño I el primer sindicato de toreros. Lo componían únicamente ellos dos, pero aquél esfuerzo embrionario y semejante descaro visionario pueden considerarse desde la perspectiva contemporánea como el embrión de una revolución y de un modelo. Se antoja un merecido escarmiento al complejo de superioridad español.

La Francia que importaba la Fiesta con toda la devoción y toda la sumisión ha engendrado su propio hábitat sociológico, cultural y profesional, hasta el extremo de que la reciente feria de Arlés anunció una novillada en la que se comparecían tres novilleros franceses y seis ganaderías francesas. Y no porque se quisiera enfatizar el chauvinismo, sino como la prueba de una experiencia de asimilación que ha conducido a una identidad propia. Se trataba de evocar, de recordar, el mugido del uro en el Mediterráneo.

Es el viaje de la clandestinidad al reconocimiento. El viaje que hizo la “Viridiana” de Luis Buñuel para torear la censura franquista. No requisaron la película las autoridades en la frontera porque iba escondida entre los avíos de la cuadrilla de Pedrés. Y llegó a tiempo de estrenarse en Cannes, como alegoría de la libertad. Y como paradoja premonitoria de la coyuntura contemporánea que sacude a los aficionados catalanes. También ellos tienen que cruzar la frontera y acomodarse en los tendidos de Arlés para aplaudir a los artífices y protagonistas de una novillada “cien por cien francesa”.

Así se anunciaba desde la megafonía del anfiteatro romano. Y se acordaba uno del maestro Nimeño II. Que fue la primera figura. Y el primer torero francés que abrió la puerta grande de Las Ventas. Y el primer mártir. Un toro de Miura lo reventó en Arlés. Malogró su carrera. Y predispuso su suicidio, pero la muerte de Nimeño II fue también ese sacrificio iniciático y catártico que requieren y exigen los combates de hombres y dioses en la arena de un remoto anfiteatro romano.

NÚMERO UNO. FERIAS. MAYO – AGOSTO, 2017.

RUBÉN AMÓN es periodista