LA MUERTE INESPERADA Y BRUTAL de Iván Fandiño por asta de toro me ha llevado a rescatar del olvido, o de la memoria ennubecida, la verdad de una frase de Pepe Luis Vázquez sobre la corrida como olvido de la muerte. Yo recordaba haber leído aquel pensamiento en una larga reflexión filosófica ofrecida a François Zumbiehl por el torero, que podía resumirse como un principio de tauromaquia: se trata de olvidar la muerte, de hacernos olvidar la muerte.
En todo texto significativo importa lo que se ha dicho antes tanto como importa, para vivir, lo que se ha sido. También importa, quizás solamente, para morir: porque el ser, según los antiguos, no es más que “aquello que era haber sido”.
Lo que Pepe Luis decía antes de haber dicho lo que mi memoria condensada tradujo como “olvido de la muerte” tenía que ver con la muerte de otro: en su caso, de Manolete, que ya le había confesado el cansancio de su alma en el cuerpo.
Para el sevillano, el cordobés había llevado la tauromaquia a un lugar sin salida. Manolete podía estar bien con todos los toros, ligeramente al hilo, pero Pepe Luis sólo podía estar bien con algunos.
Y sin embargo, en Valladolid, en 1951, se había olvidado de sí, de su gente, del tendido, del día, del sol, del mundo y de la muerte ante un toro del marqués de Villagodio. “Yo estaba fuera de mí mismo”, dice. Es entonces cuando Pepe Luis Vázquez se lanza en las aguas del pensamiento de la muerte: porque es nuestra compañera –afirma–, porque la vemos a veces pasar como una ráfaga que apenas nos toca, porque se nos hace familiar, acostumbrada, y en cualquier momento se desvela ante nosotros.
Otro torero, Luis Miguel Dominguín, en esos mismos diálogos con el crítico francés, se hace con estos temas poeta involuntario: la muerte es un remolino de arena de un metro cuadrado que el torero no debe pisar cuando el toro embiste, pero cuyo lugar todos ignoran. Esa ínfima tormenta de arena es el destino, añade.
“Destino que no es justamente el de morirse –escribe Bergamín sobre esta cuestión palpitante–, sino el de vivir, venciendo –con sus luces de inteligencia o entendimiento o razón, inmortales– al oscuro destino mortal; venciendo y matando a ese toro que es la muerte misma”.
Habiéndose olvidado de sí mismo y de la vida Pepe Luis ante aquel albaserrada de Villagodio, viene pues a aclararnos que es imposible torear con la presencia de la muerte en el espíritu, con lo cual el arte del toreo existe para evanescerla, para vencerla, también, en su olvido.
Y sin embargo concluye rotundo: “Allí donde hay un toro también hay una muerte”.
Antigua verdad moral: lo impronunciable es la frase de quien dice haber muerto, aún más que la de quien dice haber nacido. “Yo nací”, argumentan filósofos y lingüistas, es una frase que no puede reposar en memoria alguna, porque no se erige sobre ninguna experiencia.
No hemos experimentado nuestro nacimiento: lo decimos con palabras vicarias, que nos han sido prestadas por aquellos que ya estaban cuando nosotros vinimos a salir de la dormición primera, del primer sueño. En cambio, con la probabilidad de una salud consciente, poseeremos, para perderla en ese mismo instante, la experiencia de nuestra muerte. Y nunca podremos por lo tanto pronunciarla. La dirán los que queden, los que puedan verla, los que acaso lloren.
“Se entra solo a la morada de los que han sido”: solo y sin palabras se entra a la muerte. La muerte inesperada y brutal de Iván Fandiño por asta de toro nos ha traído de nuevo la algarabía monstruosa de aquellos que desprecian, con la muerte, la vida. El silencio y la soledad rotunda y sobria del torero vasco clama por un hilo de voz que haga justicia de su espantosa, escandalosa muerte.
Los toreros de España y del mundo son hoy una comunidad de solitarios. Nada molesta más que la cultura de la soledad a los que padecen el horror del vacío. Nada molesta más a los cultores del vacío que un rito de muerte porque viene a recordarles la fatuidad de su ciega fe en la nada del presente.
La muerte inesperada y brutal de Iván Fandiño por asta de toro me ha hecho pues presente esta agonía que consiste en haber abandonado una parte enorme de la sociedad, en medio de su culto al vacío, a sus toreros. Entonces no sabe esa sociedad lo que abandona cuando abandona a su héroes solitarios, así como desconoce, mientras escupe sus insultos, que la herida del torero es también su herida, que la muerte de Fandiño es el espectro doloroso de nuestra muerte haciéndose presente, de cuando en cuando, en aquel ínfimo torbellino de arena que ignoramos.
Así narra Pascal Quignard, pensando en una comunidad de solitarios, los despojos de la morada de Port Royal destruida por el poder mezquino del rey sol: “Durante el invierno de 1711, cuando con picos se exhumaron tres mil cuerpos, los lobos, los perros, las nutrias, los ciervos –los cuervos, los ratones, los gatos, los mirlos– buscaban despedazarlos en el hielo que los retenía. Los pedazos congelados de los solitarios eran lanzados en las carretas que los campesinos de los alrededores habían sido forzados a conducir. Los caballos relinchaban y su aliento o sus gemidos se mezclaban con la bruma. Luego todo fue arrasado. Tal era la orden que el rey había impuesto desde Versalles y cuyo cumplimiento supervisaba personalmente. Ninguna ruina, ni vestigio de ruina, ni sospecha de ruina, tal era la orden que el Rey Solar había dado a sus mandatarios. Ninguna ocasión de peregrinaje, ni de rebelión ni de murmullos. Los muros y sus cimientos fueron destruidos hasta el polvo. Ni siquiera una piedra de los solitarios debía permanecer sobre la superficie del suelo ni bajo tierra. Es Le Havre después de la Segunda Guerra Mundial, ciudad totalmente nueva, totalmente rectangular, totalmente blanca, Patrimonio de la Humanidad, rastro de nada. Es Port-Royal de los Campos según la voluntad expresa de Luis XIV, monarca celoso de todo poder que le hiciese sombra, o de todo grupo aristocrático o ascético que hubiese tenido la idea de elevar su voz contra él o incluso, simplemente, de reservar su conciencia. Sólo un pozo en medio de las zarzas para nadie. Quedan, apartados, por un inexplicable azar, entre hierbas, bajo menudas margaritas salvajes, ocho largos escalones que no conducen a ningún sitio. Un bosque más reciente que su memoria ha vuelto a ser salvaje. La riviera del Rodón fluye y canta. Ninguna otra plegaria sino el aire que se mueve en el silencio que acompaña el curso de agua, deslizándose entre los tallos.”
Esta escena de abandono y destrucción me ha hecho pensar en el furor del odio contra los toreros que, de tiempo en tiempo, cuando el remolino de arena consume a alguno de ellos, se despierta como otra tempestad, esta vez en el alma colectiva de un Demos infernal que nos tiraniza celoso y furibundo como un rey solar sin rostro: en su detestación de los solitarios, en su espanto de la finitud.
La muerte en los toros es verdad, pero la repulsión furiosa del toreo que provoca en algunas personas de nuestra sociedad es un síntoma.
Síntoma de una desconexión dramática con la memoria, con la historia, con la tierra y con la vida que nos hace vivir y nos nutre, con la tradición que nos hizo soberanos al apropiarnos la lucha heracliana contra el toro, con la fundación originaria de la decisión democrática, con la verdad animal, con el instante perdido pero indudable de diferenciación que nos permitió hacer entrar en el curso del tiempo a la indiferencia letal de la naturaleza: desconexión absoluta, y aún más brutal que la muerte, con la potencia del temple que nos hace humanos.
La muerte inesperada, brutal, que no se olvida, de Iván Fandiño por asta de toro me hace pensar que la generación más talentosa, íntegra, moral, estoica, ejemplar, la más cívica, más culta, más articulada generación de toreros y hombres del toro que ha visto la historia de la tauromaquia bajo su luz diurna es hoy –por abandono de otros, por efecto de una irracional impulsión de arrasamiento y destrucción, por fuego mezquino de ignorancia e intolerancia– una comunidad de solitarios.
Ha entrado Fandiño solo a la morada de los que han sido. Otros abren los percales en su memoria frente al toro y cubren con el vuelo de sus paños remolinos de arena para olvidar la muerte. También lo hacen por nosotros: buscan el sitio de aquel ancestro nuestro que se hizo humano al burlar el furor indiferente de otro astado, y allí escriben con su luz en el aire la plegaria festiva, taurina, de la vida.
LUIS PÉREZ–ORAMAS, escritor. Es comisario de arte latinoamericano.
DOS. OTOÑO. SEPTIEMBRE – DICIEMBRE. 2017