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Carta al amigo Martínez Falso

«Fascinadora atrocidad», Fernán Caballero

 

Amigo Martínez:

Después de nuestra inútil discusión de la otra tarde a la salida de los toros, no quisiera dejar pasar mucho tiempo sin decirle por escrito algunas cosas que usted no parecía muy dispuesto a escuchar. Sabido es que de la discusión nace la sombra, y de la discusión viva de dos naturalezas contrarias, la obscuridad más absoluta; pero así, epistolarmente separados, creo que algo puede intentarse aún.

Es indudable que usted, Martínez, sobre el toreo lo sabe todo; acaso sea usted el mejor «aficionado» que pueda existir, pero el buen aficionado –del malo no hay por qué hablar– va poco a poco cayendo en la trampa de su especialización, de sus conocimientos en la «materia», hasta perderse en un mar de confusiones… sabias. Esa ha sido, también, la fatalidad del crítico, de los críticos, principalmente de los mejores: ensordecerse, endurecerse de sapiencia técnica. En estos últimos tiempos –permítame que se lo diga sin rodeos–, usted ha ido perdiendo vista y adquiriendo, sin duda, saber; pero cuando se trata de percibir algo que, quiérase o no, pertenece al difícil y movedizo terreno del… espíritu, de la carnalidad del espíritu, es decir, cuando nos tropezamos con algo tan enigmático como resulta ser el toreo, el saber no es nada o casi nada.

Los «entendidos» suelen ponerse muy nerviosos cuando a los «profanos» –como usted nos llama– se nos ocurre, a propósito del toreo, hablar de… espíritu. Ustedes aceptan con gusto, aunque un tanto de pasada, el vistoso concepto de lo artístico, pero no el de lo espiritual. Lo artístico suena más bien a estilo, a estilización, a eso que ustedes los entendedores llaman, muy justamente, el «adorno», y les tranquiliza ver que no se trata de algo que pretenda un papel muy esencial, muy central, sino lateral, adosado a la fundamentalísima y corpórea acción torera –que es lo que, al entendido, le importa que se realice, que se haga real en el espacio y tiempo de la corrida de toros–; el espíritu, en cambio, alarma, suena a demasiado trascendente, y también a vaguedad, incluso a huída, a evaporación, a humo. El entendido, el aficionado entendido, cuando oye hablar de espíritu, teme quedarse sin comida, es decir, sin «lidia», sin «faena», sin «derechazos», sin «naturales», sin «volapié». Pero eso, amigo Martínez, sería tener una idea muy tonta y pintoresca –muy espiritista– del espíritu; el espíritu no existe nunca fuera, separado del cuerpo, sino siempre inmerso en él, dentro de él. Sólo la carne tiene espíritu. Allí donde el espíritu asoma, podemos estar seguros de tropezarnos en seguida con una carnalidad real y verdadera. Por otra parte, si el toreo no fuese, como sin duda es un acto completo y vivo, rico, del espíritu, un valor del espíritu, un acto valioso –no valeroso– del espíritu, entonces, claro, no dejarían de llevar una cierta razón esas precipitadas personas (extranjeras y no extranjeras) que se escandalizan y horrorizan ante un juego tan cruel; y usted sabe, por instinto, que no llevan ninguna razón. Porque, claro, no se trata de un juego, ni de un deporte, ni de una fiesta, ni de un espectáculo, ni de una diversión. «Aquí no viene uno a divertirse». A los toros no puede uno ir a divertirse, ni a sufrir, ni a divertirse sufriendo, ni siquiera puede uno ir a… emocionarse –aunque todo esto sea precisamente lo que con más facilidad viene a suceder desde que las plazas han sido asaltadas y ocupadas por el público–;a los toros, en definitiva, no se puede acudir por ninguna especie de voluptuosidad. Ir a los toros con limpieza es ir a estar presentes, es ir a presenciar, a testimoniar algo –un misterio, un sacrificio, no se sabe bien–, algo evidentemente muy oscuro para todos, pero lleno de salud originaria, arcaica, de muy honda y como traspapelada, olvidada, legitimidad; algo que ni siquiera parece dedicado a los tendidos, al público de los tendidos, sino que parece cumplirse para sí, para sus adentros y sin necesidad alguna de nosotros, espectadores, presenciadores. (Los consabidos y feroces detractores de los toros, en su moralística ligereza, en su severísima y muy virtuosa frivolidad, no se han tomado nunca el trabajo, el humilde y filosófico trabajo, de preguntarse a fondo por esa extraña ceremonia ritual del toreo; han preferido, abundantemente adornados de sensibilidad y piedad, hacerse los animalistas, los humanistas, los socialistas, los progresistas, los modernos; pero cegados por tan buenos y bellos sentimientos, no han sabido ver que por debajo de esa seria ceremonia se transparenta algo, algo no muy preciso que no podemos negar, renegar, porque es originaria sustancia nuestra, pureza nuestra, médula intocable.) El toreo –como todas las demás formas de creación, de encarnación– es una corporeidad transparente; en el fondo de esa corporeidad no yace, sino que está en pie algo muy vivo, algo como una vigorosa luz antigua, como una energía primera, como un inexplicable impulso original, fundamental, es decir, sagrado. No practicamos el toreo –como tampoco hacemos poesía, ni música, ni pintura–, sino que somos, entre otras muchas cosas enigmáticas, toreo. Fíjese, amigo Martínez, que no digo que seamos toreros –¡qué disparate!–, sino toreo; porque, claro, no se trata de un simple hacer, de un simple jugar más o menos artístico, más o menos deportístico, sino de un subterráneo ser vital, sustancial y, por lo tanto, indiscutible, injuzgable; porque podemos, mejor o peor, intentar juzgar lo que hacemos, pero no lo que somos. Ese toreo que ejecuta el torero es, en parte, nuestro también, o sea, es el toreo de todos, es algo que el torero se presta a realizar en su propio nombre y en el nombre de todos, pues en esos instantes nos representa.

         Cuando alguien sumamente culto –y enemigo casi automático de los toros– se aviene a encontrarle una justificación y una disculpa a tan «fascinadora atrocidad», ese alguien desemboca inevitablemente en el viejo y sangriento tema del sacrificio; aunque nuestro civilizado sujeto no puede nunca dejar de condenar las escenas horripilantes que le ofrecen las corridas, la verdad es que una vez descubierta por él esa raíz profunda, se siente un poco más tranquilo, pues ahora, por lo menos, tales escenas le llegan prestigiosamente emparentadas con un arcaico y trascendental rito religioso. No es tonto el señor, o si es tonto, no es del todo ignorante; se equivoca, eso sí, en la naturaleza de ese sacrificio; él ha pensado en seguida en el feroz y pobre animal que con tanta evidencia parece ser la víctima indiscutible, cuando aquí se trata, principalmente, de sacrificio humano.

(Resulta muy curioso ver que el detractor actual de los toros se ha desinteresado, se ha despegado completamente del hombre, de la figura humana del torero; en los siglos XVII y XVIII, e incluso en el XIX, muchos clamaban por la vida tan bárbaramente puesta en peligro del matador; hoy nadie; hoy sólo se habla de la pobre bestia, por un lado, y del embrutecimiento del público en masa, por otro, pero del hombre solo, del individuo que está en el ruedo, no se dice apenas cosa alguna: ha sido abandonado sin más contemplaciones. Unos amigos míos de Italia me hacían notar que en la corrida el toro muere siempre, irremediablemente, mientras que el torero tan sólo algunas veces –¡muy pocas!, me decía uno de esos insensatos amigos–, lo que consideraban una injustísima desigualdad en la lucha, ya que, claro, entre otros muchos disparates, creían que se trataba de una lucha. También recuerdo a una señora, del más alto y clásico burguesismo francés, que, ante una cogida muy grave, mientras todos veíamos con angustia cómo se llevaban al torero –sangrando y con el rostro como embadurnado ya por ese indecible gris de la muerte–, ella, radiante, no dejaba de vociferar. «Très bien, mon petit, très bien!»; su pequeño era el toro. En estos dos casos, es verdad, se trata de extranjeros, es decir, de personas que no pueden tener una idea muy clara de lo que sucede en la arena, pero los muy civilizados, cultos y modernos detractores españoles –que no tienen tantos motivos de ignorancia en la materia– también se han inclinado últimamente por el animal, han tomado el partido del animal. En cuanto a los socialistas y progresistas, esgrimen más bien unas moralizantes razones heredadas del industrioso, trabajador y… auroral siglo XIX, resucitando muchos de los ingeniosos y dudosos argumentos que, un poco fantochescamente, manejara Eugenio Noel –claro que sin su talento de escritor castizo, de casta–; pero no desdeñan, cuando es necesario y oportuno, unirse a los animalistas. He dicho que todo esto era muy «curioso»; no quiero añadir más.)

Se trata pues, aunque escondidamente, de una ceremonia ritual, sacrificial, pero en este disimulado sacrificio no es el toro, como puede parecer a simple vista y por fuera, la verdadera víctima, sino el torero, ese terrible, total, radical solitario que es el torero. Recuerdo ahora su cara de asombro cuando la otra tarde quise aludir a esa extrema soledad; usted no puede apenas concebirla, ya que, por el contrario, siempre ha visto a este hombre, en la plaza, muy ruidosamente acompañado por el público y, fuera de ella, muy rodeado de esas parasitarias personas que constituyen el abigarradísimo mundo toreril; sin duda son, en uno y otro caso, gentes más bien cálidas, apasionadas, e incluso están llenas, muchas veces, de honda devoción por el «maestro», pero no pueden arrancarlo nunca del abismo de soledad en que se encuentra: nadie puede llegar hasta allí. La soledad del matador es una soledad de muerte, de muerto. Me comentaba J. B. que hablando con un famoso torero amigo suyo sobre miedos y terrores, le aseguró que, a «última hora», entrando en el anillo, en el círculo mágico de la plaza, ya no se podía sentir cosa alguna, porque se entraba muerto –no muerto de miedo, sino de muerte–; y añadía: «Cuando se torea, si uno no estuviese ya muerto, no podría torear».

¡Qué bien expresada está en esa frase la situación extrema del toreo! Y que no nos guste demasiado, amigo Martínez, cómo torea L. M. D., no le quita ningún valor a sus palabras vivas.

El torero no torea para nosotros, sino a cambio de nosotros, se sacrifica por nosotros; torea para que nosotros no tengamos que torear la parte de toreo que nos toca ser.

         Es como un milagro del cerrilismo. Es sin duda un milagro, el terrible milagro de la sempiterna cerrazón española, una especie de clarividencia cerril.

El cerrilismo es sordo al saber, al entender, a las acumulativas conquistas de la cultura, pero, en cambio, de un oído muy fino para todo aquello que viene del ser, del ser naturaleza, del ser naturaleza ciega, viva.

Barcelona, 1966

RAMÓN GAYA(1910-2015) es pintor y escritor