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La muerte exacta

Joselito murió cuando debió hacerlo. Intervino la siniestra carambola de Talavera, pero la edad del joven maestro y la plenitud de sus facultades –ninguna tan evidente como la clarividencia–no significan que pueda hablarse de una trayectoria truncada. Belmonte hubiera cambiado la biografía de su perfecto antagonista y mejor amigo. Belmonte se desengañó de la vida el día en que murió el propio José. Y envidió para siempre la dimensión heroica de su compadre. El único torero, el único, para quien la plaza de Madrid observa un minuto de silencio cada 16 de mayo.

A Joselito le sucede lo mismo que a Mozart, ya que de prodigios hablamos. Y no el prodigio de la infancia, sino del hombre adulto que ha llevado hasta los extremos un compromiso estético. A Joselito le sucede lo que a Mozart porque su muerte trunca una vida, pero no trunca una carrera. La unanimidad con que celebramos a Joselito proviene de la plenitud. No echamos de menos lo que pudo suceder después. Heredamos de él una obra redonda, finita. Podemos especular con el torero que pudiera haber sido, pero este ejercicio prospectivo no cuestiona en absoluto la envergadura de una trayectoria cuyo desenlace termina de redondearse.

El héroe ha de morir joven. Debe hacerlo en el ejercicio consciente y profundo de su misión. Joselito muere pronto, pero no «antes de». Porque su propio final es una estocada invertida. Él mismo había acuñado un aforismo que retrataba las reglas del juego: el toro de cinco, el torero, de veinticinco.

Y José Gómez Ortega se malogra en Talavera, pero Joselito alcanza el Olimpo sin que podamos reprocharle las faenas incumplidas. Joselito es el torero de la gracia, de la inteligencia, del valor, de la estética. El lidiador ingrávido y astuto, el matador carismático cuya media sonrisa, como la de Mozart, parece un contrapeso a la fatalidad que le amenaza.

La escultura, la elegía, el arraigo en el romancero flamenco, las coplillas populares. Ocurrió con Joselito. Y sucedió de manera impresionante con Manolete. Las muertes prematuras de ambos los revistieron de mitología. Ya se lo decía Valle-Inclán a Belmonte: «Juanito, ya sólo te falta morir en la plaza».

«Se hará lo que se pueda», respondía el espada trianero, «se hará lo que se pueda». E hizo lo que pudo Belmonte. Por los terrenos que pisaba. Y por los años que se dilató su carrera, aunque la decisión de suicidarse en la soledad y en la vejez sobrentendían la última derrota en su rivalidad histórica con Joselito. Había muerto José Gómez Ortega a los… veinticinco años.

Se había garantizado un lugar de honor en la historia de la tauromaquia. Y se lo había asegurado el monumento de Benlliure en el cementerio de Sevilla. No es tanto una escultura como una trama escultórica. Un cortejo de niños, de gentes del toro, de flamencas, de torerillos. Identifica a todos el compungimiento. Los hombres cargan el féretro. Las gitanas lloran con desconsuelo. Y los aficionados vamos detrás, sabiendo que la muerte de Joselito nos sigue redimiendo.

Rubén Amón, periodista, es presidente de la Peña Antoñete