En el voluble, histérico y viciado escenario socio político de Cataluña los toros, la Tauromaquia, son una anomalía. Un cuerpo extraño para quienes se han empeñado en reescribir la Historia y manipular el presente.
Desde el primer gobierno autonómico de Jordi Pujol (1980) las corridas de toros (los correbous, no) han estado en el punto de mira y contra ellas se ha legislado (prohibición de plazas portátiles; prohibición entrada menores de 14 años) y actuado (declaración de Barcelona como ciudad contraria a las corridas de toros; censura en muestras artísticas) hasta llegar al hito final con la modificación (julio 2010) de la Ley de Defensa de los Animales que supuso la prohibición de las corridas. Luego vendría la Iniciativa Legislativa Popular del medio millón de firmas para revocarla y la larga espera del fallo del Tribunal Constitucional.
Cuando éste se produjo de forma favorable (octubre 2016) fue el propio Pedro Balañá Mombrú, empresario de la Monumental (única plaza en toda la Comunidad en condiciones de dar toros) el que dijo no, añadiendo un enigmático “de momento”, a la espera de tiempos mejores. Se frustraban así las esperanzas de los aficionados que, pese a todo, resisten y también el sueño de su padre, el nonagenario Pedro Balañá Forts, expresado en la última corrida en la Monumental, aquella Mercè de 2011: “No quiero morirme sin volver ver a ver abierta la Monumental al toreo”. No ha sido posible. El pasado 16 de enero fallecía sin ver su sueño cumplido.
Si atendemos al escenario político, el llamado “procés” se ha concretado (sic) en unas elecciones impuestas por la aplicación del artículo 155 de la Constitución, a las que se presentaban un presidente del Govern en fuga junto a algunos consellers y el resto en la cárcel o en libertad provisional. Los resultados del 21D acabaron por emponzoñar, aún más, una situación en la que cada día parece empeorar al anterior.
Desde el sector taurino, en sintonía con la inacción de Balañá, se estaba a la espera (o eso decían) de un cambio sustancial en el arco parlamentario catalán, con mayoría del llamado “bloque constitucionalista”, que allanara el camino para anunciar corridas en la Monumental. Un supuesto que no se dio, me atrevería a decir que para alivio y coartada tanto del empresario barcelonés como de sus colegas, y así seguir con la estrategia de la nada. Un pacto de no agresión en el que mientras uno salvaguarda sus (legítimos, faltaría más) intereses, que nada tienen que ver con lo taurino (pero sí mucho, o todo, le deben) los otros no ofrecen una alternativa, mediante oferta para asumir la gestión de la plaza de Barcelona y afrontar el reto.
Algo que sí ocurrió, aunque de forma muy tímida, a inicios de la década de los 80 por parte de nombres destacados del empresariado taurino (español y, también, francés) para que la casa Balañá cediese la gestión del coso de la calle Marina, pero no pasó de ahí. Después, ya en 2007 y hasta la entrada en vigor de la prohibición en 2012, Toño Matilla, familia de larga e intensa relación con los Balañá, se hizo cargo de la programación taurina de la Monumental bajo el poderoso influjo de José Tomás, el torero que devolvió parte del pulso perdido a una afición que lo tiene, junto a Manolete y Chamaco, en el triunvirato histórico de sus predilectos. La lenta agonía tuvo así tardes de tendidos llenos y faenas para el recuerdo, con el torero de Galapagar en el centro. A ellas se aferra, aún, la memoria.
Pero ahora, con todas las de la Ley para echar la pata l’ante, Balañá, Matilla y resto de empresarios, incluido un poderoso grupo mexicano que sí se fija en otras plazas, se llaman a andana.
¿Y la afición? Tras las dos últimas corridas en la Monumental (La Mercè, 2011), vividas con sentimientos contrapuestos y emoción desbordada, que fueron lágrimas de nostalgia y rabia, llegó el tiempo de lucha (la ILP) y (quien se lo puede permitir) peregrinaje por plazas de España y Francia, en busca del toreo prohibido en su tierra.
En Céret (a poco más de una hora en coche desde Figueras), plaza pequeña, toro grande y una pancarta siempre presente que la define: “aficionados y catalanes”, los areneros lucen barretina, la cobla sardanista que hace las veces de banda de música toca La Santa Espina y Els Segadors y la afición de la Cataluña Norte (Francia) se funde con la que allí acude desde Girona, Barcelona o Tarragona. En Céret vivió Picasso muchos años de su exilio y a su plaza de toros, como a la de Colliure (muy cerca de la tumba de Antonio Machado) acudía para aliviar su nostalgia. A Céret, a Nîmes, Arles o Béziers, viajan los aficionados catalanes como árnica a las heridas de su corazón taurino.
No sólo eso. La actividad grupal en las distintas peñas y entidades repartidas por todo el territorio no sólo siguió pese a la prohibición sino que se incrementó, incluida la Escuela Taurina (perseguida y sin subvención) y el Curso de Aficionados Prácticos. También se sumaron jóvenes que apenas alcanzaron para ver toros en la Monumental en su último año o ni siquiera eso; una prueba de vitalidad que, quien corresponda, no se ha dignado tomar en cuenta.
Señalados, olvidados, los aficionados catalanes militan en la causa con ánimo resistente y sin flaquear, herederos de aquellos que merecieron de Rafael El Gallo palabras como las que recogió el pintor Santiago Rusiñol en sus “Páginas vividas”, transcribiendo un encuentro casual entre ambos allá por el primer cuarto del siglo XX:
“Hemos tenido la gran honra de comer con El Gallo… le hemos tenido cerca, tocar, darle la mano, lo que desearía el 80 por ciento de españoles y el 98 por ciento de catalanes, que llenan incluso los días de trabajo las tres grandes plazas de la laboriosa Barcelona. El Gallo, un buen torero que se gana honradamente la vida y que ha dicho cosas de Barcelona de las que han de estar agradecidos todos los partidos de la ciudad, tanto los que tiran a la derecha como los que se decantan por la izquierda. Nos ha dicho y nos llena de alegría que Barcelona es la ciudad de nuestra España que más exalta su oficio, la que tiene más afición a los toros. Nos ha dicho que quería tanto a este público que lo deja todo por ir a verlo a él de luces que si no fuera andaluz de nacimiento querría ser hijo de Cataluña, porque cree que en ningún otro lugar se quiere más a los hombres que valen. Y después de beber sin porrón porque no lo teníamos nos ha prometido que mientras toree y le queda piel por agujerear, piernas para correr, capa y muleta, siempre recordará la tierra que más quiere al toreo, como lo demuestra con las tres plazas. Y nos hemos abrazado. Y llorábamos”.
Un siglo después, en Barcelona ya sólo queda en pie, cerrada al toreo, una de aquellas tres plazas y de otra conservaron la fachada para hacerla templo del consumo con aspecto de platillo volante. La de Tarragona es multiusos (salvo torear, claro); Olot ahí sigue, con su historia y su abandono; Girona, Figueras y aquella Costa Brava de primer turismo en los 60 -sol, sangría y toros- sólo son rescoldos en la memoria.
Memoria gloriosa, presente negro y ¿futuro?
En Cataluña, como en ningún otro lugar del Estado y con una lectura muy distinta al tópico, los toros “son España” y esa identificación (astutamente manipulada por unos, torpemente utilizada por otros) juega en su contra, más aún en la rueda del hámster en que se ha convertido la política catalana. Pero derogada la prohibición y con una ley superior (con ciertos déficits que dejan abiertas espitas a interpretaciones ad hoc como ha ocurrido en Baleares) que, a nivel nacional, obliga a la preservación y fomento de la Tauromaquia, algo y alguien debería moverse.
Por eso, también por la Historia, incluso por justicia poética, de no poder ser en la Monumental ¿por qué no intentarlo en una portátil?
Al fin y al cabo, en peores plazas hemos toreado.
Francisco March es periodista, crítico taurino y presidente de la Federación de Entidades Taurinas de Cataluña.
NÚMERO TRES. AMÉRICAS. ENERO – ABRIL. 2018