En octubre de 1933, Federico García Lorca dictaba en Buenos Aires su conferencia definitiva sobre “el espíritu oculto de la dolorida España”. En “Juego y Teoría del Duende”, el poeta granadino nos enseñaba que el flamenco (y el toreo) eran pura cultura. Una cultura –como España– poliédrica y que por ello podía tener, y de hecho tenía, múltiples facetas. Facetas que iban desde el duende romano de Lagartijo, al duende gitano de Cagancho, pasando por los duendes barroco de Belmonte y judío de Joselito el Gallo.
Creación de los ganaderos, claramente influenciados por los gustos de los públicos y las modas de los toreros, la bravura es artificial. A partir de un cierto y primitivo instinto agresivo del ganado vacuno, evidenciado no en todos los ejemplares de la especie, y mediante un complejo y arduo proceso de selección a lo largo de la historia, el ganadero ha ido moldeando el comportamiento del toro bravo desde los albores del toreo hasta nuestros días. Así hemos pasado, como dijera Pepe Alameda, del toro determinante, al toro determinado. Del toro que “condiciona” el toreo, al toro “creado” para un determinado modo de torear.
Al toro de hoy se le exigen (y se exige mucho) aptitudes diferentes de aquellas que se le exigían o mejor, que no se le exigían, al toro decimonónico. Son los matices de la bravura, tan cambiantes en el tiempo, que explican por qué resulta tan difícil definir lo que es y lo que no es. Y es que no existe, ni puede existir, una definición de la bravura con pretensiones de validez universal pues sus matices cambian de una época a otra y también de un encaste a otro.
Incluso su propia evidencia, los signos de la bravura (“una rosa es una rosa”), son cuestionables. En el último número de Tierras Taurinas, André Viard, alguien fuera de toda sospecha, apunta que unos estudios taurinos de próxima publicación van a poner en tela de juicio el tercio de varas como tercio medidor de la bravura. Según las conclusiones de ese trabajo, la mordida de la puya (y no se habla de las beta-endorfinas sino de otra molécula) explicaría sin más ese “crecerse al castigo” propio del toro bravo. Dicho de otra forma, según Viard, la bravura se puede manifestar sin necesidad del tercio de varas. Una conclusión que los públicos de hoy, decantados por la bravura que se manifiesta en los engaños, en especial en la muleta, intuían ya desde hace mucho tiempo.
Un buen ejemplo de todo este discurso sobre la bravura es el toro Hebrea de Jandilla, un cinqueño negro, herrado con el número 94, de 575 kg. y de irreprochable trapío, jugado en Madrid el 26 de mayo de 2017. Un toro bravo y pronto, de enorme movilidad, de bellísimo tranco, de galope incansable, de matizada fiereza y de nobleza inteligente que no dócil.
Su lidia correspondió a Sebastián Castella que no se vio desbordado en ningún momento por la desbordante y vibrante bravura de Hebrea, algo que con este tipo de toros, no es nada fácil. Al francés le sobra valor y eso se nota en la plaza y marca la diferencia, aunque su tranquilidad y frialdad le penalicen cara a los públicos.
Hebrea, nombre de resonancias judías, duendes judíos, fue bravo hasta decir basta y tuvo, hasta en eso fue bravo, un gran comportamiento en varas, explosivo en sus arrancadas, aunque le pegaron poco, pero, sobre todo –y esa fue su cualidad principal– mantuvo su bravura, su espectacular modo de embestir a los engaños, desde que salió por la puerta de chiqueros hasta su triunfal vuelta al ruedo.
Una vuelta al ruedo concedida que no pedida a un toro que pudo ser de indulto. Misterios de esta plaza de las Ventas tan apegada -a veces de modo tan innecesario o equívoco- a lo tradicional.
José Morente, es arquitecto y autor del blob taurino La razón incorpórea.
NÚMERO TRES. AMÉRICAS. ENERO – ABRIL. 2018