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Un arte de ida y vuelta

Es duro sobrevivir en una meseta árida y montañosa, que es como un océano de cuero reseco, una piel de toro.

Manuel Arroyo-Stephens, Contra los franceses

¿Qué piensan los toreros en invierno? Una vez terminada la temporada taurina en España, los hay que se quedan rumiando sus éxitos o, en el peor de los casos, lamentándose de sus fracasos a la espera de una nueva primavera y de algún contrato inesperado. Por el contrario, hay otros que, contando con el beneplácito de públicos, ganaderos y empresas, se van a torear a América.

En el fondo los motivos siguen siendo muy semejantes a los de aquellos conquistadores que cruzaron el Atlántico hace más de quinientos años: la gloria, el oro, el retiro definitivo y sin preocupaciones materiales para sus descendientes durante un par de generaciones al menos. La insaciable búsqueda del oro es un tema que se repite de forma recurrente en los escritos de Colón, y que se puede resumir en la célebre teologización que el navegante genovés hace del precioso metal: “El oro es excelentísimo; del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo…”. De oro y seda se visten los toreros para enfrentarse al toro y ganarse así, siempre que la suerte los acompañe, la gloria en vida. No obstante, para la gran mayoría de los toreros el invierno en nuestra árida meseta debe de hacerse muy duro.

Con la intención de hacer las Américas se marchó en su día el Papa Negro buscando procurar para sus hijos —quintaesencia de torería decantada y guardada como un tesoro en el seno de una misma familia— el oro y la gloria. Aquella misma fortuna que un toro de Trespalacios le negó, al cortarle en seco una prometedora carrera como matador tras inferirle una gravísima cornada en la vieja Plaza de Madrid. En efecto, la dinastía Bienvenida se forjó en América, hasta el punto de que un torero tan artista, tan “sevillano” y tan “madrileño” como Antonio Bienvenida tuvo que nacer en Caracas.

Existe toda una historia de la tauromaquia que se escribe a través de los continuos viajes transatlánticos que la gente del toro viene realizando entre España y América Latina desde que el gaditano Bernardo Gaviño (Puerto Real, 1812 – México, 1886) llegara a Montevideo en 1829. Otro hito en esta historia lo marcaría el madrileño Saturnino Frutos “Ojitos”, subalterno que llegó a México hacia 1890 acompañando a Ponciano Díaz y que se acabaría convirtiendo en el maestro del gran Rodolfo Gaona.

El del toreo es, como tantos otros, un arte de ida y vuelta. Teniendo su origen en España, sin las aportaciones de la América taurina no se puede entender el arte de la tauromaquia tal y como la entendemos hoy. Desde Ponciano Díaz hasta Roca Rey —pasando por Gaona, Armillita Chico, los hermanos Girón o César Rincón—, este puente transatlántico sigue vinculando en la actualidad un pasado familiar, una memoria colectiva y una cultura común que tienen en la emoción compartida su principal nexo de unión.

En un capítulo de la serie El espejo enterrado, el escritor mexicano Carlos Fuentes hacía la siguiente reflexión: «Hemos asistido a la hora de la verdad. A veces me pregunto: ¿Mi emoción cuando asisto a esta ceremonia es algo que no puedo separar de mi pasado familiar, mi memoria, mi cultura? ¿Se trata de un vulnerable entusiasmo compartido solamente por España y por los hispanoamericanos?» He aquí una posible definición de la fiesta de toros: Un tipo de entusiasmo compartido. Mas, ¿qué tipo de entusiasmo es este? ¿Cuáles son sus características propias? ¿Es adecuado decir en este caso ‘solamente’? Quizás detrás de este genuino y vulnerable —hoy más que nunca— entusiasmo no haya más que un profundo y antiquísimo interés compartido entre nuestros pueblos; un interés por la muerte, la fiesta y el juego, es decir, por el arte vivo en acción.

Nada nuevo hasta aquí. Sin embargo, ¿qué sucede cuando quien asiste a esta bizarra y arriesgada ceremonia no tiene un pasado familiar vinculado a la fiesta, cuando carece por completo de memoria y cultura taurinas? Básicamente pueden suceder dos cosas: o quien se sienta en el tendido se pone del lado del toro o se pone del lado del torero, no hay más.

Atravesando aquel mismo océano que en su día cruzaran Bernardo Gaviño y Saturnino Frutos, pero en dirección contraria, el poeta brasileño João Cabral de Melo Neto llegó a Barcelona en abril de 1947 para desempeñar su primera labor como diplomático. Fue aquella también su primera vivencia fuera de Brasil, donde las “touradas” (corridas de toros) estaban prohibidas desde 1907. El contacto directo con la realidad de otro país fue intenso y fructífero, marcando decisivamente tanto su personalidad como su obra. Por una parte, su amistad con Joan Miró, su relación con escritores y artistas como Juan Eduardo Cirlot y los jóvenes del grupo Dau Al Set (Tàpies, Brossa…), sobre los cuales Cabral ejerció en aquellos años una influencia liberadora en la España de posguerra; por otra, Cabral tenía por costumbre acudir cada vez que tenía ocasión a los tablaos flamencos y a los toros. Eran otros tiempos, claro, cuando ser aficionado y asistir a las corridas no suponía ningún estigma social, político, artístico o intelectual.

«Cuando fui a Barcelona la primera vez —recordaba Cabral años después—, vi la primera corrida de toros, y fui pensando que no me iba a gustar por el tema de la muerte. Pero el asunto es el siguiente: el hombre se expone a tales peligros que uno acaba sintiéndose solidario con el ser humano, y te acabas olvidando de que el toro va a morir. Porque el hombre corre realmente peligro. Torear no es para cualquiera, no». Volvemos a constatarlo una vez más: frente a las cada vez más influyentes, numerosas y fanáticas corrientes animalistas, el aficionado a la tauromaquia se sigue decantando del lado humanista.

En los tendidos de la Monumental catalana Cabral tiene la oportunidad de fijarse especialmente en un matador: Manuel Rodríguez Manolete. El poeta pernambucano ve torear por primera vez al Monstruo al poco de llegar a Barcelona, el 22 de junio y, unos días después, vuelve a verle el 6 de julio. A finales de agosto de ese último verano Manolete morirá de forma trágica en Linares y Cabral quedará fuertemente impresionado de por vida. Aquel «camarada fabuloso» que parecía «Paul Valéry toreando» llama desde un primer momento la atención de Cabral, quien saca de aquellas dos únicas tardes en la Monumental una imperecedera lección de estética gracias a su profunda identificación con el matador. En Alguns Toureiros, la mirada que motiva el poema parece detenerse en las lecciones de estética ofrecidas por los cinco toreros citados (Manolo González, Pepe Luis, Aparicio, Litri y Ordoñez). Pero es Manolete quien, entre todos, merece una mención especial. No está nada mal el cartel, lo que demuestra que en pocos años Cabral se convirtió en un exquisito degustador del toreo de calidad.

La diferencia de apreciación estriba en la riqueza de matices con que Manolete es descrito y por la explicación de carácter didáctico de esa percepción, reforzando el comentario del propio Cabral (en carta a Murilo Mendes) sobre su interés por las corridas; un interés que se circunscribe básicamente a «las dimensiones de una lección de estética». Así pues, Cabral, espíritu sensible que no había ido a los toros en su vida, encuentra equivalencias entre los oficios del poeta y el torero, señalando las posibilidades de que ambos adopten —en sus respectivas praxis, cada uno enfrentando sus propios miedos y sus propias dificultades— un mismo conjunto de principios orientadores en sus respectivos modos de actuar.

La lección que Cabral extrae de la tauromaquia es, en definitiva, la de cómo hacer. Se trata de un hacer calculado, justo, seco, preciso y sereno, a pesar de (o mejor, gracias a) la proximidad con la muerte o de aquello a lo que el poeta pueda asimilarla en su propia práctica. Enseñanza de vida y de obra puesta negro sobre blanco por Cabral, tauromaquia poetizada, cuando lo visto en la plaza se acaba convirtiendo en una valiosa lección de estética. Quien quiera aprender algo valioso de toros y flamenco que lea con atención los poemas que Cabral dedica a estas dos artes del cuerpo tan estrechamente vinculadas.

En contraste con el negro sobre blanco de la teoría, nos quedan algunas escasísimas películas en color donde podemos ver a Manolete toreando. Son apenas unos pocos minutos, pero aun así la lección de estética adquiere ahora otros matices. Frente al blanco y negro de las antiguas películas en que estamos acostumbrados a ver a la mayoría de los mitos de la tauromaquia, en estas imágenes filmadas en México (donde Manolete fue en vida tan idolatrado como en España) nos encontramos con un torero más cercano, sorprendentemente cercano. Así, el color hace que podamos sentir al torero cordobés casi como si fuera contemporáneo nuestro. México —y por extensión, toda la América taurina— han aportado al toreo justamente eso: el color, el contraste más sutil, un toro más templado, nuevos y variados matices en los contornos, completando así el dibujo, el esqueleto, el armazón conceptual de un arte, el del toreo, que se fue fraguando durante siglos a golpe de viajes de ida y vuelta.

Antonio J. Pradel es escritor.

Nacido en Madrid, vive y trabaja en Sao Paulo.

NÚMERO TRES. AMÉRICAS. ENERO – ABRIL. 2018