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Contra el tópico

Son muchas las señales que apuntan la convergencia entre la tauromaquia y el flamenco. Quizá demasiadas. Enumerar los lugares en los que la imaginería de la lidia y el universo simbólico del flamenco han coincidido sería una tarea imposible. Conceptos, tópicos, imágenes, paisajes, gestos y categorías de ambas artes se han sincopado hasta hacerse cuerpo en aquellos personajes que fueron toreros flamencos o que siendo cantaores, tocaores o bailaores, se arrojaron al arte de lidiar toros. Allá por los años treinta había incluso un cronista de La Fiesta Brava, semanario taurino editado en Barcelona, que gustaba de tildar con adjetivos flamencos a las propias reses. A fin de cuentas, la colección de anécdotas y casualidades que se entretejen entre lo taurino y lo flamenco podría enumerarse hasta la fatiga, recuperando, como tantas veces, lo mejor y lo peor de lo que somos.

Lo obvio no merece especial mención y existe un rasgo estético común entre estos dos mundos que tienden a emborronarse en cierto casticismo de otro tiempo. Pueden contarse incluso actitudes comunes que podrían predicarse de ambas artes. Hay relatos compartidos en los que cierto patetismo, la hondura, y hasta algunas disposiciones de vocación anímica como el temple, el mando y la soberanía podrían adjetivar al buen toreador y al buen flamenco, si es que tal cosa existe. Quizá por ello en los muros de la Venta Vargas convivan el retrato de Camarón con el de Manolete, aunque debiera matizarse tal “quizá”, pues la casualidad quiso que la proximidad entre ambos mundos fuera todavía más íntima y más estrecha: dicen que hasta 1935 aquel colmao (entonces Venta Eritaña) había sido propiedad de Perico El Tate, quien llegó a matar, precisamente en aquel año, dos novillos de Miura. Hay barrios como San Fernando y Triana que habrán de vincularse siempre a la historia de lo uno y de lo otro, al igual que hubo dinastías, como los Onofre en Córdoba, que sirvieron pródigamente a las dos artes.

Dos son los relatos originales por los que, tradicionalmente, trataron de reunirse los toros y el flamenco, y en ambos casos se intentó apresar con los hilos de la necesidad forzosa una juntura que merecería la pena interpretarse como meramente contingente. De una parte el discurso en torno al casticismo, que en una y otra dirección —pero sobre todo en una— intentó asimilar bajo el rubro del flamenquismo a los toros y cierta proyección andalucista de la identidad de lo español. Al contrario de lo que pudiera pensarse, esa vinculación fascinó más a los críticos del flamenquismo del 98, como Baroja, Maeztu o Azorín, que a los apologetas de la cosa. Sólo la Generación del 27 pudo aspirar a revertir la lacra ideológica con la que intentaron marcar la lidia y ciertas formas del cante jondo, y hubo, claro, contadas excepciones en aquel pulso. De hecho, a finales del siglo XIX el título “flamenquismo” solía tener un cariz eminentemente peyorativo y con la salvedad de Antonio Machado Álvarez, Demófilo, los círculos intelectuales solían resumir el mal de España en el cultivo y la atención del flamenco y la tauromaquia. La otra ligazón discursiva entre el flamenco y la tauromaquia, cuya legitimación fue algo más tardía y a veces servida por lengua extranjera, estuvo asistida por cierto vigor teórico y ha intentado retratar ambas expresiones artísticas con conceptos que con un trazo muy grueso podrían evidenciar una cierta inspiración tardo romántica y hasta nietzscheana. La tauromaquia cifrada como liturgia, el alcance mistérico del quejío, los ecos del mitraísmo, ciertas evocaciones trágico-dionisíacas del lance taurino y del cante jondo, e incluso referencias subversivas —el flamenco y el matador encarnan contravalores—, quisieron legitimar, y todavía hoy lo hacen, bajo cierto terribilismo culterano lo que, en principio, podría defenderse solo. Pobre es el arte que requiere de la legitimación del discurso. La ferocidad del lance y de la vida, algunas remisiones a lo orgánico e imágenes tan manidas como el desgarro son notas comunes en este intento más contemporáneo de recrear un cierto tipismo de lo español sin nombrarlo. Son, en justicia, referencias que aunque aspiran a operar cierta disrupción siguen afianzándose en una compresión próxima a la que Kant ejerciera con respecto a lo sublime. Es ahí donde convergen categorías como lo grande, lo oscuro y lo trágico; y es que, recordemos, para el de Köningsberg ­—así lo advierte en su Antropología— el español que recoge su cosecha entre cantos y danzas (estaría él ahí para verlo) es de un espíritu romántico como demuestran las corridas de toros.

Nada une más que un enemigo común y parece evidente que uno de los patrimonios comunes del flamenco y los toros han sido sus críticos. La mala ventura quiso que el flamenquismo —que para Benavente no sería más que un derivado de las corridas de toros— se interpretara a finales del siglo XIX como un destilado esencial de lo español, si por tal entendemos un cierto irracionalismo de querencia andalucista. La ecuación, forzada y falaz, como recuerda Ramón Solís, partía del ejercicio de resistencia antifrancesa que en Cádiz operaban las letras de palos originalmente festeros (cantiñas y alegrías), que quisieron oponer resistencia a la ocupación napoleónica a principios de aquel siglo. Habrá de recordarse que aquellas letras que luego cobraron la hondura y tragedia de otros palos, como la seguiriya, no intentaban defender la oscuridad de aquella España borbónica, sino esa otra posibilidad, para siempre perdida y sólo a veces añorada, que latió durante los escasos dos años en los que estuvo vigente la Constitución de 1812. Aquellas coplas fueron orgullosa y obstinadamente antifrancesas, pero no necesariamente apologéticas de ningún irracionalismo romántico. Sólo tardíamente, durante la Restauración, aquel tipismo sirvió para reconstruir una caricatura antiilustrada que situaría, como diría Maeztu, a los toros y al flamenco en el origen de todos los males de España. En un rapto de inequívoca ingenuidad, tiempo después, en una carta dirigida a Ortega, taurófilo y entendido, el vitoriano llegó a congratularse por haber desarticulado el ideal teórico del flamenquismo y los toros. Desconocía, naturalmente, todo lo que habría de venir después, pero en aquella circunstancia costó poco trazar una relación causal entre el desastre del 98, la afición por la lidia y el gusto por la soleá. El testimonio, casi delirante, de Eugenio Noel da cuenta de la tosquedad de aquella diagnosis en la que “los toros, las gitanas, las palmas y la botella de aguardiente habían herido, digamos, el tuétano de España”.

Los excesos de aquel antiflamenquismo tenían mucho de desprecio a la cultura popular, y es que el elitismo cultural sirvió de refugio para legitimar un verdadero discurso de clase. En el terreno puramente artístico, las aportaciones de toda la Generación del 27 y el universo inventado por Lorca hablan por sí mismos. La confrontación se hace aún más explícita en el terreno del ensayo; pasado el tiempo, hasta cierta izquierda cultural —opacada pertinentemente durante el franquismo— vino a subrayar la estrategia cultural supremacista del antiflamenquismo para reivindicar el valor no sólo artístico, sino incluso revolucionario y disruptivo del flamenco y los toros. Para la historia queda Andalucía, su comunismo y su cante jondo de los hermanos Caba (1933). No es improbable que, ciertamente, detrás del desprecio histerizante de algunos autores como Noel latiese un cierto prejuicio de clase, como el que explícitamente evidencia, por ejemplo, con respecto a los gitanos a los que denominara “esa raza vagabunda”. Ciertamente, uno de los rasgos más comunes, tanto del toreo como del flamenco, es su potencial no sólo igualador, sino incluso subversivo. La lidia contemporánea nació por mano de un humilde zapatero que con su valor alcanzó a concitar el respeto de los maestrantes de Ronda en el siglo XVIII. Francisco Romero inauguró el empeño a pie y revolucionó lo que hasta entonces era un ejercicio privativo de aristócratas montados a caballo. El tópico de las cornadas del hambre, presente hasta la posguerra española, emparenta dos imágenes cabalmente análogas que evidencian la condición marginal del flamenco y del toreo. Los niños gitanos que deambulaban descalzos por las ventas cantando al plato o aquellos torerillos famélicos que abrían la capa al final de la faena para recoger las monedas que les arrojaba el público representan la misma España doliente y miserable que, sin embargo, alcanzó a fascinar a cierta aristocracia. Frente a las dinastías nobiliarias, cuyo nombre y lustre nacieron hace demasiado tiempo al abrigo de antiguas gestas de guerra, tanto el flamenco como el toreo han sido disciplinas especialmente proclives a la génesis de nuevas dinastías. Con una salvedad, eso sí: que la virtud en una y en otra lid están al alcance de aquel que quiera conquistarla por méritos propios. Hay algo parecido, dirá el pequeño de los Machado por boca de su Juan de Mairena, entre la arrogancia del artista flamenco y la pulsión heroica del matador.

Andado el tiempo, la vindicación subversivo-revolucionaria del flamenquismo y los toros ha intentado recuperar aquella veta más o menos nietzscheana para insistir en el esencialismo de una yuxtaposición simbólica y cultural que podría resultar más azarosa de lo que muchos han querido referir (el bandolero tendrá un protagonismo específico hasta en Bandidos, de Eric Hobsbawm). Esta mirada algo ingenua, arrobada y fascinada, de trazas romanticistas, entronca cabalmente con un tipismo extranjero que encontró, y seguirá encontrando, nuevos referentes en cada generación: Mérimée, Hemingway, Brenan… Ese relato viajero que asomó la vista algo impúdica, generalmente desde los Pirineos, fue perdiendo ingenuidad y ganando sofisticación hasta alcanzar un terribilismo icónico en figuras como Georges Bataille, Michel Leiris o incluso Roland Barthes. Los chicos malos de la filosofía del siglo XX quisieron reconocer en el matador y en el flamenco la encarnación cuasi salvaje, indómita, dionisíaca y subversiva de un Übermensch que aspiraba a realizar cierta revolución que comenzaría, claro, por su dimensión estética. A partir de ahí, el flamenco y el toreo corrieron, naturalmente, suertes desiguales en los círculos intelectuales. Al tiempo que el flamenco se vindicó como una expresión artística altercanonista en la que el cultivo de cierta heterodoxia aspiró a convertirse en norma a partir del 75 (con La Leyenda del tiempo de Camarón y, tiempo después, el celebrado hasta la extenuación Omega de Enrique Morente), la tauromaquia, pero sobre todo sus relatos y dispositivos culturales adyacentes, parecen haberse quedado detenidos. Allí donde una Rosalía se atreve hoy, y con gran tino por cierto, a conciliar a La Niña de los Peines con el trap y su estética urbana, la tauromaquia insiste en detener el tiempo, y en cada intento por actualizarse parece evidenciar una torpeza genética, casi inoportuna. Cada vez que la industria tauromáquica quiere modernizarse balbucea como aquel padre desorientado que, impostando una jerga juvenil, aspira artificialmente a ganar una ridícula complicidad del hijo. Quizá sea en esa distancia donde se desvele su dimensión absolutamente intempestiva, es decir, ajena a la circunstancia y el tiempo del toreo. Si ha de ser Nietzsche, que lo sea hasta el final.

Sea como fuere, parece evidente que la juntura establecida entre la tauromaquia y el toreo puede y debe problematizarse hasta desvelar su dimensión contingente. Al menos podría merecer la pena ensayar una nueva comprensión en la que estas dos expresiones artísticas renunciasen a su proximidad y acogieran una emancipación recíproca. El andalucismo, el gitanismo y cierto casticismo habrán de perseguir, ciertamente, más al flamenco que al toreo, puesto que tan taurófilo será el Guadalquivir como los montes de Azpeitia o el Cerro de San Cristóbal en Lima. La oportunidad y el espacio que abre la emancipación y la demolición del prejuicio podría habilitar nuevas formas de relación entre el toreo y otras artes. Esa ha sido, de hecho, una constante en la historia de la tauromaquia: el haberse proyectado inconscientemente como parteaguas o panóptico de tantas artes que han sentido una fascinación estética ante la verticalidad grácil del hombre que se enfrenta voluntariamente a la bestia astada. Desde tiempo inmemorial al toro se le pinta, se le canta, se le escribe y se le narra adelantando cada vez una nueva interpretación posible de esa verdad que es común a todas las artes. Y en lo que el arte tiene de signo valdrá la pena atender no a la materialidad del significante, sino que, tal vez, debamos concentrar la mirada en ese lugar común hacia el que apunta todo lo verdadero. Ahí se encuentran los toros y el flamenco, como las paralelas de Euclides. Se lo oí decir a un hombre sabio: son dos artes distintas a las que les pasa como al jazz, el boxeo y los negros. Por separado viven perfectamente, pero juntos conocen una belleza de difícil expresión y establecen un equilibrio perfecto.

DIEGO S. GARROCHO es profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018