El mejor escribano echa un borrón, y el mejor matador fracasa estrepitosamente ante un toro terrorífico, o por lo menos así pasaba antes de que se fabricaran las embestidas dulcificadas de hoy. El poderoso Domingo Ortega, en Madrid en 1934, se reveló falto de recursos delante de Tapabocas; Rodolfo Gaona, en 1919 en la misma plaza, fue derrotado por la casta y dureza extraordinarias de Barrenero; Marcial Lalanda, también en Madrid, se rindió en lucha desigual contra el peligroso Amargoso en 1929; y el mismo Joselito, en Valencia en 1915, fue vencido por el manso Platero. En todos estos casos una figura del toreo perdió la batalla ante un enemigo de extraordinaria dificultad.
También le pasó al gran Rafael Molina, Lagartijo, en Málaga el 3 de junio de 1877 ante Cucharero, de la ganadería de Anastasio Martín. Este elegante cordobés, uno de los mejores toreros de todos los tiempos, estaba inmerso en su enconada rivalidad —¡nada menos que veintitrés años!— contra otro coloso, el granadino Salvador Sánchez, Frascuelo. “Con Lagartijo empieza a hablarse de arte en los toros”, sentencia Cossío. Efectivamente, pero un arte basado en la técnica, el conocimiento de las reses y las suertes, el valor y la entrega. Lagartijo —el primer “Califa”— podía con todo.
Salvo con Cucharero, negro bragao, de rizado cuello, con grandes y afiladísimos pitones. Era un animal enorme, casi cuatrocientos kilos en canal, y cuando el maestro lo vio entrar al ruedo soltó un sentido “¡Maldita la vaca que te parió!”. Tan alto era Cucharero que en un momento de la lidia se rascó el hocico en la barrera… sin apenas levantar la cabeza.
Grande y de mucho poder, duro de pelar. Cucharero tomó diez varas que no hicieron sangre y mató tres jamelgos: en una caída, Calderón (hijo) se rompió la clavícula izquierda, y en otro encuentro, Juan Fernández fue lanzado de cabeza al callejón. Cucharero buscó el refugio de la barrera, y con grandes dificultades los banderilleros sólo consiguieron clavar unos palos sueltos. Durante estos dos tercios, Lagartijo apenas intervino, y cuando lo hizo fue con grandes precauciones.
Tocaron a matar “y Lagartijo tomó los trastos con la intención de no arrimarse”, nos cuenta un historiador de la Fiesta. En efecto, ante contrincante tan huido y resabiado instrumentó pases movidos, a distancia y a la defensiva, a veces “sin llegar a la cara del toro”, según un testigo. “Con el estoque aquello fue una odisea”, cuenta otro historiador: sablazos a paso de banderillas, “saliendo encunado y teniendo que tirar la muleta para poder tomar el olivo… Intentó descabellar entre dos caballos muertos sin que el toro se prestase, un intento de sartenazo a paso de banderillas, un metisaca a toro corrido; nueva estocada a paso de banderillas; otro viaje con un tercer estoque, y un golletazo a paso de banderillas”. Duró la faena media hora —en aquellos tiempos no se cronometraban— y Lagartijo se libró de ver el toro echado al corral sólo por su gran prestigio y la benevolencia del presidente.
Y cosa curiosa en estos casos: con la excepción de una minoría, ¡el público ovacionó al matador! A pesar de este fracaso mayúsculo, Lagartijo fue rotundamente aplaudido.
Un toro para olvidar. ¿O para recordar? Lagartijo mandó disecar la cabeza, que durante años colgaba en su casa de Córdoba, donde, nos cuenta Cossío, “en las madrugadas que llegaba a acostarse un tanto cargado de vino, armado de un bastón, descargaba su furia alcohólica sobre la inofensiva cabeza de Cucharero, acordándose del pánico pasado en la tarde malagueña, inolvidable para el maestro y los aficionados”.
William Lyon es periodista.
SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018