Tercio nodal de la lidia, el de varas esencialmente sirve para medir la bravura de los toros. Equivocadamente, el gran público cree que la puya sólo sirve para ahormar las embestidas en tanto los inducen a humillar ante los engaños; el toro bravo mete la cabeza, arrastrando los belfos en la arena, desde que remata en los burladeros de salida, y en esta temporada, donde se pone a prueba la bravura de todas las castas, resulta particularmente importante fijar la lente en decurso y formalidad con la que se lleve a cabo el tercio de varas en diferentes plazas y todas las tardes de toros.
De frente, decían los antiguos. De frente, el caballo, aunque lleve la vista envuelta en pañuelo, y de frente, el caballero, que por eso lleva bordados en oro en la casaca sin alamares al pecho, porque es precisamente lo que decían los antiguos: el caballero en plaza citaba dando el pecho como en torneo medieval y echaba la lanza de largo, dejándola resbalar en la palma de la mano diestra mientras que la zurda giraba levemente la rienda de ‘alante pa’tras, porque hablamos precisamente del único protagonista de la tauromaquia que sigue combinando en el transcurso del tercio de su actuación el arte de la jineta con el toreo lo más puro posible.
De vez en cuando volvemos a ver que un picador cita de frente, y que el matador en turno deja él mismo al burel a la distancia; que vaya de largo si es que va, tal como tientan a las vacas en la ganadería y a los machos que no han de ver un solo capote hasta llegar a un ruedo. De hecho, es más común ver a los toros en España o Francia colocados de largo, a contrapelo de la nefanda costumbre de México de marear al astado con capotes que de pronto se le arrebatan de la vista para que sus cuernos se estrellen prácticamente en el pesado muro acolchonado que seguimos llamando peto. Cada reglamento determina el tamaño o largo de las puyas, que también varían de novilladas a corridas de toros; y su forma triangular anillada con cordeles que miden la hondura de la herida no varía de plaza en plaza, y sin embargo, cambia de acuerdo con la casta que recibe el castigo. No todos los toros se crecen al dolor y hace tiempo que no se ven muchos animales que soporten más de dos viajes y, por ende, puyazos.
Es cosa del pasado, por lo menos en España, los tercios de varas donde los toros de antaño quebraban las varas, que se arqueaban desde el primer encuentro, izadas por brazos fuertes que pretendían impedir que la cornamenta hiriese al jamelgo; o bien que, ya herida la jaca, remendada en el patio de caballos para una última salida, no perdiera las tripas en público. Así las escenas de caballos muertos, que se volvían querencias improvisadas, dejaban una estela desagradable, hasta que en tiempos de Primo de Rivera se dictó el uso de la protección del peto, iniciada por el estupor y las quejas de espectadores extranjeros, y no tanto por los fieles aficionados locales. Con todo y al filo de cumplir el primer siglo con el uso de los petos, el tercio de varas ha ido minimizando: cada vez más pitados los picadores, que rara vez saludan castoreño en mano por un puyazo como mandan los cánones, y cada vez menos enfáticos los toreros, que deberían transmitir la importancia que tiene para cada faena la medición de cada dosis del difícil equilibrio entre castigo y alivio que representa precisamente puyazo.
Peones, banderilleros, puntilleros vestirán de plata o pasamanería blanca o azabache en tanto subalternos de la lidia, donde el oro lo lleva el matador y el picador, como caballero en plaza, evocación de que el origen de esta fiesta fue el toreo a caballo y que casi al mismo tiempo en que la ópera se volvió espectáculo allende los palacios para que el vulgo pudiese escuchar los vuelos de un pájaro y su flauta mágica, así también las corridas donde sólo se lanceaban bureles como san Jorge al dragón dejaron más y más espacios para que las embestidas fuesen burladas por valientes mozos de a pie, auxiliados con los capotes o capas cuya esclavina era no más que un cuello de prenda. Y en el lento asentamiento del gusto, que prefirió aplaudir y asombrarse ante el birlibirloque que se barajaba entre el animal y los hombres a pie, el toreo a caballo terminó instalándose como el tercio acondicionador de la lidia, el arte de poner a prueba la bravura y al mismo tiempo amoldar las embestidas de lo sucesivo en tanto inciden directamente en la musculatura, pujanza o renuencia, altura o nobleza morfológica con la que acomete o reniega cada burel.
De Francia llegan ecos y resonancias donde no pocos aficionados subrayan la importancia que se le da a la suerte de varas en plazas de aquellas tierras, y en otras geografías parece evidente que hay ganaderías siempre dispuestas a la exigencia que se acostumbra destilar en el tercio de varas cuando se trata de corridas de concurso —incluso tatuando el ruedo con rayas que miden las diferentes distancias con las que se pretende medir de qué tan de largo se arranca la embestida de un toro bravo que busca pelear—, pero lo cierto es que en la mayoría de las corridas que conforman el calendario taurino aparecen síntomas que hacen temer incluso la desaparición del tercio.
Al tiempo que en España se ha mantenido rigurosamente la antesala de las novilladas sin caballos como antesala a la formalización de una vocación entre novilleros, en México jamás se han reglamentado este tipo de noviciados: los novilleros torean con picadores desde el primer día que se visten de luces, y quizá por esas diferencias (y quién sabe cuántas conclusiones abrevadas en tentaderos o faenas a campo traviesa) llevamos ya un tiempo largo en el que no sólo novilleros, sino también matadores con alternativa prefieren acortar, abreviar o simular el castigo en varas, ya porque algunos diestros desean que los toros lleguen “crudos” al tercio de su muerte (encarnando un término nefasto amén de culinario) o quizá aliviando posibles vergüenzas al ganadero al evitar que los toros revelen falta de casta o incluso mansedumbre, debilidad, obesidad y demás males durante las faenas de muleta.
Al parecer, y en papel, tanto toreros como aficionados hemos ido formando un diagrama intuitivo basado en la fidelidad a la afición, la asiduidad en cada temporada y no pocos gramos de prejuicio; se trata de un diagnóstico a priori en torno a qué ganaderías o cuáles encastes en particular acostumbran enviar a las plazas toros considerados “cumplidores” en varas y, por el contrario, animales que ya sabemos desde que se anuncian que no se espera que sean particularmente ejemplares en el trámite de los puyazos. Por lo mismo, hay aficionados que saben bien las inclinaciones de ciertos lidiadores, que prefieren que sus toros reciban el menor castigo posible, o bien que ordenan a sus picadores la colocación misma de los puyazos: ya sean puyazos traseros o en la yema del hoyo de las agujas o bien delanteros o picotazos insinuados sin importar en realidad la reacción que estas estrategias puedan o no provocar en el tendido.
Esto conlleva una necesaria reflexión sobre la progresiva ignorancia que ha nublado al tercio de varas de un ya largo tiempo a esta parte. Una inmensa mayoría de los aficionados desconoce la verdadera razón por la que se trazaron los anillos en los tercios del ruedo, y suponen que picador y cabalgadura que rebasan “el área chica” (como si se tratara de una cancha de fútbol), abusan o adquieren ventajas ofensivas a los terrenos del toro; sin embargo, se trata precisamente de lo contrario: en tanto se aleje el caballo de las tablas, más expone el picador, menos resguardo tiene su cabalgadura y más ventajas para la embestida y fiereza destila el toro.
Por lo mismo, rara es la ocasión en que la mayoría de los aficionados reconoce como virtud que un toro romanea el peso de jinete y caballo juntos (peto incluido) al grado de quedar izados los cuartos traseros al encuentro; cada vez menos aficionados recuerdan que por naturaleza (y no sólo por reglamento) señalar la salida de cada puyazo de manera que el toro vuelva al ruedo por la cabeza del caballo, pitón derecho, y que es precisamente de ese lado en el que deben estar colocados peones y matadores que presencian cada puyazo no sólo para mirar la bravura o mansedumbre a cierta distancia, sino como posible alivio en quites ante los tumbos potenciales a los que se expone cada ejemplar de la cuadra de caballos o caídas ocasionales de cada picador que se viste de luces para también torear a cada tarde.
Todo esfuerzo por orientar a los aficionados en las lides, gajes y entrañas de los variados oficios de la lidia de reses bravas no sólo es encomiable, sino loable y necesario. Sería deseable que los matadores en el ruedo hagan evidente la importancia insoslayable que tiene para su actuación tanto la presencia como la injerencia de las varas según las condiciones de cada burel, y sería deseable también imaginar que la tauromaquia del siglo XXI recupere esa suerte de ecualización entre el peso de los petos en sintonía con trapíos, pesos y presencias de las corridas que se lidian en promedio, considerando con subrayados que la anatomía de los animales de ciertas plazas contrasta diametralmente con las apariencias de ciertos animalitos en otras, de lánguido o nulo prestigio.
La suerte de varas merece contar con un párrafo largo, bien redactado y más que ilustrativo en cada programa de mano que se regala con los carteles, nombres, pesos y números de los toros a lidiarse en cada tarde de corrida. En su momento, quizá haya que evaluar si el tercio de banderillas o la misma suerte suprema también precisen de una hoja parroquial que advierta a cada espectador y recuerde a cada aficionado la necesidad e importancia de su costumbre, pero por lo pronto sería encomiable que, poco a poco, más y más asistentes, aficionados, villamelones o sabihondos tomen en consideración la vital importancia que representa la presencia y participación de los picadores en el decurso de la lidia de toros bravos. De no ser así, seremos responsables del amilanamiento o decadencia de la tauromaquia en general por desdeñar o minimizar la suerte que merece la suerte de varas.
JORGE F. HERNÁNDEZ, escritor.
SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018