Descubrir la emoción del toreo a través de la mano izquierda de Antonio Chenel, Antoñete, marca para siempre. Y sentir como algo propio la ascensión a lo más alto de José Cubero, Yiyo, y ver que un toro le parte el corazón, supone una manera demasiado cruda de abrir los ojos ante la autenticidad de la fiesta de los toros. De esa emoción y de esa verdad quedamos muchos atrapados en la década de 1980. De manera irrevocable.
Tal fue el impacto del maestro del mechón blanco, el torero “guadiana” de huesos blandos y muletazos muy hondos. Tal fue el desgarro de ver marchar para siempre a ese hombre joven, de estética clásica y sentimiento muy profundo. Fueron tantos los interrogantes que dejó abiertos la muerte de Yiyo que, desde entonces, siempre imaginé cuáles hubiesen sido sus respuestas para encontrar algún sentido a ese adiós tan temprano. Todas estas sensaciones nacieron en mi generación en esos años, cuando España se abría al mundo ante un nuevo horizonte cargado de incertidumbres e ilusiones mientras defendía sin complejos lo exclusivo y diferente que ofrecía nuestra propia cultura.
Los toros despertaron un gran interés en los ochenta, e integraron a gentes absolutamente distintas. La fiesta de los toros no sólo no decreció a la par que en España se producían cambios profundísimos en la sociedad, en la política, en la economía…, sino que la tauromaquia se convirtió en punto de referencia para creadores de otros ámbitos, quienes volvieron o llegaron por primera vez a las plazas sin el mínimo prejuicio o recelo. Lo más clásico se había convertido en vanguardia. Sin embargo, siendo muy importante el acercamiento de todos estos representantes del mundo de la cultura, lo fundamental en aquellos años fue que una nueva generación de aficionados se enamoró con pasión, y para siempre, del toreo. Muchas de esas incipientes miradas descubrieron un mundo fascinante, vivo, bello, emocionante, en el que la vida y la muerte se entrelazaban bajo unos códigos éticos y estéticos de difícil comprensión. Los toros se revelaron no sólo como una afición, sino también como una forma de entender la vida.
En ese descubrimiento del toreo por parte de toda una generación de aficionados, la irrupción de Antoñete fue clave. Todo giraba en torno a ese torero cincuentón, alejado por su físico de cualquier arquetipo, con mucha vida quemada a sus espaldas, y con no pocos sinsabores, aupado y hundido con la misma fuerza, y superviviente de un taurinismo maravilloso que, ya por esos años, hacía aguas…Chenel y su mano izquierda fueron el sumun.
El maestro madrileño recuperó viejos modos delante de los toros y adivinó técnicamente la manera de estructurar sus obras con enorme profundidad ante un toro diferente al que él había conocido en sus primeras épocas; ese animal de los años cincuenta y sesenta mucho más ágil, más vivo, menos perfecto, seguramente de menos clase, pero sí más emotivo por la incertidumbre de sus embestidas.
El toro de los ochenta ya había crecido en volumen y se movía menos, lo que exigía unos resortes técnicos diferentes, de los que Antoñete se convirtió en un maestro deslumbrante. La colocación perfecta, el asentamiento de sus talones y el pulso de sus muñecas, con el gusto de traerse a los toros desde la larga distancia, escondían la cualidad más cara de todos aquellos toreros que hacen y dicen el toreo con naturalidad y pureza. Hablamos del valor.
La llegada de Chenel, y su significado, ya no tuvo marcha atrás. El gusto por el toreo clásico, de bellas formas, y muchos porqués en su fondo, se asentó en la manera de mirar al ruedo de no pocos aficionados. Manolo Vázquez, otro veterano reaparecido, y la genialidad de Curro Romero y Rafael de Paula, ayudaron mucho igualmente a que los carteles de arte alcanzaran justo significado. A ello contribuyó también en los ochenta Curro Vázquez. Todos estos toreros sirvieron de muestra para la riqueza y trascendencia que tuvo la tauromaquia en la penúltima década del siglo XX, pero no fueron los únicos.
La amalgama de estilos que convivieron en esos años ayuda a comprender que en la fiesta de los toros existe una amplísima gama de colores. Vistos los toreros sin prejuicios, con amplitud de miras y respeto, intentando entender lo que cada uno de ellos supuso y aportó, no cabe la menor duda de que la riqueza de los acontecimientos que tuvieron lugar en esos diez años de toreo marcaron una profunda huella.
La muerte de Paquirri en el ocaso de su carrera y la de Yiyo cuando apenas empezaba a pronunciar con autoridad su discurso, vinieron a demostrar con absoluta crudeza que el poder letal del toro seguía plenamente vigente, a pesar de que la acritud y el desprecio con el que algunos críticos de toros venían tratando a los toreros desde mediados de los años setenta, sugiriendo que la muerte de los hombres de luces formaba parte de una Fiesta ya inexistente. La desaparición casi consecutiva de Francisco Rivera y José Cubero les quitó la razón, y devolvió al sentir de las gentes esa sensación de autenticidad indispensable para seguir poniendo en valor la profesión de torero.
El Niño de la Capea, José María Manzanares, Julio Robles, Roberto Domínguez, Paco Ojeda, Espartaco, Ortega Cano, Dámaso González, Ruiz Miguel, Víctor Mendes, Luis Francisco Esplá, José Antonio y Tomás Campuzano… Habla de la década de 1980, de su importancia y significado, no implica negar épocas anteriores y posteriores. Si hay algo admirable de los toreros de esa generación de los ochenta, que tan felices nos hicieron, fue la imperfección y la imprevisibilidad, en hombres que también se sabían capaces de alcanzar lo sublime. Y hasta lo conseguían.
Todas estas sensaciones, vividas entonces en la adolescencia y maceradas con el paso del tiempo en la manera de entender el toreo y a sus protagonistas, fueron llenando ese baúl de recuerdos en el que, inexorablemente, siempre buscamos los que nos dedicamos a escribir de toros y de toreros. Sin el recuerdo nos quedamos en nada.
Alfonso Santiago es periodista, director adjunto de la revista 6Toros6 y autor del libro Memoria de los 80.
SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018