El día, la plaza, el toro. Conspiraron a favor de El Juli los elementos y las circunstancias para proporcionarle la tarde más feliz de su vida. Y su mejor faena. Tuvo suerte con el lote. Y más suerte aún con la oportunidad de lidiar a Orgullito en quinto lugar, aunque Julián López se la había buscado. No sólo por la constancia de sus veinte años de alternativa (el día). Por la devoción que le profesa La Maestranza (la plaza), sino porque conocía desde recién nacido el ejemplar de Garcigrande, al que perdonó la vida. Y conocía a su padre, Cazador, como si fuera un miembro de la familia. Tantas veces lo ha visto en la dehesa, encampanarse, padrear, desenvolverse parsimonioso con sus hechuras de toro de ensueño.
Orgullito venía de la misma progenie, de la misma reata. Y Julián supo, a mediodía del 16 de abril, que le había correspondido en el sorteo. Fue una premonición. Por eso dispuso su cuadrilla que se lidiara en quinto lugar —no hay quinto malo—, aunque la faena al primero de su lote ya había predispuesto la inercia del éxtasis. El Juli lo había desorejado con una faena impecable. Mandón, como siempre. Puro, como de costumbre. Bajaba las manos y se enroscaba al animal. Hilvanaba las series. Y recreaba un toreo de temple y sentimiento con la izquierda, dejándose entreabierta la puerta del Príncipe. El Juli sabía que Orgullito husmeaba la oscuridad del toril.
Se reconocieron toro y torero nada más verse. Y El Juli supo desde el primer capotazo que iba a indultarlo. Es una confesión que me hizo en su finca de Olivenza hace unas semanas. Supo que Orgullito iba a regresar a la dehesa. Supo que la experiencia trascendería a ambos.
Entiéndase trascender en su acepción más evanescente en inmaterial. Me contaba Julián en el refugio de su cortijo que perdió la noción del tiempo y del espacio. Y que tuvo una extraña sensación de plenitud. Nos pareció algo parecido a los espectadores. A nuestra manera, participamos de una experiencia sublime. Y nos dejamos ir detrás de la muleta de El Juli cuando alumbró, del verbo alumbrar, una serie con la mano derecha cuya despaciosidad todavía se nos antoja inverosímil. Un abandono colectivo. Una excitación que agita las entrañas de sólo evocarla. Una suspensión de la razón y del juicio en el ritual colectivo de la embriaguez.
“Lo que viví es muy difícil de contar”, me explicaba El Juli desde el sosiego. “Cada vez que lo intento me doy cuenta de que la descripción limita lo que realmente sentí. Sentí que me abandonaba. Desaparecieron el miedo, la sensación de peligro, la técnica, el control. Era como si la muleta llevara mi cuerpo. Sentía que me rompía por dentro. No hay nada parecido a esa sensación de plenitud. Te dejas ir. Trasciendes. Y estableces con el toro una relación de intimidad. También desaparece su ferocidad y su peligro. Lo percibes no como un antagonista, sino como un cómplice. Sabía que no iba a matarlo”. Hubiera sido como dañarse a sí mismo. El Juli hubiera querido abrazar al toro. Y hubiera querido curarle las heridas, como luego hicieron los veterinarios. El Juli se despojaba del vestido luces y se vestía de fraile franciscano. Más que jalear a Orgullito, lo arrullaba con la voz. Susurraba. El hermano toro. “Amaba ese animal. Y me conmovió cuando regresó vivo a los corrales. Llegué a sentir que la faena no iba a terminar nunca. Que estábamos en la eternidad”, me confesaba El Juli en su retiro espiritual.
Fue emocionante el último muletazo de El Juli a Orgullito. Estiraba el trapo como si estuviera recogiendo un náufrago del mar. Lo redimía de la muerte, enseñándole el camino de los chiqueros y, al fondo, el paraíso de la dehesa. Orgullito se había vaciado, entregado, ofrecido, pero el último resuello le permitió invertir su destino: de la plaza al campo, de la muerte a la vida.
Hubiera deslucido la ceremonia la irrupción de los cabestros. El cencerro es la deshonra del toro bravo. Y El Juli dispuso que se abstuviera el mayoral. Emocionaba la intimidad del matador y la fiera. Que no eran matador ni fiera, sino la expresión coreográfica de una memorable comunión. Por eso El Juli acompañaba a Orgullito con la voz en cada muletazo. Lo jaleaba. No toreaba El Juli. No había engaños. Sobrevenía entre ambos una armonía asombrosa.
Excepcionalmente bravo fue Orgullito, un ejemplar del hierro salmantino de Garcigrande al que Julián López administró acaso la mejor faena de su vida. Se desmayaba El Juli en cada muletazo. Y se reunía con el toro como si no fuera ya posible distinguirlos.
La armonía conmovió los tendidos. Alborotó una tarde de euforia y de histeria. No digamos cuando los aficionados elevaron a hombros al torero. Y lo convirtieron en paso de Semana Santa, despojándolo del oro del vestido como a un tótem de la fertilidad y asomándolo al espejo del Guadalquivir cuando casi anochecía. Y levantaban los sevillanos los móviles hacia el cielo. Como si fueran candelabros de la posmodernidad en el delirio colectivo. Y gritaban “Torero, torero” al Juli, cuya mueca de felicidad con la cicatriz de una antigua cornada identificaba la tarde de gloria. Esas muñecas rotas. Y esa suavidad con que había mecido los vaivenes de Orgullito, igual que hace el viento con las espigas. El niño prodigio se hacía hombre prodigio.
Fue un acto de entrega y de generosidad. El del toro, el del torero, y el del público también, pues los espectadores revistieron los tendidos de pañuelos blancos a semejanza de un oleaje embriagador para reclamar el indulto de Orgullito y los laureles de Julián, cuya emoción se mantuvo en un pudor extraordinario. Acaso levitó sin que nos diéramos cuenta.
“Son experiencias que suceden muy pocas veces. Que te abruman. Que te sobrepasan. Nada se parece a una sensación como esa. Y me acordé del primer novillo que indulté en mi vida. Tenía catorce años yo entonces. Ocurrió en México. Y cuando le perdonaron la vida me puse a llorar y no podía controlar las lágrimas. Me desbordaba la experiencia. Ahora ha sido distinto. Muy intenso, pero no hacia fuera, sino hacia dentro. Como si me descoyuntara y me partiera por la mitad”.
Por la mitad ha partido El Juli su carrera y la temporada. Ha cruzado un umbral de madurez, como si los veinte años de alternativa y la revelación de Orgullito acompasaran un pasaje de iniciación a una nueva dimensión de la tauromaquia y de su tauromaquia.
Vimos a un torero sin crispaciones ni ambiciones estadísticas. Nos recreamos en una dimensión más serena, estática y estética. No renegando de las antiguas cualidades —el poder, la técnica, el valor, la pureza—, pero sí subordinándolas a una acepción esencial y hasta espartana del torero. El Juli fijaba el canon de su tauromaquia. Que es la tauromaquia de la integridad. Por los terrenos y por las apreturas. Por la clarividencia. Y porque ha prescindido de las inercias. Quiere decirse que Julián López Escobar es un torero de iniciativa. No aprovecha el viaje del toro. Lo engancha, lo somete y lo vacía otorgando al muletazo un trazo de autoridad. El Juli no acompaña. El Juli encela a la res en el hocico y luego la obliga embraguetándose con donosura.
Ningún mejor lugar que La Maestranza —maestranza— para reivindicar su “corpus” taurómaco. Ningún toro mejor que Orgullito para sublimarla. Ningún día mejor que una nueva primavera.
Rubén Amón es periodista.
SEGUNDO AÑO. NUMERO CUATRO. FERIAS. MAYO – AGOSTO. 2018