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In memoriam. A Iván Fandiño, matador de toros

La aventura, el riesgo, el peligro no son tales

sino por esta posibilidad de muerte,

 finalmente, cuando se llama a las cosas

por su nombre.

Vladimir Jankélévitch, Pensar la muerte

 

En la película Yo he visto la muerte, dirigida por José María Forqué, podemos ver una impactante escena en la que Luis Miguel Dominguín, mirando directamente a la cámara, nos dice: “Vamos a hablar de la muerte. No es un tópico la muerte en el ruedo. Es algo tangible, algo que existe, que se bebe en el aire y no se ve. La muerte, que es una vieja compañera del toro y del torero, es muy necesaria. Sin muerte no habría Fiesta. Nada tendría importancia, ni siquiera el valor. Sin embargo, los que nos vestimos de luces, es curioso, rara vez pensamos en la muerte”. En efecto, para eso, para pensar en la muerte, estamos el resto, los que no tenemos el valor suficiente para vestirnos de luces, enfrentarla cara a cara y volver para contarlo.

I

Es bien sabido que la mitología en la antigua Creta recogía la simbología del laberinto y el Minotauro. Justamente de este mito procede el significado del toro como animal totémico en esta parte del Mediterráneo occidental, donde todavía se sigue rindiendo culto a este fascinante y misterioso ser. Tanto el toro como el laberinto se asocian a la Diosa Madre, y en ellos dos se reúnen muerte e inmortalidad, pues el laberinto —como en su día señaló el filósofo rumano  Mircea Eliade— es también un lugar de renacimiento y de iniciación, un camino de ida y vuelta en el que tiene gran relevancia tanto el misterio como lo imprevisto, relacionados ambos con la idea de destino. Cabe destacar a este respecto que las diosas por excelencia en el ámbito Mediterráneo eran las Moiras de la mitología griega —Fatum en la mitología romana—, personificaciones del devenir y de la fortuna.

Recordemos lo primero que se dicen los toreros entre ellos cuando coinciden en el patio de cuadrillas antes de la corrida, justo antes de iniciar el paseíllo. Generalmente parcos en palabras, los que van a pisar el ruedo se saludan, se miran a los ojos y se desean “suerte” unos a otros; así queda todo dicho, nada más es necesario añadir. La Moira es la diosa por excelencia de todos los toreros: los de oro y los de plata, las figuras y los más modestos del escalafón, los artistas y los lidiadores… Mientras tanto, el público atento palpita en las gradas en un denso rumor de expectación, ansioso por ver algo que, por fin, lo saque del tedio.

Ya lo advirtió Hemingway con descarnada naturalidad; lejos de cualquier otro tipo de consideración acerca del arte de torear, se trata de las dos condiciones básicas imprescindibles para que sigan interesando las corridas: que se críen toros bravos y que siga interesando la muerte. Una corrida de toros es, en efecto, algo muy serio. Antonio Machado ya lo señaló por medio de su Juan de Mairena: “Sospecho que las corridas no divierten a nadie, porque constituyen un espectáculo demasiado serio para la diversión”. Así, el aficionado a los toros acude a la plaza no para divertirse, sino para constatar por sí mismo las implicaciones que se derivan —por medio de la lidia— de una estricta y rigurosa lección moral. En resumen, ¿qué es lo que el aficionado ve en una corrida de toros? Muy simple: una cierta forma de encarar la muerte, una cierta predisposición física y psíquica ante lo inevitable por excelencia.

Aprovechamos ahora para  acercamos hasta la tierra adoptiva de Iván Fandiño —estos pueblos de la Alcarria donde se forjó como torero ante la más dura adversidad—, y al pasar por Sigüenza hacemos una visita al Doncel. Se trata de una representación ideal de la forma de encarar la muerte por parte de un caballero castellano del siglo XV. No hace falta remitirse a la lejana figura del samurái; aquí mismo tenemos ejemplos mucho más cercanos e igual de sugestivos para intentar entender esta predisposición del ánimo frente a la lucha mortal.  Ante la muerte, un caballero no tiene miedo. A esta serenidad del alma los griegos la llamaron sofrosine (un espíritu que personificaba la moderación, la discreción y el autocontrol); su equivalente romana era la sobrietas.

Y esto es justamente lo que vemos en el matador que asume con todas las consecuencias la radical deontología implícita en su disciplina artística: no moverse, esperando a que el toro embista, para que cuando se produzca el enfrentamiento en los medios —espacio donde se mide la valentía del torero, porque allí está desprotegido, dispuesto a ser aniquilado por la imagen caótica—, el torero se vea en la obligación, por su vida y por su dignidad, de realizar apenas los movimientos imprescindibles, sirviéndose de un minimalismo atroz (porque es su vida lo que está en juego), que busca desesperadamente la perfección, la ausencia de retórica, de exceso, y el encuentro con la muerte, para alejarla de uno, no con un brutal enfrentamiento, sino con un leve gesto de tauromaquia consumada.

Debido justamente a su proximidad con la muerte por parte de los que se ponen delante, la tauromaquia es la única disciplina artística en que la presencia del cuerpo resulta aún insoslayable de una manera sustancial, inevitable, radical. Y es que en tauromaquia —frente a otro tipo de disciplinas artísticas que buscan constante justificación o subterfugio en el discurso teórico—, sin cuerpo expuesto al riesgo real no hay arte que valga. Por eso la tauromaquia continúa siendo hoy un campo privilegiado para el pensamiento, porque se trata de un arte en el que la palabra, la justificación, el texto, en definitiva, sólo se sustenta en lo que un cuerpo es capaz de demostrar frente al riesgo de muerte, respondiendo así a la pregunta filosófica: ¿qué es lo que puede un cuerpo? Un arte, por tanto, a contracorriente en los tiempos que corren.

En el origen de la cotidianidad occidental existe un absoluto rechazo de la muerte. Poco a poco, los muertos dejan de existir. Son expulsados así fuera de la circulación simbólica del grupo. Nuestra cotidianidad contemporánea proscribe rigurosamente la muerte; en las sociedades más avanzadas, el hecho de estar muerto no es normal, supone, por tanto, una anomalía impensable e intolerable. Al contrario de las culturas primitivas, que se instituyen en base a una intensa y profunda relación de reversibilidad simbólica entre la vida y la muerte, nuestra moderna civilización occidental lanza una auténtica prohibición, un completo anatema contra la muerte en su conjunto, excluyéndola así de cualquier tipo de experiencia propia.

La tauromaquia representa en la actualidad un canal privilegiado para el intercambio simbólico con la muerte. Si la fiesta de los toros se hace insoportable en una sociedad como la nuestra es, precisamente, por poner de manifiesto en público la evidencia de la muerte: la del toro, la del torero, y, por extensión, la de todos nosotros. 

II

El hombre —el matador—, en las horas previas al inicio de la corrida, se encuentra en la oscuridad de la habitación del hotel con las puertas y los postigos cerrados; mientras tanto, el toro aguarda en las mismísimas entrañas de la tierra, en la oscuridad de los chiqueros, esas células oscuras donde los animales están confinados desde el mediodía del día de la corrida. Ambos, toro y torero, están en esos momentos adormilados, tranquilos y en silencio. Este primer adormecimiento es la paz y la tranquilidad en el descanso y en el sueño, un sueño que es también, no lo olvidemos nunca, preludio de muerte. El hombre y el toro están al mismo tiempo entre la vida y la muerte. Aquí reside una parte fundamental de ese “misterio eternamente fugitivo del arte, el del hombre mismo, rostro de vida que es máscara de muerte”, como escribió José Bergamín.

El vestido de torear no es más que la mortaja resplandeciente y deslumbrante que llevan ajustada a su piel estos ajusticiados a muerte con la sentencia en suspenso que son los toreros en una tarde de toros.

Todo se mezcla, el sol y la sombra, la vida y la muerte, la seda y el percal, la plata y el oro; alquimia de una muerte diferida donde todavía no es ni lo uno ni lo otro. La vida se pone en juego entre lo que aún no es y lo que ya ha sido. Esta ambigüedad fundamental es, en definitiva, la de la indiferenciación entre el hombre y el toro. El drama taurino está totalmente contenido en este hecho; su función será la de hacer real lo que sigue siendo solo posible mediante la creación de una distancia entre un hombre vivo y un toro muerto. Pero a veces los términos se invierten.

III

Un muerto en España está más vivo como muerto

que en ningún otro sitio del mundo:

hiere su perfil como el filo de una navaja barbera.

Federico García Lorca,

Juego y Teoría del duende

La imagen es de sobras conocida: Joselito El Gallo yace de cuerpo presente en la camilla de la humilde y precaria enfermería. Su cuñado, Ignacio Sánchez Mejías —que ha tenido que dar muerte al toro Bailaor—, acaricia el pelo del infortunado matador, mientras que se lleva su otra mano a la cara en un gesto de consternación. La fotografía transmite a partes iguales desolación, tristeza. Se cuenta de aquella tarde en Talavera de la Reina que los toreros y subalternos presentes en la enfermería de la plaza parecían sombras de sí mismos. Estos hombres se habían quedado completamente desamparados: si un toro había matado al más grande torero de todos los tiempos, ¿qué no les podría pasar a ellos, simples mortales?

Debe de hacer frío aún en la madrugada de la primavera castellana. Sánchez Mejías viste un pesado gabán. Llama la atención que el cuerpo de Gallito ha sido cubierto también por una gruesa y humilde manta de paño. Quizá este cuerpo aún conserva algo de calor, o quizá ya no. Al fondo, la leve luz de un miserable cirio todavía encendido. Mientras tanto, el perfil del gran torero nos sigue afectando, nos sigue hiriendo casi cien años después de la patética escena.

Después de lo ocurrido en Talavera, Joselito El Gallo —convertido inmediatamente en héroe y en mito dentro del imaginario taurino— continúa variando el curso de los acontecimientos que se suceden en la posterior historia de la tauromaquia. Un curso que ya había empezado a cambiar en vida, al convertirse prácticamente en lo que se podría considerar como el ideal de lo que debía ser un torero.

Más allá de cualquier tipo de mistificación, la tauromaquia contemporánea nace y se sustenta a partir de una extraña permanencia o latencia: la perpetuación de Gallito muerto a través de Belmonte vivo. Esta idea encuentra su más perfecta síntesis en unas palabras del poeta irlandés  William Butler Yeats, escritas en 1917, en plena edad de oro del toreo: “Los muertos, a medida que se disipa la necesidad apasionada, adquieren cierta libertad y pueden variar el curso de los acontecimientos, iniciado cuando estaban vivos, en una nueva dirección, pero no pueden iniciar nada si no es a través de los vivos” (Per amica silentia lunae).

Pues bien, mientras estemos aquí, es justamente a los vivos a quienes nos toca llevar a cabo esta imprescindible labor apuntada por W. B. Yeats para que los muertos adquieran por fin esa ansiada libertad que tanto lucharon por ganarse en el ruedo, jugándose la vida en la verificación de su arte.

Antonio J. Pradel es ensayista.

SEGUNDO AÑO. NUMERO CINCO. FERIAS. SEPTIEMBRE – DICIEMBRE. 2018