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Manuel Rodriguez, Manolete

Una verdad desaforada

El poeta portugués Teixeira de Pascoaes clavó en un aforismo una de esas revelaciones que podrían ser un lema de vida, una sentencia improrrogable y una descripción de Manolete: “Sólo la desnudez es luminosa”. Alrededor de este hombre, que murió a los treinta años en la plaza de toros de Linares, una tarde de agosto en que era más fácil no pensar ni querer, ha crecido la leyenda y una intensa parentela de sombras. Manolete es la medida de uno de los universos de la tauromaquia. Cuanto más extraño, más íntimo. Cuanto más claro, más lejano. Cuanto más definido, menos nítido. De su vida se sabe todo. De su muerte, aún más. Pero algo sucede con los hombres que no llegan a morir, aquellos que son como la idea del agua, que precede a todas las fuentes.

Manolete es una realidad terrible. Manolete es una España brutal. Manolete es un enigma que se desplaza. Manolete es la tristeza del hombre solo. El toreo con un frío de mito que nunca se calma. Manolete es la pureza contra el tremendismo. La vertical de la raza de los acusados. Toreó como intentando parecerse a su fotografía. No es mejor ni peor torero que otros de antes y que tantos de después. Pero fue extraordinario. ¿Por qué Manolete? Por esa condición de ser un hombre delante del hombre, capaz de convenir para el toreo una nueva realidad como una astronomía.

Manolete es el destilado de una memoria colectiva, allá donde la belleza se hace sueño. Y a esa realidad sólo se accede desde lo terrible. Manolete como Morton Feldman. Manolete como Georges Braque. Manolete como un Lautréamont igual de oscuro, aunque menos dañado. Si supiéramos leer a Manolete conoceríamos lo indescifrable de su actitud, de su altivez, de su desafecto. Ser algo evidente es quedar reducido a casi nada. De ahí la dificultad de darle contorno a ciertos sujetos. La tragedia los acompaña y esa su brújula, su lumbre. El triunfo sólo es el recuelo de su condición malograda.

Y cuántas veces lo vemos torear en vídeos acelerados. Y cómo ruge el motor de su Mercedes W143 230 azul oscuro y crema, con cromados y cuatro faros delanteros. También sabemos de su madre, doña Angustias. De su amante, Antonia Bronchalo Lopesino. Y conocemos palmo a palmo el helor de la foto de su despojo, con un pañuelo sujetando la mandíbula, porque la muerte le afloja la cabeza. Qué más hay que saber. Quizá de algunas tardes sin tiempo, como aquella Corrida de la Prensa de 1944, donde sentó en sus rodillas otra esfera de la tauromaquia con la faena incalculable al toro Ratón, de la ganadería de Pinto Barreiro. Porque torear con gloria es eso: darle nombre a los almanaques.

Manolete en Chicote. Las paellas de Camorra (en Riscal). El Hotel Victoria. Los días de hacer campo en La Jandilla, de don Carlos Núñez. El delirio en México. La cocaína. Córdoba, lejana y sola. Pero también la seguridad de lo que va quedando edificado, tarde a tarde y con la mano a media altura. Qué delirio de torero. Qué quietud en los húmeros como estacas. Los hubo quizá mejores. Los hubo más hechos. Más completos. Más rotundos. Pero no resulta fácil hallar la complejidad de Manolete en otros. Porque lo trágico no se aprende ni se hereda. Es una risa que brota de los dientes que muerden. Y aquí se trata de un hombre untado de tragedia, más cerca de los dioses y de los animales. Del ritmo y la verdad desaforada de algunas cosas que no volverán a suceder.

 

Antonio Lucas es poeta y periodista.

TERCER AÑO. NÚMERO SEIS. AMÉRICAS. ENERO-ABRIL. 2019