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Tafalleras

El torero cita de frente, con el capote abierto como un telón de percal en rosa. El toro se arranca —quizá después de haber recibido un puyazo— y en el momento de la reunión —al humillar la embestida—, el torero invierte el cortinaje y con la cara anversa de la capa vacía la trayectoria del toro por arriba; el toro ha pasado por debajo de una pantalla cinematográfica, tras bambalinas para girar y encarar nuevamente al torero que repite la suerte, extendiendo los brazos, alzándolos para que su capote encierre repetidas veces un simple sortilegio donde se vacía la acometida del animal con el embrujo de una tela que parece volar libre al viento.

Se puede realizar por la espalda, pero cambia de nombre y forma, este quite que se conoce como “tafallera” por haber sido en Tafalla, localidad de Navarra, donde el diestro Nicanor Villalta tuvo a bien resucitar la suerte. En realidad, Luis Muñoz Hoyos, el Marchenero, se fue de este mundo sin pena ni gloria, salvo el honor de haber inventado el quite en agosto de 1915 en Sevilla. En la primera crónica que lo consigna se le llaman “marcheneras” al alado juego de brazos con el que el torero realiza este toreo por alto y a dos manos con el capote, como si fuese una clonación de los pases de la muerte o estatuarios con los que algunos diestros eligen iniciar la faena de muleta.

No sería hasta diez años después de su primera ejecución, ya con “el Marchenero” acomodado en el olvido, que Nicanor Villalta realizara el quite en Tafalla y rebautizara la suerte, a pesar de que hubo quienes quisieron llamarla “villantina” e incluso “nicanora”. Lo cierto es que se añadió un bello lance al repertorio de quites del primer tercio de la lidia que, en tiempos recientes, ha sido combinado con chicuelinas, enredando de ida y vuelta un imaginario trazo del infinito sobre la arena.

Hay quienes adelantan la pierna contraria a la embestida al citar y cargan la suerte al elevar los brazos a la altura suficiente para que el lomo del animal pase por debajo del capote, que barre entonces su lomo como caricia, y hay quienes prefieren mantenerse a pie juntos como estatua de sal que ha tornado la vista atrás por algo más que melancolía: el afán estético de aliviar la embestida de un toro que precisa demasiada fuerza en su acometida para entrar en un engaño de tela que se alza, esfumándose, ante su propia vista, al filo de los cuernos en esa instantánea electricidad que difícilmente no provoca el grito concertado en los tendidos.

 

Jorge F. Hernández,escritor.

Es columnista del diario El País.

TERCER AÑO. NÚMERO SEIS. AMÉRICAS. ENERO-ABRIL. 2019