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Torear no es trabajar

Lo que inventan los hombres para no trabajar son las artes buenas: artes poéticas.

La pereza es la salvaguardia y garantía de todas las cosas espirituales.

Lo que inventan los hombres para trabajar son las malas artes: las artes y oficios del Diablo.

José Bergamín

 

La actitud de goce, que es la que posibilita el surgir del arte, es la experiencia estética fundamental. En consecuencia, no puede ser de ningún modo excluida; al contrario, por fuerza se ha de convertir de nuevo en objeto de reflexión teórica.

Nuestra sociedad está basada en la oposición entre trabajo y disfrute. En estos tiempos que nos ha tocado vivir —caracterizados por la constante y avasalladora preeminencia de la razón instrumental, la funcionalidad y la eficacia— la tauromaquia despierta innumerables y permanentes cuestionamientos por parte de los guardianes de la ortodoxia capitalista. Una ortodoxia que, dicho sea de paso, es “transversal” a todas las ideologías dominantes. El capitalismo (como los toros, según dicen algunos enterados) no es ni de derechas ni de izquierdas.

La tauromaquia no es más que una «operación soberana», como Georges Bataille tuvo el acierto de denominar a todas aquellas prácticas en las que el hombre deja de estar sometido a la tiranía del trabajo, o lo que es lo mismo, la tiranía de la utilidad. Pero siempre hay excepciones. Una vez, en conversación con el torero sevillano Manolo Vázquez:

—Usted, maestro, las tardes en que trabaja…

Y no dejó terminar la pregunta. El matador, sin disimular el enfado, cortó a su interlocutor bruscamente:

—¡Oiga, que yo no he trabajado en mi vida!

Otro torero sevillano, de Triana para más señas, dejó para la historia una sentencia que hizo fortuna: “De Despeñaperros para abajo se torea; de Despeñaperros para arriba se trabaja”. Con este axioma, Joaquín Rodríguez, Cagancho, ahondó un poco más en ese tópico tan difícil de desterrar que nos dice que el duende viene del sur. La célebre frase de Cagancho tuvo, no obstante, su pertinente contestación por parte de un torero castellano. Domingo Ortega, por medio de un interlocutor poco avisado, le dio al genial Cagancho su justa y precisa réplica: “No lo dirá usted por mí, que me hice torero para no tener que trabajar”.

Contaba Joaquín Vidal que en los años sesenta, el Opus Dei organizaba retiros espirituales para toreros. Hasta el cortijo gaditano de los Alburejos se desplazó prácticamente toda la torería del momento. Una tarde, estando Luis Gómez, el Estudiante, en su hora de meditación, oyó en la habitación contigua los gritos de Domingo Ortega:

—¡Milagro, milagro!

Asustado, el Estudiante salió de forma precipitada de su habitación y se acercó hasta la que ocupaba su compañero:

—Pero Domingo, ¿qué te pasa, hombre? ¿Es que has visto a la Virgen?

—No, no es eso, no es eso… Es que… estaba aquí, meditando tranquilamente cuando, de pronto, he caído en la cuenta de lo bien que vivimos los toreros a pesar del tiempo que llevamos sin trabajar, y eso —concluyó— sólo puede ser un milagro.

 

El Tato, aficionado impenitente y desclasado.

TERCER AÑO. NÚMERO SEIS. AMÉRICAS. ENERO-ABRIL. 2019