Se antoja una provocación proclamar a Diego Urdiales triunfador de la temporada, subordinar la campaña arrolladora de Roca Rey, ningunear al Juli su madurez y sus faenas de asombro, restregarle a Ponce la competencia de un torero que apenas ha realizado seis paseíllos.
Es una provocación designar a Urdiales “campeón” de 2018. Pero el veredicto de Minotauro no hace otra cosa que significar que el diestro riojano es una provocación en sí mismo. Porque no se ha plegado al sistema. Porque no ha transigido con la mediocridad con que aspiraba a domesticarlo el empresariado. Porque la integridad de Urdiales ha antepuesto el peligro de quedarse en casa a la vergüenza se someterse al vasallaje.
No tiene edad Urdiales para condescender con el salario del miedo, carteles impropios de su rango ni ganaderías que sabotean como un campo de minas su tauromaquia de pureza. La temporada de 2018 amenazaba con sepultarlo. Ni siquiera le ofrecieron condiciones dignas para torear en la olimpiada de San Isidro. Urdiales entrenaba con la fe de siempre, pero no condescendía con el papel de torero comodín ni de matador gregario.
Exánime parecía el porvenir de Urdiales, pero la temporada de la inanición y del abandono se ha resuelto con los triunfos mayúsculos en los ruedos de Bilbao (Semana Grande) y de Madrid (Feria de Otoño). Urdiales no ha sido el que más ha toreado. Ha sido el que ha toreado mejor.
No haría falta otro argumento para hacerlo acreedor del premio de la Peña Antoñete. Urdiales ha remediado el imperativo de la cantidad con el paradigma de la realidad. Y ha alumbrado con sus muñecas de seda y su temple las faenas más redondas de 2018. La tarde de Bilbao “reventó” la temporada, la sometió a la exégesis de la hondura y de la plasticidad.
Y la tarde de Madrid arañó a la plaza de Las Ventas un desenlace de justicia y de hermosura. La memoria conserva los naturales al “fuenteymbro” no ya como la cima de la tauromaquia en su estética y arrebato, sino como esos episodios que se incorporan a las mejores experiencias vitales. Cada muletazo de Urdiales repercutía en el asombro y éxtasis de los testigos presenciales.
Estuvo Urdiales en nuestro club para hablarnos de la faena. Comimos a su vera. Conversamos. Y nos dio la satisfacción de haber pertenecido a los aficionados cabales que “reincidieron” en la confianza a la integridad del maestro. Fuimos de Urdiales antes del triunfo otoñal. Y no es cuestión de recrear aquí un ejercicio de autoestima, sino de simpatizar con Urdiales en la salud y en la enfermedad, porque representa el canon. Y porque lo custodia frente al sabotaje empresarial y frente a las convenciones de una tauromaquia mecanizada o previsible.
Si Urdiales hubiera nacido en Ronda no habría necesitado tantos años para convertirse en torero de toreros, pero es cierto que todas las dificultades le han permitido consolidar su integridad, su ética, su combate al sistema, su resistencia y hasta su resilencia.
Ha sido complicado aguantar. Ganarse la vida como pintor de brocha gorda. Esperar las oportunidades, pero Urdiales se ha despechado con una tauromaquia de pureza y excelencia. No es un fenómeno de masas, pero su público lo conforman los aficionados cabales y los toreros de época: Romero, el Viti, Curro Vázquez, Camino peregrinan en sus actuaciones como si Urdiales fuera el depositario del misterio.
Que si en el norte se trabaja. Que si en el sur se torea. Prejuicios de inercia tan arraigados como los clichés, las frases hechas, los tópicos. Incluido entre ellos —o por encima de ellos— el embuste según el cual “el toro pone a cada uno en su sitio”.
Urdiales no le ha dado la vuelta a los prejuicios, pero se los ha dado al aforismo. Es él quien pone en su sitio al toro. Con la técnica. Con la cabeza. Con el valor. Y con la expresión esencial de una estética pura, sobriay contenida: la verónica y el natural. El principio y el final.
Rubén Amón es escritor y periodista.
TERCER AÑO. NÚMERO SEIS. AMÉRICAS. ENERO-ABRIL. 2019