
¿Existe hoy lo sagrado bajo alguna forma en nuestras sociedades occidentales? Para el aficionado a la tauromaquia, por paradójico que pueda resultar para algunas personas, el toro bravo sigue siendo un animal sagrado; y la corrida de toros, por lo tanto, una liturgia. El día que la corrida pierda su sentido litúrgico, se acabará la Fiesta. Los males que la amenazan no son exclusivamente de carácter económico; tienen unas raíces más profundas que se nutren principalmente de la desafección de muchos viejos aficionados respecto a un espectáculo que en el pasado les hizo emocionarse. Esta desafección de los nostálgicos viene agravada por el desapego de los posibles nuevos espectadores hacia la Fiesta, que encuentran en otras opciones de ocio mucho más asumibles (tanto económica como estéticamente) por parte de la sociedad actual. No nos engañemos: vivimos en un mundo globalizado donde, como bien ha señalado el artista Mike Kelley, Disney ha terminado por encarnar «la verdadera cultura oficial de nuestra época». Algo que ya nos advertía hace algunos años Pedro Romero de Solís al señalar que «la crisis de los toros se debe a la filosofía de Mickey Mouse».
Sobre la desafección de una parte significativa de la afición cabe señalar que en los últimos treinta años venimos asistiendo a un fenómeno sin precedentes en la historia de la tauromaquia moderna. En la última feria de Bilbao hemos podido comprobar cómo los tendidos no se llenaban —ni de lejos— al reclamo de las figuras. Algunas de estas figuras, maestros ya consumados, en plena madurez artística y profesional pero relativamente jóvenes aún, en plenitud de sus facultades físicas, exigen un tipo de toro y se comportan delante de él como si fueran toreros veteranos próximos a su retirada. Cuando a Curro Romero, ya sexagenario, le preguntaban que cómo era posible que un hombre de su edad pudiera seguir en activo, el diestro de Camas hacía referencia al toro: «Sigo en activo porque el toro actual me lo permite». Pues bien, hoy tenemos un selecto abanico de figuras que sólo parecen ser capaces de concebir el toreo de una única forma, es decir, con un animal colaborador que les permita «disfrutar delante de la cara del toro». Actualmente algunos se comportan a los cuarenta años como Curro a los sesenta y cinco. Una muestra: el pasado 28 de agosto (aniversario de la muerte de Manolete), Morante de la Puebla se dejó vivo un toro de Núñez del Cuvillo en Linares.
Hace algunos años El Viti hacía unas jugosas declaraciones que convendría no olvidar: «Si no triunfas con todos los encastes que existen en ese momento en candelero, creo que siempre dejas algo por hacer. En tu currículum, en tu profesión te tienes que marchar diciendo: he toreado de todos los encastes porque los antiguos lo hacían también». Parece que las figuras actuales no son de la misma opinión; al contrario que los antiguos, consideran que el público les quiere ver sólo y exclusivamente frente a toros que les posibiliten eso que ellos llaman «disfrutar». En este sentido hemos asistido también en los últimos años a un cambio de paradigma: hoy parece que se triunfa sólo y exclusivamente cortando las orejas o forzando el indulto del toro (caso este muy reciente en la historia del toreo, pues hasta hace poco tiempo el indulto era considerado un triunfo del ganadero, en ningún caso del matador de turno). Ahora las cosas no son así. En su reciente y exitosa reaparición en El Puerto de Santa María, Enrique Ponce acaba de consumar su indulto número 53 y sus numerosos partidarios y apologistas lo cantan como un logro extraordinario. Entre Ponce y Morante, ¿nos estaremos encaminando irremediablemente hacia una corrida de toros sin muerte?
Por otra parte, parece que casi todos los matadores que encabezan actualmente el escalafón no están dispuestos a dejar nada al azar. Es bien sabido que en muchas plazas se permiten incluso el lujo de torear animales escogidos, previamente seleccionados en el campo, y los argumentos que justifican esta actitud por parte de los nuevos ideólogos del cotarro taurino son más que peregrinos, directamente ridículos. Confundiendo quizás el arte del toreo con la ópera, se afirma a este respecto que es lógico y normal que los toreros elijan sus toros en el campo y se los lleven directamente a la plaza, sin necesidad de sorteo; un artista escoge la materia prima con la que quiere trabajar. Lo que hay que preguntarse es: ¿dónde queda entonces el papel del ganadero?, ¿dónde el respeto que se le debe al toro como protagonista principal de la Fiesta?
Argumentos de este tipo, que comparan constantemente al torero con el artista, caen por su propio peso, puesto que ni todos los toreros tienen que ser artistas, ni es deseable que todos lo sean, ni debemos olvidar en ningún momento que la base principal de todo este invento ha sido, es y será el toro. Y en función del toro vendrá todo lo demás: el arte, si lo tiene verdaderamente el torero, pero, por encima de cualquier otra consideración, la emoción. En muchas plazas de la Francia taurina parece que lo tienen claro en este sentido, eligiendo antes las ganaderías que quieren ver y luego los matadores que se encargarán de lidiarlas. No todos los toreros pueden ser Morante, Pablo Aguado o Juan Ortega, pero muchos pueden llegar a emocionar al público en un momento determinado, como hizo Antonio Ferrera en el pasado San Isidro o Paco Ureña en Bilbao. No era arte, sino pura emoción lo que transmitía al tendido Juan Belmonte al inicio de su carrera. Lo del arte y el temple vino después, concretamente con la glosopeda, una enfermedad que debilitaba las pezuñas de los toros y les obligaba a embestir más despacio. El propio Belmonte, medio en broma, medio en serio, solía mencionar este hecho que encerraba un fondo de verdad incuestionable: en la plaza todo está en función del toro y sus circunstancias.
Los toreros, tanto en su expresión como en su forma de sentir el toreo, están sometidos a las cualidades y características de los toros que les tocan en suerte. De este difícil equilibrio —entre lo que los toreros quieren y pueden hacer, y lo que los públicos quieren y son capaces de apreciar— depende el éxito o el fracaso en la continuidad de las corridas de toros en un futuro próximo. Aquí reside otra de las claves de la difícil situación que atraviesa la Fiesta: gran parte de la afición ha sido marginada por completo por parte de los profesionales (y aquí no se salva nadie, empezando por los empresarios, ganaderos, toreros, apoderados y una parte muy significativa de la actual crítica taurina). Ver tanto hueco azul en los tendidos de Bilbao el día en que toreaban Ponce, Urdiales y Ginés Marín no es un buen síntoma. Además, el hecho de que Roca Rey haya tenido que cortar la temporada por problemas físicos no augura buenas taquillas en las últimas ferias del año.
Aquellos «antiguos» a los que hacía referencia El Viti nos dejaron como herencia unos mitos, y cada generación es responsable de los mitos que transmite a la siguiente. Es en esta cadena mítica donde la tauromaquia ha perdido gran parte de su relevancia y crédito social en los últimos cuarenta o cincuenta años. ¿Estamos a tiempo de recuperarlos? Por otra parte, el estamento taurino no parece capaz de llevar a cabo una autocrítica lúcida y enriquecedora para sus propios intereses. No se le puede seguir achacando a la sociedad actual todos los males de la Fiesta. Para recuperar adeptos —si es que tal cosa todavía fuera posible— quizás no haya más remedio que apelar nuevamente a ciertos mitos, a ciertas imágenes pregnantes, a ciertas latencias del inconsciente colectivo hispano que tienen al toro bravo como sustrato común, tanto en la tauromaquia popular como en la corrida de toros reglada. Del repertorio de mitos taurinos que entre todos seamos capaces de generar en el presente dependerá el futuro de la Fiesta de los toros. Sin fascinación, emoción y asombro ante los mitos de la tauromaquia (con el toro como insoslayable eje principal), no hay ninguna posibilidad de que el rito siga adelante mucho más tiempo. Sin el toro bravo, en definitiva, la luz de los fenómenos se irá apagando hasta extinguirse sin remedio.
TERCER AÑO. NÚMERO OCHO. OTOÑO. SEPTIEMBRE-DICIEMBRE. 2019