m
Post Recientes

La eternidad de un instante

El aficionado a los toros va en busca de instantes mágicos, irrepetibles e inesperados. Son como fotogramas, normalmente en blanco y negro, como las fotos que cuelgan en las paredes de la tabernas de toda la vida. Instantes que se quedan grabados en nuestra memoria a sangre y fuego, y que luego nosotros completamos con la secuencia completa de nuestra idealizada memoria. Se recuerdan faenas, pases en concreto y, sobre todo, la duración eterna de un instante, algo que es contradictorio en sí mismo;milésimas de segundo que se convierten en minutos por arte de magia.Acomo la dejación física del cuerpo del torero supone un abandono absoluto que se convierte en algo totalmente natural y nada forzado o crispado.Sólo algunos elegidos lo logran, y entre ellos está Pablo Aguado.

Su actuación en Sevilla el pasado 11 de mayo, coronada con cuatro orejas y salida por la Puerta del Príncipe, es ya parte de la historia del toreo. En una fiesta que estaba dominada por la vulgaridad, por forzadas posturas toreras, por un absurdo encimismo, por la mentira de torear al hilo del pitón y, sobre todo, por no mandar en la trayectoria del animal, aparece un joven y casi desconocido torero que no sólo manda, sino que además lo hace acariciando al animal con una naturalidad pasmosa. En Sevilla —donde algo se sabe acerca de cómo llevar los palios en Semana Santa— siempre se ha dicho que lo realmente difícil es que no se note el movimiento de las bambalinas al andar. Eso exactamente es lo que hace Pablo Aguado: parece que no torea, simplemente se trae al toro a su jurisdicción para luego, como si esto fuese fácil, abandonarlo y de nuevo atraerlo. Todo sin aspavientos, sin toques a destiempo o antiestéticos gritos que rompen la serenidad del momento. Cuando se torea bien, tan bien como él lo hace, el silencio se impone como algo natural, no sólo en Sevilla, sino incluso en plazas como la de Madrid, tan poco dada a esos placeres contemplativos. Pocas veces he visto a Las Ventas tan callada como cuando toreó su primer toro en este San Isidro.

El toreo caro es también medida; no son quinientos pases, son quince bien dados y enmarcados en una obra coherente y sin retóricas. Aburrido de falsas tauromaquias, el público ha recuperado lo esencial, el mundo interior que brota en cada pase. De golpe, aquellos que ya tenemos una edad, recuperamos esa tauromaquia perdida de Pepín Martín Vázquez, que quedó inmortalizada en Currito de la Cruz, de Pepe Luis Vázquez (padre e hijo), ese toreo a media altura de Antonio Bienvenida o la suavidad de un Curro Romero en sus momentos de gloria, y de tantos otros ya casi olvidados. La naturalidad frente al dramatismo, jugar al toro, con el toro de verdad, soñar con el tiempo detenido, abandonarse a sí mismo en pos de la obra a realizar; y todo ello como si no tuviese importancia, como si fuese algo fácil. Ésa es,precisamente,la difícil facilidad. 

Pablo Aguado ha sido la sorpresa de verdad de la temporada, pero hay que tener en cuenta que estos «milagros» se prodigan poco. En una sociedad donde se mide el éxito o el fracaso en números, es difícil sobrevivir con algo tan espiritual como la verdad. De momento no deja de sorprender que en Burgos, sustituyendo a Roca Rey, nadie devolviera las entradas cuando era evidente que el «No hay Billetes» lo consiguió el peruano. Desde la Feria de Sevilla, Pablo Aguado no ha podido redondear una tarde como aquélla, aunque es verdad que con una de sus muy medidas faenas le basta y sobra para dejar a los espectadores con ganas de seguirlo. Miedo me da el número de corridas que lleva toreadas, porque pienso que es un torero de largo recorrido, de una carrera cocinada a fuego lento en tiempos del microondas. Pero la economía se impone de forma brutal. Todo esto forma parte del mundo socioeconómico del toro, que es de sobra conocido, pero no por ello no menos reseñable. La contradicción del binomio calidad-cantidad es casi irresoluble;por una parte, el torero necesita una práctica continuada, algo de lo que hasta el momento Pablo Aguado carece; y por otra, torear todas las tardes puede acabar con la espontaneidad y la inspiración para terminar convirtiéndose en un trabajo más, mecánico y frío.

Personalmente me interesa el «fenómenoAguado» porque representa la recuperación de una tauromaquia en vías de extinción y la repercusión que todo ello ha tenido a nivel popular. De entrada ha puesto en evidencia que lo diferente vende, que la verdad de los sentimientos se impone a la impostura, que el tiempo de lo clásico tiene su espacio y su futuro. Es hermoso volver a ver a aficionados siguiendo a su torero de plaza en plaza, con la ilusión intacta y seguros de asistir al milagro de la faena soñada que puede saltar en cualquier lugar. Cuando un torero interesa de verdad, no basta verlo por la televisión, hay que asistir personalmente al milagro, y es lo que pasa con Pablo Aguado. Ocurrió en sus inicios con Morante y lo mismo con José Tomas, pero no con el resto. No quiere esto decir que no haya otras figuras, pero sí que sus faenas son tan previsibles como calcadas; les falta la magia de lo excepcional a algunos, y otros ya vienen de vuelta. Después de que en estos últimos años la ilusión de los aficionados haya disminuido, por motivos varios, la aparición de Aguado ha venido a revolucionar el contexto, curiosamente con una vuelta a las raíces y a la esencia del toreo más puro y emotivo.

Seguro que los nuevos matadores habrán tomado nota de varias cosas: que la historia del toreo actual tiene que asentarse necesariamente en el pasado; que la longitud de las faenas actualmente es excesiva; que hay que sentir lo que se hace; que no siempre hay que cortar orejas o almacenar puertas grandes; que es más importante la huella que deja en la memoria del aficionado, esa eternidad del instante que hace de una faena algo imborrable.

Pablo Aguado tiene todas estas virtudes, el misterio está en que sea capaz de dosificarse y que, por supuesto, los toros le respeten. El problema está en que todo acaba de empezar;técnica no le falta, aunque la suerte suprema le puede acarrear más de un disgusto, como el de Madrid. Ha conectado sorprendentemente rápido con el público, un público desconcertado de ver algo nuevo y eterno a la vez. El tiempo lo dirá, pero de momento parece haber captado la atención de los medios y del público, lo que no es poco. Ojalá —por el bien de la Fiesta y del suyo propio—, su toreo vaya a más y nos vuelva a deslumbrar como aquel 11 de mayo en Sevilla.

 

Manuel Grosso es fundador del Festival de Cine Europeo de Sevilla y escritor.

TERCER AÑO. NÚMERO OCHO. OTOÑO. SEPTIEMBRE-DICIEMBRE. 2019