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Curro Vázquez, Socio de Honor de la Peña Antoñete

Cabotaje por la gracia

El arte de la tauromaquia suele alcanzar su máxima intensidad en aquello que sucede sin saber muy bien por qué. De entre tantos toreros, muy pocos alcanzan la condición extrema de expresarse desde el otro lado de las cosas. Desde el revés de la lógica. Desde lo imprevisible. Hay una matemática que no suele dar lo que suma, pero cuando ocurre multiplica lo que acontece. Curro Vázquez pertenece a esta tribu. Torero de Linares contorneado en Madrid, en la Plaza de Vista Alegre, al calor perdido del incalculable Domingo Dominguín, su suegro. Curro no es un carambolista, porque en lo suyo hay verdad y un relente de enigma que va por dentro. Curro es un ser de autenticidad acunado quizá por un daño, pues para torear de ese otro modo hace falta una parte de heladura, de intemperie, de pabellón de tinieblas. Algo que no resta color si el color lo merece.

Que se torea con todo el cuerpo es una obviedad, aunque no siempre una certeza. Para saberlo hay que observar con apetito a algunos seres dotados de esa libertad capaz de hacer que a partir de las muñecas se equilibre suavemente la anatomía entera. El capote de Curro Vázquez, cuando se desplegaba a compás, era una expedición hacia no se sabe dónde. Probablemente hacia el lugar en que a lo desconocido e irrepetible se le dice «pureza». Ese crucero donde coinciden las piernas, la cabeza despierta, el corazón ardiente… Todo en un eje que sale más allá del pecho, y del sitio, y si es necesario del espacio y del tiempo.

Vimos a Curro Vázquez dibujar lo inexplicable con el leve contorneo del percal, fundando una verónica —la media o el quite preciso— alada y noble. Qué difícil es llegar a un lugar así. Qué mundo complicado este de los toros hasta alcanzar esa ración de belleza que sucede silenciosamente y en los ojos hierve. La historia de este hombre es su toreo de idas y salidas. De ayudados por alto magistrales. De sabiduría hecha al corte de cada tarde, sin más vocación visionaria. En el toreo se es sabio cuando se sabe mirar, que es lo difícil. No sólo mirar, sino afinar lo que se ve. No ver, sino entender. Pues en la manera de tomar el capote, de planchar la muleta, se concreta algo más que una intención o una orden, se abre un paso de frontera por donde cruza lo que aún no está pronunciado, lo que no tiene forma ni en la forma cabe. Sólo así conmueve y se renueva el arte. Sólo así se entienden las credenciales de algunos toreros capaces de desbaratar lo más sagrado en favor de un rafagueo de destellos sublimes, maravillosos, inagotables.

Hay quienes le hacen faena al toro y quienes faenan para el tendido. Luego están los que ligan ambas constelaciones y se sacan la sombra al costado porque es ahí donde el toreo sucede con mejor precisión, con imprecisa música. Curro Vázquez no necesitó hacerse leyenda para callar la murga municipal de algunas tardes dibujando delirios con sus muñecas pendiendo de un hilo, reactivando una gracia perdida, belmontina y honda. Curro es una escuela dulce y mínima, también necesaria, casi traspapelada. En los ochenta fue uno de los toreros preferidos de Madrid: como decía Joaquín Vidal, con él dentro la plaza chorreaba miel.

En la secuencia de la tauromaquia de las últimas cuatro décadas, su estela es un antídoto contra la algarabía verdulera que contamina el panorama, cada vez más entregada al flato y a las conjuras. Torear es una cosa seria. Y hacerlo a la manera de Curro Vázquez, desde un clasicismo romántico de cuño propio, tiene que ver con el claroscuro, con la delicadeza en el detalle. Cuando la retirada definitiva en 2002, en Vista Alegre, donde cortó el rabo a Desván, su toreo ya estaba fijado para siempre en la mucosa de la memoria del respetable. La suya no fue una estética de la transgresión, sino de apuesta clara por la tradición, que es la pértiga. Joselito era su último deudor. Pocos han vuelto a marcar de igual modo los vuelos, los ritmos, los pulsos, ni han sellado su identidad en la frágil poesía de torear casi el aire, ni han hecho tan buen cabotaje por esa huidiza verdad que habita en la gracia.

 

Antonio Lucas es periodista y poeta.

CUARTO AÑO. NUMERO NUEVE. INVIERNO. ENERO – ABRIL. 2020