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Paco Ureña y Pablo Aguado, Premio Minotauro ex aequo al torero del año

PABLO AGUADO

Cuando los aficionados decimos que «no se puede torear más despacio», solemos acogernos al repertorio de frases hechas. Nos proporcionan la oportunidad de definir las experiencias indefinibles. «No se puede torear más despacio» es muchas veces una exageración. O lo era hasta que se nos ha aparecido Pablo Aguado con el misterio de las muñecas que dominan a la vez el toro y el tiempo. No se puede torear más despacio que el diestro sevillano. Y procede retirar las comillas a la expresión porque ha dejado de convertirse en un lugar común. Es un lugar poco común la geometría que Aguado establece con su noción extrema del temple. Y no es un torero de poder, de mando, pero sí es un torero de hipnosis y de trance. Comparecía como la comparsa de Morante y de Roca Rey en la tarde de los jandillas. Y terminó convirtiéndose no ya en la revelación del Guadalquivir —abrazos fraternales entre gentes desconocidas, expresiones de incredulidad, miradas al cielo en busca de respuesta metafísica—, sino en la expresión estética de un nuevo paradigma. O de un paradigma remoto. Un torero en color sepia. Un coetáneo de Martín Vázquez y de Antonio Bienvenida. Una alternativa providencial a la tauromaquia del arrimón y de la psicosis. No se puede torear más despacio que Pablo Aguado. Se lo decían unos aficionados a los otros en las tabernas que rodean La Maestranza. Cotejaban referencias, intercambiaban faenas de leyenda y convenían que el nombre de Pablo Aguado, apenas conocido entre los aficionados cabales, acababa de instalarse entre los mejores hitos de sus experiencias. Aguado toreaba a otra velocidad. Inverosímilmente despacio.

Entre las fotografías en papel que conserva Pablo Aguado, destaca una que lo retrata sacando a hombros a Morante de la Puebla. Sucedió en Jerez, hace nueve años. Imposible pensar entones que el costalero se convertiría en el dios del temple.

 

PACO UREÑA

La mitología nórdica y wagneriana relacionan la sabiduría con la pérdida de un ojo. Fue el requisito que les exigió a Odín y a Wotan el hallazgo de la clarividencia. Le ha sucedido también a Francisco Ureña. Perdió un ojo toreando en Albacete en 2018, pero la desgracia parece haberle proporcionado el misterio de la lucidez y el camino de la esencialidad. No es que a Ureña le hayan embestido más toros en esta temporada; es que los ha entendido mejor. Puede con el malo. Y se recrea con el bueno. Y ha dado la vuelta a las maldiciones que lo acechaban. Abrió por fin la Puerta Grande de Las Ventas. Y planteó en Bilbao acaso la tarde más redonda de su carrera. No por las cuatro orejas, sino por la hondura y mesura de una actuación sobria, espartana y rotunda: la verónica, el natural, el espadazo. La clarividencia de Ureña predispone una tauromaquia de pureza y de temple. Se ha despojado del malditismo y hasta de la tristeza.

A Paco Ureña no le gustaba ir de excursión en el colegio. No por la experiencia en sí misma —lo entenderíamos perfectamente—, sino porque temía lesionarse en cualquier peripecia. Y no poder dedicarse al oficio que ahora desempeña con tanta gallardía. Estas cosas reflejan su instinto y su obstinación. Tantos años sin torear, viviendo de la huerta, pero sin renunciar al entrenamiento ni al toreo de salón. Y tantas cornadas. Que más cornadas da el toro. Incluido el arreón que le pegó un ejemplar de Victoriano del Río la tarde de su consagración madrileña. Le partió las costillas. Se las incrustó en los pulmones, pero Ureña salió in extremis porque Madrid iba a entregársele. Miles de personas arroparon la salida a hombros. Móviles al aire iluminando al tótem en el umbral de la M-30.

 

Rubén Amón es presidente de la Peña Antoñete.

CUARTO AÑO. NUMERO NUEVE. INVIERNO. ENERO – ABRIL. 2020