Con motivo de su trágica muerte en Talavera, Rafael Alberti escribió un poema, Joselito en su gloria, que comienza así: «Llora, Giraldilla mora, / lágrimas en tu pañuelo. / Mira cómo sube al cielo / la gracia toreadora». La «gracia» se veía, ciertamente, como una de las cualidades características, definitorias, del arte de Joselito, que además servía para confrontarlo con el otro gran pilar de la «edad de oro»: Juan Belmonte. No por azar, en ese escrito de militancia gallista que fue El arte de birlibirloque(1930), José Bergamín subrayaba las diferencias, destacando en Joselito las dotes naturales, la facilidad con que se ejecutaba lo difícil como si no lo fuera, «con gracia, sin esfuerzo, con naturalidad», mientras que en la esforzada y dramática tauromaquia belmontina los trazos «eran rígidos, duros, sin flexibilidad ni gracia». Bergamín hizo posteriormente la palinodia que en justicia se debía al genio de Triana, pero no por ello pierden valor estos deslindes significativos en relación a la gracia.
Ninguno de los que hoy respiramos ha podido disfrutar en vivo y en directo la «gracia» de Joselito, pero quedan comentarios, instantáneas gráficas y alguna filmación para hacernos una idea. Podríamos intuir que, de alguna manera, revive en el sevillano esa donosura que se ponderó en Lagartijo, frente a la reciedumbre y contundencia de Frascuelo: la forma, por ejemplo, de salirse del toro después de ejecutar la larga cordobesa, como aún podemos observar en viejas fotografías. Aquella tarde en que se ganó en Madrid una ovación del público sólo por la gracia con la que esperaba, con las banderillas cogidas en una mano apoyada en la cadera, que los peones le colocaran al toro en suerte, lo dice todo sobre Lagartijo. Joselito llevó a su culminación ese garbo y gallardía incontestables al ejecutar las suertes: los lances, quiebros y recortes en la cara del toro (el «arte de birlibirloque», que decía Bergamín) o esa manera suelta y relajada de alejarse de él, algo que alcanza nivel de paradigma en el asombroso par de banderillas al quiebro a un toro berrendo el 3 de julio de 1914 en la plaza de Madrid, dichosamente conservado en una filmación antigua que recoge asimismo un luminoso repertorio del arte y la gracia del torero sevillano.
Esta cualidad de Joselito podría remitirse, sin forzar las cosas, a un rasgo «clásico» de la reflexión estética. No en vano, Giorgio Vasari, el gran historiador y conceptualizador del arte en el Renacimiento, concebía la «gracia» como expresión de la belleza, y la ponderaba en artistas como Rafael, Leonardo o Miguel Ángel. Pero, apurando todavía algo más, creo que la gracia de Joselito responde a lo que, poco antes, Baltasar de Castiglione, en El Cortesano, había considerado un rasgo aristocrático entre los hombres cultivados de su época, que llamaba sprezzatura y que apelaba a una elegancia desenvuelta donde el arte se expresaba como al descuido: «De ahí creo yo que nace mucha parte de la gracia», concluía Castiglione. Un siglo después, Baltasar Gracián daría la versión hispánica y barroca de esa misma idea, desarrollando una serie de conceptos («despejo», «gallardía», «natural imperio»…) relacionados con lo que denominaba, ya en su primer libro, la «gracia de las gentes». Eran cualidades de efecto fulminante, pero de definición dificultosa. Al referirse, por ejemplo, al «despejo» Gracián hablaba de «una cierta airosidad». No hay mejor término para aplicárselo al toreo de Joselito.
Pero aún podemos precisar más. En la biblia del Cossío, al trazar el perfil histórico de su figura, se pondera el prodigio de que en él se fundieran el dominio y la técnica absolutos con «una gracia, más veces melancólica que jubilosa». No es, ciertamente, la gracia sevillana, propensa a la ocurrencia o al chascarrillo, que se daba, por ejemplo, en su hermano Rafael y que estaba o convivía con el misterio del «duende». Es otra gracia, más transparente, pero también, en efecto, más melancólica. Gerardo Diego en su Elegía a Joselito hablaba de su «sonrisa triste», y lo cierto es que, a despecho de la arrogancia y seguridad que manifestaba en el ruedo, no era un hombre jovial ni divertido, sino más bien melancólico y taciturno, sometido a una angustia interior y a una progresiva sensación de soledad íntima, cuyas causas personales, sociales y profesionales son, por lo demás, bien conocidas.
Era un hombre triste, sí, pero su toreo era alegre. No es ésta la única paradoja que constituye su «gracia». Hay otra todavía de mayor calado para cuya revelación no hay nada mejor que acudir a un tratado señero en la reflexión estética, escrito en 1793 por el pensador y literato alemán Friedrich Schiller: Sobre la gracia y la dignidad. Su lección, que no es ahora posible trasladar aquí, ofrece, sin embargo, maravillosas claves para aplicar a lo taurino, y en especial al arte de Joselito, porque, en su propósito de conciliar el orden ético y el estético, nos habla de la posibilidad de una gracia en movimiento como expresión del espíritu, de una espontánea manifestación del cuerpo que sea trasunto de una autenticidad moral. Son momentos privilegiados, dice Schiller, que suponen la expresión más elevada de humanidad.
Esa gracia, unida a la dignidad, la tenía Joselito y a ella aspira, en último término, la tauromaquia moderna. Porque no son los giros y movimientos alados en un salón de baile, sino la serena evolución del hombre ante la terrible fiera. Una gracia que surge de la armonía y naturalidad frente a la tensión y el desorden del miedo. Una gracia que surge del juego con la muerte. Algo muy hispánico, por cierto, eso de perseguir la gracia en el bastión de la épica. ¿No leemos acaso en las ordenanzas de la Legión Española que el gorrillo o chapiri ha de ser «colocado graciosa y ligeramente ladeado a la derecha»?
Javier García Gibert es filólogo, ensayista y autor de A la luz del toreo