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El escalafón del toreo

Como artista de vanguardia que fue, a Enrique Morente le hubiera gustado vivir en los años diez, veinte y treinta del siglo xx. Recordaba (como si hubiera estado allí presente) aquella mítica edad de oro de los toros y el flamenco, dos expresiones artísticas hermanadas. «La época de gloria —le confesaba el cantaor a Miguel Mora—, ¡haber conocido a Belmonte y a Joselito escuchando a Chacón!». En su particular «Diccionario» (dentro del libro La voz de los flamencos. Ed. Siruela), en la entrada «Libertad», Enrique Morente nos dice: «Escuchar a los viejos es lo primero para poder caminar; los que has conocido, los que te han entusiasmado, los que no has podido oír porque no estaban grabados y has tenido que imaginártelos… Ésos son siempre los más inspiradores». A los jóvenes aspirantes a figuras del toreo, a todos aquellos que quieran convertirse en buenos aficionados, sólo una recomendación: hagan caso a los maestros como Morente y busquen la inspiración en su propia imaginación. Para ello es necesario alimentarla, claro está.

La casi siempre fértil imaginación del aficionado a los toros no para de imaginarse cómo debieron torear los toreros antiguos para confrontar esa imagen mítica con el presente. No se trata de una visión nostálgica, sino de una constatación: los mitos del toreo, aquellos diestros que alcanzaron la gloria en vida son contemporáneos nuestros.

Los toreros

De toda la vida, la rivalidad entre los diestros fomenta la pasión en los tendidos: Pedro Romero y Pepe-Hillo, Lagartijo y Frascuelo, Ordóñez y Dominguín, José Tomás y Enrique Ponce… Por encima de todas estas competencias destaca la establecida hace un siglo entre Gallito y Belmonte; aquélla no fue una competencia más. Los públicos (y con ellos los empresarios) captaron enseguida el natural antagonismo. Esa disparidad, esa divergencia tenía como consecuencia que los espectadores acudían en mayor número a las plazas dispuestos incluso a pagar más por verlos torear.

Cien años después, Joselito el Gallo y Belmonte siguen siendo considerados por la afición como los dos toreros más trascendentales en la historia de la tauromaquia. Con ellos dos se estableció más que una simple rivalidad entre dos toreros. Allí lo que hubo fue una confrontación pública de dos conceptos opuestos del toreo, lo que tuvo decisivas consecuencias para la historia de la tauromaquia. Uno de esos dos conceptos había de prevalecer, mientras que el otro se extinguió abruptamente en Talavera de la Reina en 1920.

La historia de la tauromaquia puede ser entendida como una sucesión de mitos. Hablamos de hechos y acontecimientos «míticos» que tuvieron lugar en un pasado también «mítico». Esos hechos tienen una cierta capacidad de variación a través del material escrito (crónicas, biografías, historias de la tauromaquia…). Sólo podremos tener acceso al conocimiento de las corridas de toros en su devenir histórico a través de esos textos, que forman el corpus de lo que podríamos considerar como una auténtica mitología. En su Tratado sobre el mito, escribe Hans Blumenberg: «Los mitos son historias que presentan un alto grado de constancia en su núcleo narrativo y, asimismo, unos acusados márgenes de capacidad de variación. Estas dos propiedades hacen de los mitos algo apto para la tradición: de su constancia resulta el aliciente de reconocerlos, una y otra vez, incluso bajo una forma de representación plástica o ritual; de su variabilidad, el estímulo a probar a representarlos por cuenta propia, sirviéndose de nuevos medios. Esto se conoce en el ámbito musical con la expresión “tema con variaciones”, tan atractiva tanto para compositores como para oyentes. Por consiguiente, los mitos no tienen nada que ver con “textos sagrados”, en los que no se puede tocar un ápice». Juan Belmonte dijo algo parecido: en la historia del toreo pasan siempre las mismas cosas, sólo cambian los personajes.

Es necesario distinguir entre mito y dogma. Mientras que el mito implica libertad de interpretación, el dogma exige de la fe. El dogma manipula la historia hasta perfilar un canon. En la historia de la tauromaquia es fácil encontrar ejemplos muy significativos de posiciones dogmáticas que buscan perfilar (a posteriori) el canon que les interesa para justificar lo hecho en el ruedo frente a los toros. Así, tenemos ejemplos deslumbrantes como el de Domingo Ortega, cuya teoría del toreo tanta influencia tuvo en generaciones posteriores de aficionados. Sin embargo, leídas con detenimiento, estas nuevas tauromaquias (también la de Rafael Ortega) desmienten a sus propios autores. Una cosa es lo que se pueda hacer delante de los toros y otra muy distinta, teorizar sobre ello. Y en muchas ocasiones estas teorías tienen más que ver con revanchas a toro pasado que con un verdadero ideario de técnica y estética taurinas. En el caso en concreto de Domingo Ortega, su teoría del toreo parece más un ajuste de cuentas con el toreo de Manolete que con la propia forma de lidiar del diestro toledano.

La tauromaquia de Domingo Ortega sería así el reverso, la otra cara de la moneda respecto al toreo de Manolete. Toda su conferencia «El arte del toreo» se nos presenta como el negativo del toreo de Manolete. Según Ortega, el clasicismo en tauromaquia sería justo lo contrario del toreo de Manolete, es decir, el suyo. Pero los ajustes de cuentas en tauromaquia no tienen sentido más que en la plaza y frente al toro. Lo demás es literatura, casi siempre mala literatura.

¿No cabría la posibilidad de reescribir una historia de la tauromaquia como si, en lugar de una religión, fuera una mitología? Alejados de posiciones dogmáticas que no conducen a nada, hacen falta más mitos reelaborados por los poetas. Un magnífico ejemplo lo encontramos en el valenciano Francisco Brines, poeta y gran aficionado a los toros, Premio Cervantes 2020. «Una religión dogmática —ha escrito Carlos García Gual— se constituye gracias a una institución rígida y la marginación, exclusión y aniquilación de los disidentes, los heterodoxos. ¡Qué contraste con la libertad de creencias del mundo antiguo!». También en lo relativo a la tauromaquia sería recomendable huir de cualquier tipo de dogmatismo y abrir el campo a la libertad de creencias.

¿Cómo evoluciona la tauromaquia? Por una sucesión o encadenamiento de mitos. Los toreros se miran en el espejo de los mitos que les precedieron. En el documental de 1999 Samouraï (Portrait de José Tomás), el torero de Galapagar (primer matador en activo de nuestra encuesta, en cuarto lugar), recordando la época en que iba de niño a la plaza de las Ventas, dice: «Lo primero que hacía cuando acababa la corrida era irme a una ventanita que hay encima de donde salen los toreros y me colocaba ahí para verlos salir. Ver a la gente gritando ¡torero, torero!, intentando tocarle, arrancarle cosas… Todo eso era muy bonito. Y cuando lo conseguí la primera vez, pues yo miraba al sitio donde yo me colocaba para ver si me veía. Lógicamente yo no estaba allí, pero dio la casualidad de que allí había un niño mirando». Esa es la corriente de transmisión de la tauromaquia: la fascinación de un niño, su deseo de convertirse en matador de toros para salir un día a hombros por la puerta grande.

Las lidias

La lidia puede desarrollarse por distintos medios que, en última instancia, responden a una necesidad utilitaria. Ver el desarrollo de una lidia puede llegar a producir placer en el aficionado cuando dicha lidia es la adecuada al toro en suerte. Hablamos entonces de belleza. Pensemos, por ejemplo, en Domingo Ortega, Luis Miguel Dominguín, Enrique Ponce o El Juli: retóricos del arte de torear. Su torero es bueno y útil, es decir, adecuado desde el punto de vista del lidiador. Frente a esta estética-ética del toreo podríamos situar, por ejemplo, a toreros como Rafael el Gallo, Pepín Martín Vázquez, Silverio Pérez, Curro Romero o Rafael de Paula: su toreo se sitúa por encima de lo bueno o de lo útil, es decir, no producen meramente placer por la contemplación de lo bien hecho. Los toreros de este corte se vinculan más bien con en asombro por lo inesperado, la maravilla, el fulgor de un destello deslumbrante que apenas dura un instante. En definitiva, hay toreros largos (retóricos y persuasivos) y hay toreros cortos (arrastran al espectador con una fuerza irresistible, muy pocas veces, es verdad, sólo cuando la cosa se les da bien). En materia de estética esta dicotomía se conoce como «lo bello y lo sublime».

Las rivalidades se basan, principalmente, en dos maneras distintas de ejecutar el toreo. Pero no debemos olvidar que el toreo del último siglo ha evolucionado a partir de golpes en la mesa protagonizados por toreros heterodoxos; esto ha sido así desde el Pasmo de Triana. Salvo Roca Rey (muy joven aún y con muy pocos años de alternativa), todos los heterodoxos que han cambiado el rumbo de la tauromaquia en el último siglo aparecen en la encuesta: Belmonte, Manolete, El Cordobés, Paco Ojeda, José Tomás. Todos heterodoxos, cada uno a su forma, pero saliéndose del canon marcado por los guardianes de la ortodoxia con los que les toco convivir. No sólo se trata de que, en su momento, estos lidiadores impusieron unas nuevas formas y modos de torear, sino que después de ellos muchos fueron los que pretendieron seguir por la misma vía. Por otra parte, lo más positivo que aportan los heterodoxos es que potencian los perfiles de aquellos otros que se mantuvieron en la línea, digámoslo así, más ortodoxa. ¿Acaso no se potenciaron recíprocamente Gallito y Belmonte, Manolete y Pepe Luis, Paco Camino y El Cordobés, Joselito y Espartaco, José Tomás y Morante de la Puebla?

Amós Salvador, en su Teoría del toreo (1908), escribió: «[…] el toro irá adonde se le quiera llevar con el engaño, tanto más cuanto más bravo sea; pero hay dos maneras completamente contrarias de hacerlo, que constituyen dos toreos distintos: el uno de movimiento y alegría; el otro de seriedad y quietud: el uno de desarrollo de la agilidad; el otro de inteligencia: el uno de pies; el otro de brazos: el uno de efectos de relumbrón, no recomendable para los inteligentes; el otro de seguridad y de dominio del arte: el uno de coloristas; el otro de dibujantes: el uno, en suma, malo por lo inquieto e indisciplinado, y el otro bueno y único recomendable por lo clásico y elegante». Hay, efectivamente, toreros de corte más racional, más canónico, mucho más ajustados a la preceptiva que marcan las tauromaquias; y otros más dados a la inspiración, al arrebato, a la alegría, incluso a la floritura y el adorno delante del toro. Por resumirlo en dos palabras: Ronda y Sevilla. Esto es lo que nos dice la verdad histórica. No obstante, existen dos mundos confluyentes, no contradictorios en el mundo del toro. Por un lado, el mundo neoclásico del dictado normativo, el canon impuesto por la razón; y por otro lado el mundo de la libertad, la exacerbación, el derroche de la sensibilidad a flor de piel.

En tauromaquia esta aparente contradicción entre estilos antagónicos no adquiere la negatividad de lo hostil enfrentado, sino el de la síntesis. Si hablamos de cualquier matador, entre lo rondeño y lo sevillano andará el asunto, abundando más en unos ciertas manifestaciones y gestos y menos en otros. Y, lo que es más importante, coincidiendo en muchos de los toreros ambas formas o estilos durante una misma tarde de toros. En una corrida suceden tantas cosas que es imposible apuntarlas a una u otra escuela; basta con acomodarlas a lo que va haciendo o tratando de hacer el toro, que, a su vez, va cambiando su comportamiento durante la lidia a cada instante. Someter a escuelas un acontecimiento tan variable es tan disparatado como querer someter a un reglamento lo que acontece en la plaza. Como dijo a este respecto el escritor y crítico de arte Santiago Amón: «Bien está que haya escuelas, pero no van a resolver el don del dominio ni el don del arte». En cualquier caso, es cierto que los grandes artistas han realizado siempre la síntesis de estas dos tendencias, las han jerarquizado, dominando la embestida del toro y resolviendo ese dominio en arte. Pero también es cierto que nos encontramos ante dos fenómenos esencialmente diferentes: fenómenos que una crítica taurina objetiva e inteligente tiene el deber de saber diferenciar para entender cómo evoluciona el toreo.

La primera tendencia implica la parte puramente estética y supone la expresión de realidades espirituales: los llamados «toreros de arte», desde Rafael el Gallo hasta Rafael de Paula, pasando por Curro Puya, Chicuelo, Silverio Pérez o Cagancho. La segunda tendencia, por el contrario, implica un deseo totalmente psicológico por parte del matador: hacer de la tauromaquia una ciencia, lo cásico en tauromaquia, desde Domingo Ortega hasta El Juli, pasando por Luis Miguel Dominguín, Armillita Chico o El Viti. La clave estaría en que a partir de Gallito y Belmonte los grandes artistas han sido aquellos que han sido capaces de realizar la síntesis de estas dos tendencias o sensibilidades. Estos casos han sido realmente excepcionales. Y aquí que cada aficionado meta a los toreros que considere oportunos. ¿Lo más difícil? La difícil facilidad. Paco Camino podría ser el paradigma de ese toreo «lógico», síntesis perfecta entre ambas escuelas. Esa síntesis es la que convierte a un torero en un clásico, como sería el caso de Antonio Bienvenida.

Un detalle que no se nos puede pasar por alto: el toreo, digámoslo así, se afina (se pone elegante) a partir de la aparición del video. Cuando los diestros disponen de estos medios, el toreo se hace mucho más estético. La mayoría de los toreros recurren al video para «pulir» su estilo. Eso no se podía hacer en la época de Joselito y Belmonte. Existe aquí implícito un grave riesgo: a través del vídeo se puede llegar a matar el toreo; el video sería una especie de «autopsia» del arte. El toreo visto a través del video acaba siendo un cadáver: estupendo para diseccionarlo, es verdad, pero no se puede ver como algo vivo, cualidad esencial en el arte de torear.

El toro

Del tronco común del temor nacen las causas del gozoso horror en que se basa la percepción de lo sublime: el poder, la grandeza, la infinitud, la oscuridad, la privación, etc. El principio del temor es universal, al igual que el miedo a la muerte, pues nace del más primitivo de los instintos, el de conservación. Así, el sentimiento de lo sublime enlaza con el impulso de supervivencia.

La lidia sin temor, sin la evidencia manifiesta del miedo que ha de inspirar la presencia del toro bravo —o que al menos debería inspirar desde que aparece por la puerta de chiqueros hasta el momento de la suerte suprema— pierde todo el interés para el aficionado porque falta lo esencial en tauromaquia: la emoción. Y no debemos olvidar que, antes que ninguna otra consideración de tipo técnico, estético o sentimental, en el ruedo la emoción la debe poner el toro. Su mera presencia en la arena debe transmitir respeto, miedo, en definitiva, para que le sigamos reverenciando como lo que es, el principal protagonista de la Fiesta. Luego, una vez recibido en el tercio por su matador, asistimos durante toda la lidia a otro tipo de emoción que podríamos considerar más de carácter estético. Para ello es imprescindible que el matador sea capaz de sublimar sus miedos con su faena, consiguiendo así que en los tendidos los aficionados se lleguen a olvidar del potencial de muerte implícito en esa subyugante presencia del toro bravo.

Por lo que cuentan los aficionados más veteranos, en los años sesenta y setenta a la gente le preocupaba que el toro se moviera, más que el hecho de que tuviera una apariencia más o menos ofensiva. En los ochenta y noventa el torazo grande, alto y gordo se movía mucho menos, y cuando se movía lo hacía con menos franqueza que el toro de épocas anteriores. De hecho, esto cambió el concepto del toreo; de un toreo casi circular que practicaban todos los toreros coetáneos de Ordóñez, Camino o El Viti, se pasó al torero lineal de la época de Espartaco y Enrique Ponce. ¿Cuál de estas dos formas de torear tiene más valor? Que cada cual que decida según su gusto y sensibilidad.

Como espectadores, todos los que asistimos a la plaza nos dejamos deslumbrar por la labor del torero frente a un toro con trapío, fuerza, poder y que vende cara su muerte. También nos emocionamos en igual medida cuando sale a la arena un toro que demuestra tercio a tercio su extraordinaria bravura. Hay ocasiones en que incluso nos ponemos de parte del toro, llegando a identificarnos con la parte animal del espectáculo, protagonista indiscutible del rito. Si el matador de turno no está a la altura del toro que le ha tocado en suerte, el público no se lo perdonará, perdiendo en ese mismo instante el espada su significación torera; entonces, las lentejuelas del vestido de torear lucen menos. En cualquier caso, como aficionados no deberíamos dejar de hacer valer nuestra opinión, aunque aquí, como en cualquier otro foro, casi nadie (por no decir nadie) entienda realmente de toros.

Antonio J. Pradel es director de Minotauro

QUINTO AÑO. NÚMERO DOCE. INVIERNO. ENERO – ABRIL. 2021