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Un tiempo sin fiesta

Con extraordinaria lucidez lo anticipó el profesor González Troyano en un artículo publicado en El Paíshace ya casi cuarenta años. Si sus palabras son todavía valiosas —y lo son ahora incluso más que entonces—no es sólo porque mantienen plenamente su vigencia, sino porque nos dan también algunas claves que podrían servir para una reivindicación inteligente y lúcida de la Fiesta en estos tiempos tan difíciles para la tauromaquia: «Una fiesta que se enlaza todavía con un pasado ancestral y agrario, jerarquizado como un espectáculo barroco y que ha proyectado sobre sus diestros los matices del héroe romántico, tiene precisamente en su mismo anacronismouno de sus mayores alicientes, pero eso también la mantiene en perpetuo trance de desaparición. Y quizá sea ese secular reparto de identificaciones con unos arquetipos y distanciamientos de otros lo que más puede contribuir a mantener su vigencia». Y añade algo fundamental: «La Fiesta, como sugiere la tradición, no se salva reduciendo, sino potenciando las diferencias». Dada la crítica situación que vive el mundo del toro en tiempos de pandemia, ¿no habrá llegado el momento de que la Fiesta asuma plenamente lo que es (puro anacronismo en acción) para mantener el resto de vigencia que le pueda quedar?

Hablando de toros decía Jean Cocteau que «la Fiesta tiene la misma vitalidad que la poesía». Entenderá fácilmente el lector que se trata en este caso de un tipo de «vitalidad» que va más allá de una posible adecuación de la Fiesta de toros a los tiempos que corren. Es evidente que la Fiesta, como manifestación cultural de primer orden, no puede ser aislada de su contexto social, político y económico. Y aún así, independientemente de coyunturas más o menos desfavorables, la Fiesta tiene una última posibilidad de trascender su escaso círculo de influencia gracias a lo que pueda mantener aún de ritual atávico en pleno siglo xxi. Sólo asumiendo su propia naturaleza como rito podrá la tauromaquia salvarse como espectáculo. Y los ritos no se adecuan a los tiempos; los ritos tienen valor, justamente, por mantenerse inalterables en el tiempo, como un insecto prehistórico dentro de una piedra de ámbar. Reconozcámoslo abiertamente: la misa dejó de tener interés cuando dejó de hacerse en latín.

Definitivamente, el 2020 nos ha dejado una cosa clara: en los próximos años la Fiesta de los toros se juega su continuidad histórica; el peligro de desaparición de la tauromaquia tal y como la conocemos actualmente es real. Sólo admitiendo sin complejos por parte del sector que las corridas de toros representan la supervivencia de un ritual —el resto de una sociedad periclitada, no ya en decadencia, sino sentenciada al ostracismo por parte de los actuales políticos y sus voceros— podrá tener una oportunidad de salvarse. Resto superviviente de un tiempo ya pasado, la Fiesta sólo podrá mantenerse como puro anacronismo vivo en acción. Así debería reivindicarse la Fiesta y así debería reclamar protección como excepción cultural a los responsables políticos de turno (independientemente de que dicha reclamación tuviera algún tipo de respuesta).

Desde estas páginas seguiremos reivindicando la tauromaquia como lo que esencialmente es: un arte en el que el artista, antes de ninguna otra consideración, «primero pone su cuerpo», recogiendo una bella expresión de Paul Valéry. Recientemente, en una entrevista en la que anticipaba su próximo proyecto (una película sobre tauromaquia), el cineasta Albert Serra ha declarado: «Se habla mucho del sufrimiento del toro, pero no del que siente la persona que se pone delante dispuesto a morir». Pues bien, justamente de eso se trata. Bienvenidos sean proyectos como los de Serra.

Este ritual anacrónico resulta tan chocante en la sociedad actual porque encarna una forma de vida basada en el derroche de energías y en el juego. Estamos hablando en el sentido amplio de «juegos con el toro», no sólo de la corrida de toros reglada, sino también de las fiestas taurinas de carácter más popular. Se opone así la Fiesta a nuestro estilo de vida dominado por el trabajo y la producción. Por eso las tauromaquias representan hoy un antivalor. A una sociedad que declara sagrado el mero hecho de vivir (siempre y cuando sigamos produciendo y consumiendo, claro está), el viejo ritual le ha de parecer a la fuerza algo demencial, un teatro de la crueldad fuera de tiempo y de lugar. Una sociedad obsesionada por la producción es totalmente incapaz de entender el juego y la muerte como lo entiende el aficionado a los toros, es decir, como intensidad vital. «La época de la producción —ha escrito Byung-Chul Han en La desaparición de los rituales— es un tiempo sin fiesta». Esperemos que en este 2021 podamos recuperar ese tiempo que tanto echamos de menos.

NÚMERO DOCE. INVIERNO. ENERO – ABRIL 2021