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¿Otro cine taurino es posible?

Que los toros y el cine no se llevan bien no es una opinión personal —que también—, sino algo en lo que coinciden tanto profesionales de ambas disciplinas artísticas como los públicos. Sin embargo, la historia del cine está repleta de películas con la tauromaquia en el centro del argumento, de forma circunstancial o como referencia y homenaje, tal es el caso de (todas) las de Agustín Díaz Yanes.

 

El cineasta madrileño —«hijo del cuerpo»— ha explicado muchas veces los porqués de esa, al parecer, imposible traslación a la pantalla del misterio del toreo, a través del ojo de la cámara y la mirada del director. Lo hizo, por ejemplo, ahora hace tres años, en un curso organizado por la Universidad de Sevilla bajo el auspicio de la Real Maestranza y la Fundación de Estudios Taurinos.

 

Díaz Yanes se interrogó sobre cómo rodar una película de toros si los actores jamás podrán meterse «en torero», ni por maquillaje, ni por el vestido de torear, ni —menos aún— por la forma de caminar, siendo los toreros «los hombres que mejor andan», como queda de manifiesto en su aclamada Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto. Añádase a ello el (casi) imposible que supone filmar los tres miedos del torero: el toro, el público y el mismo miedo.

 

Aún así, películas como Currito de la Cruz (Luis Lucia, 1945); Tarde de toros (Ladislao Vajda, 1956); El espontáneo (Jorge Grau, 1964); El momento de la verdad (Francesco Rossi, 1965); El monosabio (Ray Rivas, 1977) o la más reciente Blancanieves (Pablo Berger, 2012), recogen, desde muy distintos lenguajes cinematográficos, algunos de esos imposibles.

 

En 1957 se estrenó Torero, producción mexicana con guión y dirección del español Carlos Velo, exiliado republicano y colaborador de Luis Buñuel. Para muchos, y aún con el paso de los años, Torero, protagonizada por el matador mexicano Luis Procuna, es la mejor aproximación, el mejor retrato llevado al cine del mundo del toreo. En ella se aparecen esos tres miedos antes citados.

 

Todas las nombradas —más las que cada cual quiera añadir del paradójicamente prolífico cine de temática taurina— adoptan parámetros convencionales y reconocibles en sus formas cinematográficas. Por eso la pregunta del inicio: ¿otro cine taurino es posible?

 

El Brau Blau (El toro azul, 2008) es la ópera prima del guionista, crítico y profesor de cine Daniel V. Villamediana. En poco más de una hora sumerge al espectador en muchos de los misterios de la tauromaquia a través del proceso interno y exteriorizado de un joven (soberbio Víctor J. Vázquez, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla) que decide aislarse en la soledad del campo.

 

 

En ese retiro, mientras lee a los maestros de la vida y del toreo, levanta, piedra a piedra, su sueño. Un sueño, tal vez una alucinación, que empieza cuando, renqueante, llega a la Monumental de Barcelona la fecha del regreso de José Tomás en junio de 2007. En ese arranque, la cámara al hombro que filma lo acompaña entre la muchedumbre hasta que, ya sentado en su localidad, en el inmenso ruedo aún vacío, la tarde empieza a llenarse de clamores.

 

Conmocionado por lo visto, por lo sentido, va construyendo su mundo interior, hecho de piedras, hasta formar el círculo mágico del ruedo. Y los cuernos artesanales que hunde en sus femorales y vientre para sentir imaginarias cornadas, como hunde también la espada una y otra vez en el pilón de paja.

 

El héroe se sabe preparado y torero. Camina por la carretera y da un trincherazo con su muleta al coche que le pasa rozando. Se despoja del vendaje que atenaza su rodilla hasta dejar ver una cicatriz, con la movilidad ya recuperada. Se afeita la barba de semanas, pues sería herejía un torero con ella y, solo, en ese redondel de hierbas y pedruscos, llama al toro imaginario: «¡Jé!, jé!». Torea con capote y muleta hasta la hora final del espadazo.

 

Una película de toros en la que no hay toros. El toro no se ve, pero está ahí, lo siente, lo huele el protagonista y lo ve sin verlo el espectador, preso del mágico magma en el que se ha sumergido. Rodada en el Ampurdán, las palabras —pocas— lo son en catalán, y la música, junto a la callada del toreo, La oculta filosofía de Bach. Una transgresión ejemplar.

 

El catalán Albert Serra es un cineasta transgresor por definición, con una filmografía reconocida y premiada en grandes festivales y en la que la provocación es a la vez invocación. Serra, nacido en Bañolas, iba a los toros en las plazas de la Costa Brava (Lloret de Mar, Sant Feliú de Guíxols, Figueras…) y más tarde ha continuado su relación con lo taurino, participando en encuentros y congresos (uno de ellos en La Maestranza) tanto en España como en Francia. En 2013, en París, el Centro Pompidou proyectó durante un mes toda su filmografía, al tiempo que acogió una mesa redonda titulada «La estética de la tauromaquia», en la que Serra compartió cartel con Luis Francisco Esplá, Francis Wolff y Miquel Barceló.

 

Por eso, y por su natural instinto provocador, no supuso ninguna sorpresa que hace unos meses anunciara en una entrevista en el diario La Vanguardia que su próximo proyecto de rodaje sería, según sus propias palabras, «la mejor película de toros que se ha hecho jamás». La rodará centrando el relato en el sufrimiento del torero, aceptando incluso que —como pregona el discurso dominante— exista el sufrimiento del toro.

 

Dice Serra: «Ahora tenemos una herramienta increíble que es el digital, no el de rodaje, sino el de montaje. Ahí podemos recrear la complejidad de la corrida, también los miedos, pero al mismo tiempo siendo lo más fieles posibles a la realidad, y eso es algo que hasta ahora no sucedía. Parto de una premisa: el ojo de la cámara ve cosas que el ojo humano no ve. Como las películas se ruedan con el ojo de la cámara, le doy toda mi confianza. El montaje permite hacer visible lo invisible”.

 

Vive la tauromaquia los tiempos más difíciles; su propia supervivencia está en juego. Y el cine, como artefacto cultural de primer orden, debe jugar en su favor.

 

En su día, El Brau Blau pasó desapercibida para los públicos y fue ignorada por los taurinos. El reciente documental mexicano Un filósofo en la arena, con Francis Wolff como eje del relato, ha sido apartado de los circuitos comerciales y vetado en los festivales. El proyecto de Albert Serra augura controversia, y bueno sería que no se quedara ahí. El cine taurino, que es a la vez macro y subgénero cinematográfico, ha adoptado a lo largo de su historia distintos formatos y cánones narrativos. Ahora ha llegado el momento de la verdad.

 

Paco March