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Diez años sin Antoñete

Antonio Chenel se pasó la vida obsesionado con la perfección de esa faena soñada que se llevó con él para siempre hace justamente ahora diez años. Sin embargo, el maestro del mechón, santo y seña de nuestra Peña, nos hizo soñar muchas veces el toreo con su arte depurado y único en su clasicismo auténtico. Nos quedan los vídeos —esa prótesis a veces frustrante de nuestra frágil memoria— para volverlo a ver una y otra vez siempre que necesitemos repasar la lección. Si lo que realmente importa en el toreo es la intención, pocas intenciones ha habido tan hondas, bellas y sentidas en la tauromaquia del último siglo como la de Antonio Chenel. Con su desaparición se nos fue el último representante genuino de una forma, única por su autenticidad, de entender la tauromaquia y, con ella, la vida. En algunos casos, los toreros lo son de forma natural, como por inercia, como si no pudieran ser en esta vida otra cosa más que eso, toreros.

Con el regreso a los ruedos del maestro a comienzos de los años ochenta, muchos aficionados jóvenes entonces tuvieron la ocasión de comprender que torear, en su concepto más amplio y complejo, es algo que va mucho más allá de darle pases más o menos eficaces o estéticos a un toro bravo. Lo que Antoñete transpiraba a cada paso era torería, esa íntima convicción del ser torero. Quienes tuvieran la fortuna de verle en el ruedo nunca podrán olvidar esa imagen.

Con Antoñete también hubo ocasión de comprobar de forma nítida y deslumbrante la verdad geométrica que subyace siempre en el arte de la tauromaquia cuando se hace con arreglo a sus reglas más estrictas. En el periódico ABC (31 de enero 1930), Azorín escribió un artículo publicado a raíz de su particular lectura del ensayo de Bergamín El arte de birlibirloque. Según Azorín, «todo en el toreo, precisión y geometría; todo tiempo y espacio […] El toreo es inteligencia pura. El arte de torear es a la manera de un razonamiento escueto; de un Discurso del método. El que no sepa geometría, que no entre en la plaza de toros». Esto es justamente lo que destilaban las faenas de Antoñete: inteligencia, sabiduría quintaesenciada de una tauromaquia basada en el profundo conocimiento del toro, la colocación, las distancias, la precisión en el cite exacto y la economía de movimientos. La técnica, no obstante, pasaba completamente desapercibida cuando surgía el arte en sus deslumbrantes faenas. De pronto, torear —esa cosa tan difícil— parecía la cosa más fácil y natural del mundo.

¿Qué ocurrió para que la reaparición de Antoñete en los años ochenta tuviera tal repercusión? ¿Por qué los más finos paladares de entre los viejos aficionados volvieron a degustar el gozo perdido de una tauromaquia añeja, pura y honda como pocas? ¿Por qué algunos intelectuales, escritores, filósofos y artistas volvieron a las plazas en los años de la Movida al reclamo de la presencia en los carteles del maestro madrileño? Porque allí había un hombre que se jugaba la vida delante del toro de un modo insólito y a contracorriente de los tiempos en los que le tocó vivir.

Sirva este especial de Minotauro dedicado al maestro Antoñete como homenaje y agradecimiento por su recuperación del clasicismo, por sentar las bases de una tauromaquia depurada al máximo, por llevar el toreo a sus más altas cotas de expresión artística, por ser ejemplo paradigmático de torería cabal para las futuras generaciones; en definitiva, por su legado indeleble en la memoria de la afición taurina.