El pasado 25 de julio, festividad de Santiago, en la plaza de toros de Santander, Roca Rey fue cogido de forma dramática contra las tablas por un toro de la ganadería de Antonio Bañuelos, que se le vino encima al inicio de la faena de muleta. En el primer pase por alto, el toro se le venció de forma intempestiva al torero y se lo llevó colgado como un pelele entre las astas hasta las tablas del 7, junto al portón que da acceso a la enfermería. Justo allí lo empotró contra los tableros de forma dramática.
La desatada violencia con la que el toro embistió al diestro peruano, así como los terribles derrotes que soltó el animal buscando el cuerpo inerme del torero hicieron temer lo peor a los espectadores allí congregados. En esta ocasión no es exagerado decir que la cogida estuvo a punto de haber resultado mortal. Esa tarde en que volvió a nacer, Roca Rey lucía el mismo vestido de torear —burdeos y azabache— que había estrenado un mes antes (concretamente, el 11 de junio) en la plaza de toros de Las Ventas, en la corrida homenaje a José Cubero Yiyo. El joven y añorado diestro madrileño había vestido también un terno burdeos y azabache la tarde en que realizó su última gran faena en Las Ventas (29 de mayo de 1985), al cortarle una oreja a un toro de Aldeanueva. Al parecer, era su vestido favorito y con él sería amortajado el Yiyo cuatro meses después, tras resultar cogido mortalmente en la plaza de toros de Colmenar Viejo por un toro de Núñez de nombre Burlero. Se da la circunstancia insólita de que el Yiyo es el único matador de la historia de la tauromaquia en haber dado muerte a dos toros que, a su vez, causaron la muerte de dos toreros; en efecto, el Yiyo dio muerte tras un perfecto volapié al propio Burlero antes de ser corneado por el toro y, un año antes, se había encargado de pasaportar al toro Avispado, de Sayalero y Bandrés, que corneó mortalmente a Francisco Rivera Paquirri en septiembre de 1984 en la plaza de Pozoblanco.
En la corrida de homenaje al Yiyo en Las Ventas, la tarde de Roca Rey en Madrid dio mucho que hablar, tras encararse abiertamente, sin disimulo ni paños calientes, con el sector más intransigente y reaccionario de la plaza de Madrid. En esta ocasión, el torero peruano no se desplantó tanto con los toros de Victoriano del Río y Cortés jugados en suerte, sino con el tendido 7 de Las Ventas, empeñado una vez más en reventar la tarde desde el mismísimo paseíllo con sus constantes suspicacias, impertinencias y comentarios totalmente fuera de tono. Más allá del resultado artístico de las faenas, más allá de la adecuación más o menos acertada de un determinado tipo de lidia a las condiciones de un toro en concreto, hay ocasiones en que los toreros, con su disposición frente al toro (y al público) ponen en evidencia que el toreo es un ejercicio no sólo físico, sino fundamentalmente emocional. Decir que los toreros se juegan la vida en la verificación pública de su oficio, su arte y su pasión no es una exageración, aunque a veces haya una parte de la afición que parezca empeñada en obviar este pequeño detalle. Un público indigno no puede juzgar en ningún caso la labor más o menos acertada, más o menos brillante, más o menos digna de un matador de toros, da igual que sea una figura o un torero modesto. La dignidad de quien se enfrenta al toro siempre estará por encima de la de quienes, por el mero hecho de pagar el precio de una entrada, se creen con el derecho a faltarle el respeto gratuitamente a quien se juega la vida en el ruedo. Torear implica un acto radical que tiene que ver, antes que ninguna otra consideración, con la dignidad, que se convierte en su principal motor. Pero el toreo no sólo es un ejercicio físico y emocional, ni tampoco es sólo es una cuestión de dignidad, sino también de fe. La tarde del día de Santiago en Santander, Roca Rey salvó la vida de milagro y, de paso, semejante trance nos dio. la oportunidad de asistir a un gesto absolutamente deslumbrante, grandioso, ejemplar, cuando su compañero de terna, Cayetano Rivera Ordóñez, saltó al ruedo a cuerpo limpio para hacerle un arriesgadísimo quite, a consecuencia del cual él mismo resultó cogido, con el desenlace de una costilla rota y varias contusiones. A expensas de lo que pueda acontecer en las plazas del orbe taurino de aquí a final de año, estamos, sin lugar a dudas, ante el gesto de la temporada (y de muchas temporadas). Jugarse la vida sin pensárselo dos veces para salvar la de un compañero. ¿Cabe mayor acto de solidaridad y torería más desnuda, despojada y cabal?
Saltar a la arena a cuerpo limpio sin pensar en las consecuencias, o lo que es lo mismo, echarse a andar hacia una muerte probable por salvar la vida de un compañero es un acto de fe, no en su faceta religiosa, sino en el sentido más radical y auténtico de lo que pueda alcanzar a ser la dignidad humana. Hechos como el protagonizado por Cayetano en Santander pueden hacernos pensar que, efectivamente, algunos toreros podrían llegar a encontrar sentido a la muerte al darse a los demás con una dosis de generosidad difícil (por no decir imposible) de encontrar en ningún otro ámbito de nuestra sociedad. ¿Puede o no puede ser la tauromaquia una escuela de valores en pleno siglo xxi? Que se lo pregunten a Cayetano Rivera, cuyo padre (el añorado Francisco Rivera Paquirri) fue a encontrar la muerte, precisamente, en las astas de un toro bravo