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Toros y kitsch

Leemos en El Cossío: «No es segura la fecha del primer cartel de toros. Parece que, en esto, como en tantas otras cosas relacionadas con los progresos del toreo, la plaza de la Real Maestranza de Sevilla se adelantó a las demás de la Península, sin excluir la de Madrid». En esto de los toros hay cosas que nunca cambian. En su momento, Juan Maestre —pintor y caballero maestrante—, lo tuvo claro al impulsar la elección de nombres de valía internacional en el mundo del arte para diseñar el cartel taurino de la temporada en Sevilla. Así, desde mediados de los años noventa, nombres como los de Eduardo Arroyo, Ricardo Cadenas, Fernando Botero, Guillermo Pérez Villalta, Larry Rivers o Carmen Laffón dejaron su firma como cartelistas taurinos.

 

La polémica llegó en 2004, cuando el artista napolitano Francesco Clemente trató de rescatar el mito del Minotauro, pero la guasa sevillana —y algunas de las plumas más afiladas del periodismo hispalense— llegaron a calificar la obra como «un brazo de gitano cortado por la mitad». La polémica subió de tono en 2006 con la composición minimalista, resuelta en blanco y negro, del pintor neoyorquino Alex Katz. La obra retrataba un inmenso ruedo, donde aparecían un toro y un torero en su mínima expresión. El cartel había pinchado en hueso y los chistes fáciles no tardaron en proliferar a ambos lados del puente de Triana.

 

En 2008, el cartel de Sevilla lo firmó Miquel Barceló y abrió la caja de los truenos. La obra del pintor mallorquín —un toro atravesado por una flecha y en posición invertida— fue tibiamente defendido en público y denostado en privado. Para qué negarlo: no gustó a nadie. En la presentación de la obra, Alfonso Guajardo-Fajardo (primer dirigente maestrante que supo conciliar la tradición corporativa con la necesaria vertebración de la nobleza con la sociedad sevillana) afirmó «no temer a la polémica», pero esta ya estaba servida. No obstante, el tiempo y la revisión de la propia trayectoria de Barceló han acabado jugando a su favor. El propio cuerpo nobiliario terminó patrocinando una reveladora monografía sobre el pintor balear que desvelaba algunas claves de ese cartel que no se puede entender sin su inspiración africana. De todas formas, en su momento el cartel en cuestión llegó a ser calificado de «gafe» en una temporada que estuvo pasada por agua (siete históricas y polémicas suspensiones).

 

Desde entonces, artistas de la talla de Luis Gordillo, José María Sicilia, Manolo Valdés, Juan Navarro Baldeweg, Carlos Franco, Claude Viallat, María Gómez o Albert Oehlen han sido los encargados del diseño del cartel de Sevilla, donde llegó a esperarse con cierta impaciencia la presentación del cartel cada nueva temporada; por regla general eran recibidos con expectación, a la espera del artículo que año tras año les dedicaba Antonio Burgos, normalmente para cachondearse del diseño de turno. Por ejemplo, escribía Burgos en 2014: «Advierto de entrada al excelentísimo señor teniente de hermano mayor de la Real Maestranza de Caballería, así como a todos los caballeros de este Real Cuerpo, que el presente es mi ya tradicional artículo, donde pongo como los trapos el cartel de la temporada de los toros, que suelen presentar como un MoMA del Arenal y que a mí me da un avío tremendo todos los años, ora con la mosca en el yogur, ora con el pinchito de toro, ora con la chuleta».

 

En 2018, Burgos escribía: «El cartel de los maestrantes me plantea la duda de cada año: ¿Es más mamarracho que el de la mosca en el yogur o menos? Como siempre, el cartel tiene un ver. Cómo será, que en San Isidro o en San Fermín los aficionados hablan de los carteles, de los toreros con los que los han rematado, y en Sevilla hablamos del cartel. Del dineral que se gastan los maestrantes en sacar un chillido de “ojú” pegado a la pared, al que llaman cartel».

 

Pues bien, en este 2024, en Madrid, también nos han dado motivos más que sobrados para hablar del diseño del cartel de San Isidro. Eso sí, el diseño habrá salido más barato que en Sevilla, puesto que aquí, en lugar de encargárselo a artistas de talla internacional, se ocupa de ello el Departamento de Comunicación de la empresa, Plaza 1. Y eso que nos ahorramos.

 

«¡Plaza 1, dimisión!», oiremos vocear un año más desde algunos de los sectores más recalcitrantes de Las Ventas. En este caso, una vez analizado el diseño del cartel, cabría más bien pedir la inmediata dimisión del Departamento de Comunicación de Plaza 1 por haber perpetrado semejante adefesio, ejemplo paradigmático —antológico, cabría decir— de lo más kitsch, cursi, estrambótico y banal del panorama taurinoide actual. Y es que no falta de nada en el cartelito de marras: desde la nobleza de alta alcurnia (Cayetana, la nieta) hasta el pueblo llano (El Rosco, paladín de los autoproclamados defensores-a-ultranza-de-la-integridad-y-pureza-de-la-Fiesta), pasando por el infante desubicado que mira al infinito, como Pablito Calvo miraba al Cristo en Marcelino, pan y vino, o la alguacililla que saluda al espectador desde dentro del callejón. En fin, para completar el despropósito sólo falta, si acaso, una foto cenital de una buena paella —a modo de ruedo—, como en los planos del gran Víctor Santamaría. Lo único que se salva, si acaso, es la preciosa chaquetilla de Lorenzo Caprile que luce la nieta de la duquesa de Alba, magnífico ejemplo de majismo cool en pleno siglo xxi. Seguro que pronto vemos lucir una prenda similar a Roca Rey o Cayetano en alguna goyesca de Ronda… Cosas peores se han visto en cuanto a indumentaria taurina se refiere.

 

En Vanguardia y kitsch (1939), Clement Greenberg ya advertía contra la llegada de una «cultura degradada» y defendía una cultura que funcionase a modo de dique de contención contra la llegada de una forma de arte que acabaría con todo un proceso cultural, abocando así a una decadencia irremisible. Para Greenberg, el kitsch va a suponer una experiencia «sustitutiva». En efecto, el kitsch se va metamorfoseando y es capaz de cambiar de estilo. Pero ¿por qué resulta tan subyugante el kitsch? Porque no requiere nada del público, porque no le está exigiendo nada. En todo caso, lo único que le pide el kitsch al público es su dinero. «Pasar la gorra», se dice en español, como hace la alguacililla de nuestro cartel.

 

El kitsch ni siquiera pide aquello que requiere la experiencia estética, es decir, el tiempo. La experiencia estética (una exposición, un concierto, un ballet, una ópera, una tempestad en medio del mar, un jardín japonés, una buena comida, una corrida de toros…) requiere de tiempo, mientras que el kitsch no. Tampoco el kitsch demanda el empleo de la inteligencia por parte del espectador. No plantea ningún reto de comprensión, sólo pretende que lo consumas, sin más. En este sentido, el cartel de San Isidro 2024 es paradigmático y cumple su función a la perfección. Seguro que este año el ciclo isidril vuelve a tener una recaudación récord en taquilla. Plaza 1, enhorabuena por anticipado.

 

El Tato, aficionado impenitente y desclasado