
El toreo, como la pintura o la escultura, no nace como arte, sino como artesanía. Matar reses bravas conforme a una determinada lex artis no era la expresión de ninguna subjetividad venerada, y su emoción estética se contrastaba en el seguimiento objetivo de un canon y en la constatación de la eficacia. En un iluminado y provocador ensayo, Montesquieu en el ruedo, Alberto González Troyano ha cifrado en la aparición del arte en la tauromaquia el origen del desequilibrio entre los tres poderes del toreo: ganaderos, toreros, público.
El torero como artista, como el pintor o el escultor, va a reclamar para sí, en un momento dado, el territorio de lo inefable, de aquello que escapa a las reglas y no se puede juzgar, sino sentir. El público, ante esto, dejará de ser juez de un saber agrario para convertirse en intérprete, mientras que el ganadero, por su parte, acabará supeditando su afán a las necesidades propias del arte, del toro para el artista, digamos.
Este diagnóstico crítico sobre la tauromaquia, por su subjetivación, en el fondo rima con aquel otro que, desde el Romanticismo —y muy especialmente desde las vanguardias—, puede hacerse con respecto al arte en general. Desde ese momento —inaugurado por Goya, Beethoven o Baudelaire— en que el valor de la obra está también en la expresión de una subjetividad, en el genio, y no solo en sí misma, es decir, en la rigurosidad de su armonía, el juicio estético se convierte en un juicio abierto a la arbitrariedad y el arte en una esfera (un sistema) que reclama su autonomía respecto a la razón crítica.
Cuando el arte, con las vanguardias, por propia voluntad deja de ser figurativo, narrativo o inteligible; cuando apuesta deliberadamente por su hermetismo, e incluso cuando impugna la propia idea de armonía o belleza, llegamos a un momento en que resulta ya difícil responder a la pregunta «¿qué es arte?» sin acudir al hallazgo fenomenológico de Gombrich: «Arte es lo que los artistas hacen».
En todo caso, a pesar de que la irrupción del arte en la tauromaquia —cuyo punto de no retorno podríamos cifrar en un torero tan de vanguardia como fue Juan Belmonte— implica una resignificación urbana de la corrida de toros y del torero, hay una especificidad en el torero como artista que lo sitúa a él, y a su arte, en un compartimento estanco dentro de las artes plásticas.
Es cierto, sí, que el juicio estético del arte de torear está colonizado por el léxico de lo inefable: el pellizco, el duende, el misterio… son términos comunes con los que el aficionado a los toros querrá dar nombre a aquello que no se puede nombrar, pero que distingue indudablemente al torero común de aquel otro toreo ungido por el genio: el iluminado tocado por el soplo del que habla Rafael de Paula.
En el toreo, sin embargo, hay un elemento que impide la ruptura de las reglas. El toreo es una disciplina artística sin representación que está atada a su original verdad agraria: el toro. Un toro vivo (perdón por la obviedad), un toro al que hay que dar muerte verdadera; todo ello conforme a una suerte antigua y fuertemente canonizada.
Las reglas del arte —impugnadas en el teatro, la música, la literatura o la pintura de vanguardia— se imponen al torero, a su genio y a su expresividad, por la propia naturaleza del objeto con el que trabaja: la geometría, la distancia, el tiempo, los instrumentos, las suertes de la corrida de toros, así como el desenlace. Así, la muerte del toro —y la propia hipótesis de la herida o la muerte del torero— ha resistido a la conversión de la artesanía de matar reses bravas en el arte de torear. Como artista, el matador expresa su ser en un mundo riguroso que, al no tolerar la representación, no puede desprenderse de su inexorable conexión con la verdad.
Pero la singularidad del torero como artista es hoy también otra. En un momento determinado, el artista se erigió como un profanador natural de la moralidad. Al afirmar la esfera artística como una esfera autónoma, el artista no solo se desprendía de las reglas del arte, sino también anunciaba su abdicación de cualquier norma moral o jurídica que le impidiera ser soberano sobre su propia obra. Es por esto por lo que la tradición de la libertad de expresión tiene con los artistas una deuda. Y es que ha sido desde el arte donde se ha cuestionado de una forma más efectiva el derecho de la moralidad que expulsaba lo obsceno o lo sacrílego del discurso protegido.
La pugna de los artistas por su derecho a la irreverencia ha tenido el rédito social de ensanchar el concepto de libertad de expresión. En todo caso, y de forma paradójica, cuando la cultura de la libertad de expresión ha asumido el derecho a la irreverencia, el artista carece ya de la opción de ser un outsider. El artista blasfemo u obsceno puede perfectamente ejercer de tal con el preceptivo patrocinio del Ministerio de Cultura. Y es que se ha asumido, lógicamente, que en el arte las cosas no pasan, sino que parece que pasan, y que la ficción o la figuración no pueden delinquir. Sin embargo, el torero que ejecuta un arte sin representación no está cubierto por este paraguas.
En el toreo lo que pasa, pasa de verdad; en concreto, en una corrida de toros se da muerte pública a un animal. Este acto es, para buena parte de la sociedad, un acto inmoral que debería ser prohibido y, de hecho, ha sido prohibido recientemente en algunos territorios donde la tauromaquia era tradición. Es por todo esto que, sin quererlo, y desde sus atavismos agrarios, el toreo se erige hoy en un arte profanador del tabú, acaparando en buena medida esa tradición artística de la irreverencia y descifrando finalmente el sentido del viejo aforismo bergaminiano sobre la corrida de toros: un espectáculo inmoral y, por consiguiente, educador de la inteligencia.
VÍCTOR J. VÁZQUEZ es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla.