
Como en su día advirtió Ernest Hemingway, cuando alguien asiste por primera vez en su vida a una corrida de toros tiene dos opciones: o bien se identifica con el que comparece vestido de luces o bien con el animal que salta al ruedo. No hay más. En caso de identificarse con el toro, jamás llegará a entender —ni tampoco estará dispuesto a hacerlo— nada de lo que allí pueda acontecer.
Actualmente estamos saturados de oír la opinión de quienes se identifican única y exclusivamente con el animal (opción muy respetable); por contra, no estamos tan habituados a escuchar voces disidentes que señalen o justifiquen de forma igual de vehemente su decantación hacia la faceta humana que forma parte del rito en cuestión. ¿Acaso no es igualmente respetable la identificación del aficionado o del mero espectador que acude a la plaza con el torero?
En una entrevista publicada en La Vanguardia a finales de 2020, el director de cine Albert Serra, hablando sobre su próximo proyecto de película-documental sobre el mundo de los toros, decía: «Creo que incluso la gente contraria al toreo puede llegar a entender ese sufrimiento del torero. Una cosa no quita la otra. Aun aceptando que haya sufrimiento en el toro, eso no lo hace incompatible con el sufrimiento del torero. La esencia es que lo que da legitimidad a la lidia y a matar al toro es que el torero pone en riesgo su vida. Es el garante noble del enfrentamiento. La posibilidad de morir, aunque sea aceptada, genera un sufrimiento en cualquier persona. La tauromaquia es uno de los últimos residuos de un misterio único en nuestra civilización». Esta idea tan claramente expuesta —y tan fácil de entender—, manifestada con meridiana claridad por parte de un cineasta que, aun sin ser aficionado a los toros, parece no tener miedo al qué dirán, sigue siendo tabú en ciertos cenáculos culturales.
No siempre fue así, y para demostrarlo no hay que remontarse necesariamente a los Valle-Inclán, los Ortega y Gasset o los Pérez de Ayala de turno. La identificación de artistas, creadores e intelectuales con la figura del torero —desde el poeta brasileño João Cabral de Melo Neto hasta la actriz y dramaturga Angélica Liddell o el bailaor Israel Galván, por poner solo tres ejemplos significativos en distintas disciplinas— tiene una larga tradición que viene de lejos.
En el prólogo a La renovación de la estética por el toreo (Lima, 1953), su autor, Óscar Miró Quesada, deja clara desde el principio la intención de su magnífico y original ensayo: «Apunta a demostrar que la lidia es arte, y de tal preeminencia, que obliga a completar las teorías estéticas reinantes, insertando en su seno el núcleo de lo real y de lo útil, desterrados, dogmáticamente, por los doctrinarios de la belleza». En estas mismas páginas, más adelante, el autor peruano expresa una petición: que en nombre de la belleza propia de las corridas de toros se inicie una «revisión de las teorías estéticas reinantes, modificándolas, rectificando sus conceptos y definiciones para dar cabida en ellos a esos elementos fundamentales del arte taurino olvidados por los doctrinarios de las otras artes». Setenta años después, este trabajo de revisión sigue estando pendiente.
El actual momento de crisis y puesta permanente en cuestión de las corridas de toros por parte de la cultura oficial sería un excelente momento para retomar la idea de Miró Quesada y abordar, en efecto, una renovación de la estética por el toreo.
Es precisamente el componente estético el que dota a la tauromaquia de un valor artístico, una dimensión simbólica, un carácter ritual y sagrado que la mantiene inmune respecto de cualquier tipo de crítica ética o moralina por parte de los doctrinarios, es decir, los guardianes, los pedagogos, los comisarios de la belleza, la cultura y la moral.
Otro gran aficionado más o menos encubierto, el arquitecto Óscar Tusquets Blanca, sacó hace unos años un libro en cuya portada aparece una fotografía de Juan Belmonte enfrontilado con el toro. Se titula Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo (Anagrama, 2021). Escribe aquí el autor: «En las plazas he vivido horas de aburrimiento, pero minutos de intensa y profunda emoción. La progresiva extinción del torero me parece inevitable, pero esto no me enorgullece ni me hace feliz, entre otros motivos porque es la única práctica artística donde el creador se juega la vida. Si el diestro es un incompetente o un farsante, el toro no le perdonará; a Hirst, a Koons o a Murakami los empitonaría al primer pase». Voilà! He ahí el quid de la cuestión. Como criterio estético inequívoco, en tauromaquia tenemos la suerte de contar con la presencia del toro a la hora de discernir e identificar a los mediocres, los incompetentes y los farsantes.
Y es que, en tauromaquia, al contrario de lo que sucede en otras disciplinas artísticas, está el toro: la parte negra del asunto, la sombra cuando de cuestiones sobre estética se trata. En cualquier otra disciplina, el artista, escritor, poeta, cineasta, bailarín, cantante… se puede equivocar y no pasa nada (menos aún si tiene al crítico o comisario de turno a sueldo para taparle las vergüenzas, como suele ocurrir); en cambio, en el ruedo, cualquier equivocación en la verificación de su arte por parte del «intérprete» le puede costar la vida. ¿Hay quién dé más?
Dentro de todo ese entramado de prácticas artísticas como la performance, el happening, el action art, el body art —y todas aquellas otras que implican, más o menos, la presencia insoslayable del cuerpo por parte del artista—, los toreros tienen en la actualidad más capacidad que nadie para entroncar la tradición con la vanguardia. Si la performance es la actividad contemporánea por excelencia en la que el artista pone el cuerpo, sin duda el toreo es la performance trágica por excelencia. Y la más compleja, puesto que en este caso son dos los sujetos que intervienen: toro y torero. Y no solo la más compleja, sino también la más radical y ambiciosa desde un punto de vista tanto ético como estético, ya que en el ruedo el artista expone su cuerpo al riesgo absoluto: la muerte. ¿Hay quien dé más?
Entendidas como happening, es decir, como manifestación artística colectiva en la que participan de forma decisiva los espectadores involucrados, las corridas de toros son un acontecimiento popular y democrático, una representación teatral sin trama ni argumento, pero sostenida por un suspense cuya resolución final puede llegar a ser catártica. ¿Por qué los toros son un espectáculo moral y al mismo tiempo subversivo? Porque nos muestran distintas formas de encarar la vida y la muerte y, ya de paso, nos desvelan de forma deslumbrante la principal soberanía del artista: ser capaz de jugarse la vida en la puesta en práctica de su disciplina.
En relación a «la experiencia de la muerte», para terminar su introducción a L’art de jouir, el filósofo Michel Onfray escribe: «Morir era pues tan simple. Restaba […] hacer del cuerpo un compañero de la conciencia, reconciliar la carne y la inteligencia. Toda existencia se construye sobre la arena, la muerte es la única certeza que tenemos. Se trata menos de domesticarla que de despreciarla. El hedonismo es el arte de este desprecio». El hedonismo… Y también, cabría añadir, el arte del toreo; un arte al que podemos considerar sin miedo a equivocarnos como el último acto plenamente nietzscheano que pervive en la contemporaneidad. El resto es ruido, banalidad, conformismo. Algunos diestros basan su tauromaquia en domesticar a la muerte; otros, simplemente la desprecian.
En su Zaratustra, Nietzsche apostilla: «Hay más razón en tu cuerpo que en la esencia misma de tu sabiduría». Por eso el artista, antes que ninguna otra cosa, debe poner primero su cuerpo. Y si no, que se lo pregunten a los toreros.