m
Post Recientes

Juan Ortega. El temple

PREMIO MINOTAURO AL TORERO DEL AÑO 2024

A grandes rasgos, tres son las características principales que distinguen a un torero artista de otro que no lo es: la facilidad, la naturalidad y el hacer las cosas sin esfuerzo aparente delante de la cara del toro. Todo lo demás es accesorio, o sea, literatura. Y ya sabemos lo que en su día dijo Camilo José Cela: «Me hubiera gustado ser torero, pero me quedé en Premio Nobel». Pues eso.

Aquello que en el mundo de las letras se entiende tradicionalmente como «conocimiento poético» tiene en nuestro ámbito cultural una singular manifestación en el arte de la tauromaquia. Sin excepción, todos los toreros artistas que en Andalucía han sido —desde Rafael el Gallo, Chicuelo, Pepe Luis Vázquez o Curro Romero hasta Cagancho, Curro Puya, Rafael de Paula o Morante— han sido acusados por la mayoría de los aficionados de negligentes, descuidados, indolentes…, hasta que les salía un toro con el que se acoplaban y podían hacer su toreo. Entonces, todo lo que anteriormente se había considerado como pecado pasaba a convertirse, por obra y gracia del arte, en virtud.

Aun así, en los momentos más caóticos y desastrosos de sus peores tardes, estos toreros tan peculiares mantienen una cierta dignidad muy particular —y muy difícil de ver en los tiempos que corren— que también forma parte fundamental de lo que se entiende como torería. El académico Francisco Narbona lo definió así: «Esto esencialmente es lo que fue el toreo de Rafael el Gallo: garbo. Esa gracia especial, al andar, al torear, al estar en cualquier sitio, que le acompañó siempre. Ese garbo gitano que le personificaba, y daba relieve aún en los momentos de hecatombe».

Esta clase tan singular de torero sabe muy bien que poco mérito tiene lo que se debe únicamente al esfuerzo. «Bien poco vale para el español —escribió María Zambrano— aquello que solo se debe al esfuerzo; es como un saber ilegítimo, un saber desgraciado en que se muestra más la presunción del hombre, su vanidad o su soberbia, que la verdad; un saber no deseable». Apliquemos estas palabras de la filósofa malagueña al arte de torear y se nos aparecerá la imagen de este torero deslumbrante llamado Juan Ortega.

Cuando se acopla con la embestida del toro, en el andar por el ruedo de Juan Ortega no se aprecia ningún esfuerzo —no digo que no lo haya, solo digo que no se aprecia—. A lo largo de las distintas suertes, desde que se abre de capote, la verdad del toreo fluye con total naturalidad. ¿Qué es lo que nos recuerda Juan Ortega cada vez que le vemos, desde que hace el paseíllo hasta que abandona el ruedo andando con la misma gracia y parsimonia con que entró en la arena? Que la verdad del arte está en la levedad del movimiento consumado; o lo que es lo mismo, la tauromaquia entendida como arte por derecho propio. La magia y el misterio vienen dados por esa difícil facilidad soberana con la que torean algunos pocos artistas tocados definitivamente por la gracia; las suertes entonces surgen diáfanas, suaves, efímeras, como en todo arte que se sustenta en el aire: música, danza, palabra declamada.

Torear como lo hace Juan Ortega —especialmente con el capote en su interpretación de la verónica— consiste en propiciar el tránsito de la estancia a la cadencia. Tránsito que se produce por medio de la difícil y arriesgada combinación ornamental entre la gravedad (estancia, caída, tránsito a la vibrante pulsación del cuerpo que pesa asentado sobre los talones) y la gracia (cadencia, ascenso, ligero levantamiento de los pies que buscan a duras penas despegarse del suelo).

Volvamos una vez más a recrearnos en esas antiguas fotografías en las que vemos a Curro Puya levantando las plantas de los pies al torear de puntillas, como buscando la añorada —e imposible— levedad en su insondable toreo de manos bajas. Cuando Juan Ortega cuaja un toro con el capote no podemos dejar de pensar en aquel ángel vestido de luces que se llamó Francisco Vega de los Reyes, también de Triana.

Torear con arte conlleva la honda inmersión en un presente que el torero —por obra y gracia del temple— presenta desuniéndolo de sí mismo, liberándolo de su simple estancia para convertirlo, por fin, en cadencia. Así, el compás en tauromaquia se define como una medida muy particular del tiempo: una medida que busca liberar al tiempo mismo de su mera estancia en el presente. Pensando en la música, Nietzsche escribe: «Entonces el compás había que entenderlo como algo fundamental: es decir, el más originario sentimiento del tiempo, la forma misma del tiempo». En tauromaquia también debemos asumir el compás como algo absolutamente fundamental, siempre que entendamos el toreo como arte. Temple y compás definen —si es que acaso necesita definición— el toreo de Juan Ortega.

Todas las artes —grandes y pequeñas— consisten en gran medida en la eliminación del exceso de movimiento en favor de la declaración justa y concisa. El artista, por tanto, aprende sobre todo a omitir. ¿Acaso no es la tauromaquia una búsqueda constante de la declaración más precisa y ceñida posible, un arte por tanto de la omisión? Es más, viendo torear a Juan Ortega podemos llegar a pensar que todas las acciones del matador buscan siempre la eliminación del exceso de movimiento en favor del feliz hallazgo: remate del lance en un gesto único, asombroso y definitivo en su brillante resolución.

Juan Ortega parece encontrar en su toreo esa justa y precisa —única en su fulgurante aparecer— declaración de intenciones. Momento deslumbrante del remate, de la parada, ni antes ni después; arte del tiempo justo, justo a tiempo, justo a compás. Estamos ante lo que en la antigua Grecia se conoció como kairós: el tiempo oportuno de la templanza, de la mezcla propicia, del encuentro y el equilibrio productivo entre energías y potencias distintas.

Los toreros artistas serían, en resumidas cuentas, como aquellos antiguos virtuosos artífices del kairós griego. El torero demuestra su talento especialmente en la capacidad de hacer coincidir el gesto con el momento oportuno, la ocasión. En esos instantes, hace que su voluntad coincida con la necesidad para hacer surgir un ritmo propio, que él mismo determina. A eso en tauromaquia lo llamamos temple; y en la actualidad, al temple lo llamamos Juan Ortega, Premio Minotauro 2024.

ANTONIO J. PRADEL, director de Minotauro