
La década de los ochenta podría ser etiquetada sin exageraciones como «la década prodigiosa». Tras la larga travesía del desierto que supusieron, por tantas razones, los años setenta, en los ochenta vivimos un fuerte resurgir de la afición a los toros. Deshechos caducos clichés, taurinos y extrataurinos, y con la presencia en las plazas de un toro de trapío espectacular y un plantel de toreros de un nivel impresionante, el toreo viviría unos años de gloria. Un cambio de mentalidad propiciado, en no poca medida, por la retransmisión televisiva en directo de la posteriormente denominada «corrida del siglo» y las reapariciones de dos viejos maestros: Antoñete y Manolo Vázquez.
Uno de los toreros mas interesantes de aquel momento fue posiblemente Pedro Moya, El niño de la capea o, más sencillamente, El Capea. Dotado de una capacidad e inteligencia ante el toro nada común, acompañada por una ambición y ansia de triunfo también notables, El Capea se colocó desde los inicios de su carrera en puestos cimeros. Sin embargo, su estilo un punto ligero y apresurado, basado en la técnica (necesaria con aquellos toros en su mayoría pesados, grandotes y parados) y una aparente facilidad en la ejecución de las suertes, le restaban dramatismo a su estilo y lo penalizaron durante sus primeros años en la valoración de los aficionados. Aclamado por los públicos de todas las plazas, considerado figura indiscutible —en México llegaría a ser un consentido de esa afición, lo que no está al alcance de cualquiera—, El Capea, sin embargo, tardaría en conseguir el reconocimiento pleno por parte de los aficionados más selectos y exigentes.
Pero todo llega. A El Capea, el cambio en la valoración de su toreo, el reconocimiento de su indudable maestría le llegó tras dos trasteos cumbres en Madrid a dos toros también cumbres: Cumbreño, de Manolo González y Cumbrerillo, de Victorino Martín. Merece la pena recordarlos.
En 1985, tras su regreso de tierras mexicanas, más asentado y relajado, El niño de la capea, un poco quizá en la senda de Paco Camino (uno de sus referentes), le imprimió un giro a su toreo al que le añadió temple y suavidad. Por eso sorprendió en Las Ventas ante un manso de Sepúlveda al que toreó a cámara lenta. Pero lo mejor llegaría unos días después, en el mismo ciclo isidril, ante Cumbreño, un toro ensabanao de Manolo González (en realidad, cárdeno claro, capirote y botinero) de 501 kilos: posiblemente, uno de los toros más fieros que he visto lidiar en mi vida. Un toro muy al estilo del Bastonito de Baltasar Iban. La diferencia es que, mientras la faena de César Rincón a Bastonito fue un constante toma y daca a vida o muerte, la de El Capea a Cumbreño fue explosiva y luminosa, dentro siempre del marco de tragedia que imponía la fiereza de ese toro. Dicho de otro modo, el reflejo de lo que es capaz de hacer un torero poderoso e inteligente con un toro encastado y bravo de verdad, cuando el torero está dispuesto a jugarse la vida también de verdad, sin trampa ni cartón.
Tres años después, en 1988, y en la plenitud de su carrera, El Capea decidió encerrarse en Madrid con seis toros de Victorino Martín. Una apuesta compleja y arriesgada porque el toro de Victorino, ni siquiera el bueno, suele dar demasiadas facilidades de salida y en estas corridas de seis toros con un único diestro se valora el conjunto, la variedad, el repertorio y ahí el capote suele tener un papel destacado (no hay más que recordar la histórica tarde de José Miguel Arroyo Joselito en Madrid el 2 de mayo de 1996). Y por eso justamente, porque los Victorinos, como debe ser, se traían sus cosas, la corrida discurría en medio de un clima de cierto desencanto. El Capea había estado bien o muy bien en sus cuatro primeros toros, pero sin el lucimiento que la gesta reclamaba. Hasta que salió al ruedo Cumbrerillo.
Con ese quinto toro, un cárdeno de 495 kilos, El Capea bordaría el toreo al natural. Ya desde los primeros doblones de la faena de muleta, la plaza de Las Ventas explotó. En un momento se había cambiado el rumbo de la tarde, pero lo mejor de la faena llegaría al final. Como decía Corrochano sobre la célebre faena de Chicuelo a Corchaíto, lo importante no es que el toro pase al principio de la faena cuando conserva fuerzas y las inercias le hacen pasar; lo realmente meritorio es cuando al final de la faena el toro pasa porque, perdido el empuje inicial, el torero le obliga a pasar. Y eso fue lo que ocurrió aquella tarde. Los seis naturales postreros, lentos y de vibrante temple, con el torero entregado, con el toro enroscado alrededor de la pierna izquierda del diestro, con el público de Las Ventas rugiendo de emoción, fueron el compendio y legado de una magnífica tauromaquia tardíamente celebrada. En definitiva, la tauromaquia de un maestro.
Ahí queda eso. Ante dos toros vareados, pero fieros y encastados, El Capea nos hizo vibrar y sentir el toreo como pocas veces lo hemos sentido y como pocas veces lo volveremos a sentir.
JOSÉ MORENTE es arquitecto y autor del blog taurino La razón incorpórea