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Pinceladas de Tiempo

Quizá el tiempo es un gerundio que intentamos atrapar en el pa­sado, imaginarlo al futuro y precisar en un presente fugaz, cuan­do en realidad es milagro efímero que conjuga esos tres tiempos a un mismo tiempo. En un rincón salado de la retina, citar-tem­plar y mandar quedan al óleo de agua salada bajo el párpado de la memoria y quizá por lo mismo hay seres que con una leve son­risa insinúan la serena gracia de su eternidad.

A pesar del rostro ajado y todos los colores del tiempo, Paco Camino seguía siendo el niño sabio en blanco y negro. Quienes lo vieron de grana y oro destilando una madura maestría en Las Ventas veían a un tiempo al delgadísimo prodigio de un pretéri­to gris y quienes lo empezamos a venerar desde aquel paisaje en blanco y negro lo vimos igualito de estampa y torería cuando ya peinaba canas. Como si fueran pinceladas de tiempo. Pocas esta­tuas provocan mutis con sólo erguirse y al verlo tan cerca, sentí merecer el abrazo que nunca nos dimos vestidos de luces, inter­cambiando los trastos. Quizá.

Intenté hablarle desde México estando ambos en el corazón de Madrid e intenté evocar la patria universal del arte que no tiene fronteras. Hablo de ese liviano palo del habla que suena a lo mismo en Sevilla que en Veracruz y de la lánguida propen­sión de quienes reposan la quijada en la hombrera izquierda de su vestido de torear como Silverio Pérez al natural o el propio Camino en un desdén que también llaman desprecio. Entonces le dije directamente a los ojos que hay un natural eterno que sigue en gerundio como holograma entre el tercio y los medios —cerca del burladero de matadores— de la plaza de toros Monumental de México: allí está sin colores, congelado para siempre y quie­nes lidian domingo a domingo en ese enrevesado coso evaden cruzar el palmo que ocupa la epifanía; incluso los toros arquean en derredor sus embestidas como si percibieran el milagro. Creo haber hilado aquel natural al toro N_o_v_a_t_o_, de la ganadería de Ma­riano Ramírez, con otros que inmortalizó Camino como tiempo gerundio en El Toreo de Cuatro Caminos (plaza que dicen mu­chos que ya no existe) la tarde increíble de seis berrendos de Santo Domingo, siendo el discurso-decurso de Camino con el toro T_r_a_g_u_i_t_o_ _un auténtico tratado matrimonial o curso intensivo de prosa poética.

Intenté hacerlo reír y me atreví —con permiso de su esposa— a mencionar su primer matrimonio mexicano e imberbe con la hija del doctor Alfonso Gaona, empresario de La México, como guinda a su clamorosa conquista de ruedos aztecas. Arriesgué que Camino desconocía el ingenioso grito de un pelado del tendido de Sol, pocas semanas después de aquella boda, que en medio de una faena donde Miguel Báez L_i_t_r_i_ _cuajaba a un toro en La Méxi­co lanzó a voz en cuello «¡Doctor Gaona!: otra hija para el Señor».

Regalada la carcajada, me propuse entonces hacerlo llorar. Le conté que hubo una Nochebuena en que mi tío Pedro me llevó a Querétaro para un mano a mano insólito: Paco Camino y Mano­lo Martínez con seis toros de Garfias. Pocos años después, mi tío Pedro López Anaya sería juez de la Monumental de México el día que Paco Camino se cortó la coleta. Seguía en mi memoria una chicuelina interminable y ese imperio de torear andando, lidiar caricias y redefinir la palabra temple. Camino inmortalizó al to­ro N_a_v_i_d_e_ño_ _en Querétaro, en un diciembre que se repite año con año, intacta la ilusión del oro, incienso, la mirra y el deseo infantil de que vuelvo a la mejor Nochebuena posible, esa noche donde uno, creyéndose adulto, vuelve a ser todos los unos que fuimos y en medio del ruedo, sonriente y canoso, Paco Camino sale an­dando hacia la eternidad con la misma pausa acarreada de siem­pre. Y ahora el que llora soy yo.

JORGE F. HERNÁNDEZ es escritor