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Morante, punto y aparte

En la pasada Feria de San Isidro, concretamente los días 28 de mayo (Corrida de la Prensa) y 8 de junio (Corrida de la Beneficencia), Morante de la Puebla alcanzó su plenitud artística en Las Ventas. Nos hizo abandonarnos al placer de la nostalgia por unas tauromaquias que no llegamos a ver, pero que llegamos a adivinar gracias al valor, talento y maestría alcanzados por este torero inigualable.

 

El gran cantaor Enrique Morente decía: «Escuchar a los viejos es lo primero para poder caminar; los que has conocido, los que te han entusiasmado, los que no has podido oír porque no estaban grabados y has tenido que imaginártelos… Ésos son siempre los más inspiradores». Al igual que sucede en el flamenco, en los toros son también los toreros que hemos tenido que imaginarnos los más inspiradores. En este sentido, ningún torero en la historia de la tauromaquia ha tenido el poder de imaginación que viene demostrando José Antonio Morante Camacho en las últimas temporadas. Y es gracias a su fértil y creadora imaginación que nosotros, aficionados en pleno siglo xxi, tenemos la oportunidad de ver, si no al mejor, sin duda al matador que ha llevado más lejos (y más hondo) el arte del toreo. ¿Es Morante el mejor torero de la historia? Habrá quien no esté dispuesto a admitirlo; lo que, indudablemente, Morante representa a día de hoy es el mejor torero que las actuales generaciones —de los más veteranos a los más jóvenes— han visto, ven y verán.

 

¿Es Morante un torero de época? Sin duda; incluso cabría decir que es un torero de muchas épocas, no sólo de la nuestra. Torero anacrónico por voluntad, capacidad y vocación, hundiéndose en el pasado mítico de su arte, Morante nos muestra el camino para lo que podría ser la tauromaquia del futuro (siempre que entendamos la tauromaquia como arte). Por eso fue tan sintomática la multitudinaria salida por la Puerta Grande de Madrid del torero sevillano. ¿Quién lo sacó mayoritariamente a hombros? Una juventud que, en su pasmosa inocencia, seguramente no tendría capacidad para comprender que estaban ante lo nunca visto —ante lo que quizá no vuelvan a ver—, pero sí tuvieron la capacidad para emocionarse ante lo que Morante encarna actualmente en el ruedo: lo mejor de la tauromaquia del último siglo y medio concentrado y quintaesenciado en un solo cuerpo que torea como nunca antes se había visto torear; como sólo algunos pocos artistas de la tauromaquia se habían atrevido a soñar. El maestro Antoñete solía decir que Morante le gustaba incluso cuando estaba mal; siendo consecuentes con el santo y seña de nuestra Peña, ¿qué vamos a decir nosotros ahora, cuando el sevillano está en sazón y torea mejor que nunca?

 

En una entrevista publicada hace tiempo (El País, 04-04-2010), Morante decía: «Me gustaba cómo toreaba cuando era niño. Entonces todo era natural. Y el arte nace de la naturalidad». Quince años después de decir aquellas palabras, parece que el genio de La Puebla ha vuelto a reencontrarse en lo más íntimo de su ser con aquel niño que jugaba al toro. Quizá sea justamente eso lo que le distingue ahora, una vez alcanzada la plenitud de su madurez artística: Morante juega al toro mientras su febril imaginación creadora va montando y desmontando a su antojo la historia de las tauromaquias que le precedieron, desde Paquiro hasta Rafael de Paula.

 

En un hipotético diálogo entre Morante y Valle-Inclán, dejemos que sea el escritor quien le dé la réplica al torero a partir de unas palabras recogidas en ese excepcional tratado de Estética titulado La lámpara maravillosa: «Cuando mires tu imagen en el espejo mágico, evoca tu sombra de niño. Quien sabe del pasado, sabe del porvenir». Por eso Morante, torero anacrónico por excelencia, es, a la vez, el futuro más deslumbrante de la tauromaquia por venir. Caso único en la historia: un torero de arte marcando el camino y la pauta de lo que el toreo debería ser.

 

Por todo ello, este número especial de Minotauro no pretende otra cosa más que dejar constancia documental de un punto de inflexión en la historia de la tauromaquia.