LA BRAVURA SE MIDE DE LEJOS. Se observa en el toro que embiste de largo al primer capote que ve en su vida y también en la manera en que se arranca desde los medios hacia el caballo que lo espera en el tercio contrario a su querencia. Se le ve en el celo con el que remata en los burladeros y en la manera con la que se va terciando, trazando una media luna en banderillas, y también cuando se embarca receloso –un pase sí y otro también– en cada tanda de muleta, por ambos lados, por abajo y, también, cuando remata arriba.
Quizá la bravura también se mida por ausencia, o en la medida en que los animales que salen al ruedo van sumando señales de mansedumbre: propensos a barbear las tablas, refugiarse en la querencia –sobre todo frente a la puerta de toriles–, cuando rascan la arena no como indicador de una embestida (como lo creían las antiguas caricaturas), sino como metáfora de quien se raja, y también cuando les da por voltear, contrarios a la salida de cada lance, o negándose a encarar banderilleros y abiertamente anclándose con el hocico abierto y los belfos babeantes en esa nefanda visión del toro parado, al que hay que encelar con los bordados de la taleguilla, intentarle el unipase (incluso sin espada) y simular que hay algo de estética en eso tan opuesto al milagro de que una embestida horizontal y casi ferroviaria se cruce en abierto birlibirloque con una tangente, hierática y vertical, que se valga de la gracia o del pellizco o de la razón o la sinrazón para intentar el trinomio invisible de citar–templar–mandar, todo ello en redondo.
Así más o menos se dirime el universo de la tauromaquia que se asombra ante las plazas, donde se realiza el tercio de veras, no sólo con expectación, sino con respeto a la geometría donde se mide la bravura, y allí donde el tercio de banderillas alterna los lados en cada par para precisamente evaluar y aliviar el envión o la adrenalina de la bravura. De lo contrario, banderillas negras… como castigo y también de luto por los toreros muertos en el ruedo, por la vergüenza torera con la que todo torero debe intentar lidiar todo toro como quien enfrenta un galimatías diferente en cada partitura y por la desvergüenza de los caballeros con puya que abusan de su montura tapando la salida natural de la res, aplicando la carioca que barrena, haciendo sangrar el lomo tan lejos del morrillo o del hoyo de las agujas. Banderillas negras a la espera de la epifanía de los colores que a menudo ondean en algunas plazas, mas no en todas, mirando de lejos la bravura de los animales cuyo trapío no debe confundirse con obesidad y a los afi cionados de cepa que defi enden con argumentos las descabelladas diatribas de los contrarios a lo taurino.
De cerca y en corto se manifi esta la nobleza, la entrega de la embestida franca que no es del toro probón o del marrajo que calamochea; en corto y de cerca se carga la suerte y se embarca sin adelantarla, prolongando el trazo y quebrando cintura al tiempo que muñeca. De muy cerca se torea de verdad, aunque el aforismo se cumple de lejos, de la bravura que viene de largo: ya en el tiempo sin colores, cuando la sola presencia de un torero incluso vestido de civil era capaz de parar el tráfi co en la Gran Vía de Madrid o alfombrar de tabaco y oro el paseo de la Reforma de la Ciudad de México o ya en la distancia que atravesamos para llegar a Nimes, San Miguel en Sevilla u otro otoño en Madrid a la espera de lo inverosímil, incluso increíble o inverifi cable, y el deseo de que no haya más motivo para banderillas negras.