Quienes de una forma más o menos perseverante y regular escribimos sobre toros, partimos de una carencia que resulta esencial para entender que el sentido de nuestras palabras padecerá siempre de una insuficiencia irremediable. En su célebre conferencia del Ateneo de Madrid en 1950, Domingo Ortega decía que “el gran libro del toreo” solo podría llevarse a cabo o por un gran filósofo que supiera de toros -caso paradigmático de Ortega y Gasset-, o por un gran torero que supiera de letras -caso en que el paradigma está aún por inventarse-. Para el diestro toledano, maestro consumado en el difícil y hoy casi olvidado arte de andarle a los toros, esta segunda opción era todavía más difícil que la primera.
Según Domingo Ortega, si un matador se preparaba para el difícil arte de las letras, no tendría el tiempo suficiente para su propio oficio. Y así, entre unas cosas y otras, es decir, entre que el filósofo fue dejando para mejor ocasión su libro sobre Paquiro y las corridas de toros (del que solo llegó a reunir unas breves notas) y que el gran torero no llegó nunca a coger la pluma, ese anhelado “gran libro del toreo” no se ha escrito todavía a día de hoy; y quizás no llegue a escribirse nunca. No obstante, aquí seguimos escribiendo sobre toros, toreros y afición con una ambición mucho más modesta, como de andar por casa, cosa mucho más asumible -y, sobre todo, menos arriesgada-que andarle a los toros.
Una de las posibles formas de seguir escribiendo y hablando sobre toros sería aquella que nos permitiera buscar ángulos nuevos para descubrir o vislumbrar aspectos estéticos de la Fiesta que se alejaran de los tópicos más manidos. En un texto sumamente esclarecedor, José Mª de Cossío hace referencia a la prosa taurina de Eugeni d’Ors: “Entre las características estéticas señaladas a la Fiesta -escribe Cossío-, d’Ors admite su barroquismo, y aún lo cree inevitable en fiesta que ha aspirado al título de ‘nacional’, pero no el colorismo señalado tantas veces, sino la plástica estatuaria, ‘reposado triunfo sobre las asechanzas de la muerte en constante desafío y burla de ella’. Las consecuencias y variaciones a que este tema da lugar en su espléndido ensayo Estética y tauromaquia (publicado como suplemento en el diario Arriba, 06/06/1943) no son de este sitio; pero sí quiero señalar las diferencias que le separan de la consideración tópica de la Fiesta (…) y reseñar esta opinión que desde un ángulo nuevo descubre aspectos estéticos de la Fiesta, lejos de los lugares comunes habituales”.
A pesar de su brillante aproximación a la tauromaquia, en los inicios de su carrera literaria Eugeni d’Ors (1881-1954) no entendía prácticamente nada de toros y además se jactaba de ello. Comentando el diario íntimo de Francesc Rierola i Masferrer (1857-1908), poeta finisecular afincado en Vic, sentimental, ensimismado y solitario, sorprendió a d’Ors que, junto a delicadas expansiones líricas y certeros juicios sobre estética y diferentes obras de arte, el intelectual catalanista hubiera intercalado algunas descarnadas reseñas, muy detalladas, sobre corridas de toros. Se trataba de apreciaciones rotundas, esclarecedoras, secamente técnicas muchas veces, sobre el comportamiento no solo de los toreros, sino también de los toros y de las reacciones del público en aquella Cataluña taurina hoy desaparecida.
Rierola, que según algunos de sus exégetas más recientes escribió una de las páginas más bellas del catalán de finales del siglo XIX, se dolía en su Dietari de estar dominado por “esa afición clandestina hacia la bárbara fiesta” y confesaba que a lo largo de toda su vida había resistido todo lo que había podido la “cruel afición” y pronunciado pestes sobre toros, toreros y el público de toros siempre que había tenido ocasión. Rafael Gilbert, en un magnífico texto titulado “Ors, los Ortega y los toros”, hacía mención a esta esquizofrenia taurina de Francesc Rierola al señalar que para el poeta catalán “la Fiesta se convirtió en su vicio, como para otros la morfina. Y cayó en la más profunda perversión: leer y repasar libros de tauromaquia”.
Pues bien, justo a esta perversión está dedicada esta sección de “La Cuadrilla”.
La próxima entrada de “La más profunda perversión” estará dedicada a La Renovación de la Estética por el Toreo, de Oscar Miró Quesada, publicado en Lima en 1953.